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Capítulo

"Confió en sus promesas, pero lo único que le quedó a Margaret cuando él la abandonó después de hacerle el amor fue un alma vacía. Simplemente dejó una nota colgada en el refrigerador y desapareció. Tuvo que luchar con la soledad, la rabia y la tristeza para superar su pasado. El alcohol se convirtió en un método para olvidar su dolorosa existencia. Todo mejoró cuando apareció el tipo de cura que hace más llevadero el dolor, y es que Andrew era el oasis en su desierto. Años después vuelve todo aquello que amó alguna vez, y todo eso que amó tiene un nombre: James."

Capítulo 1 Prefacio

Soneto IX de Pablo Neruda

Entramos entre trompicones, risitas y susurros a su casa, se apoyó en la puerta después de cerrarla y me enfocó taladrándome de la manera que solo ella sabía. Se veía hermosa, enfundada en un vestido negro que se adhería a sus curvas y los tacones más altos que le había visto. Su cabello negro caía por un lado, se perdía después de sus hombros, estaba extraviado en ella y en todo lo que éramos. Simplemente no podía apartar la

vista.

Me acerqué porque me llamaban sus ojos azules, ella hizo lo mismo, así que nos encontramos en la mitad del camino. Mi mano se envolvió en su cintura, las de ella alrededor de mi cuello. La adherí a mí, sonreía y me encandilaba con los rayos que emanaba. La amaba y lo habría dado todo por ella.

Nos bamboleamos como si estuviéramos danzando, olía a duraznos, a mi paraíso personal.

—Te amo, James —susurró.

Intenté deshacer el nudo en mi garganta, porque era la primera vez que me lo decía y estaba emocionado, aunque solo iba a durar un poco y quizá mañana me detestaría con todas las fuerzas de su cuerpo.

—Yo también te amo, luna —le dije de vuelta.

Me acerqué a su oído porque necesitaba olerla y grabar su olor en mi cabeza. La sentí estremecerse entre mis brazos y pegarse más a mí. Perfilé con la punta de la nariz su pómulo y fui dejando besos en el trayecto, escuchando de fondo la más armoniosa melodía de suspiros. Cuando llegué a su boca la besé, primero lento, hasta que no pude más y estrujé su cabello para hacerme paso con la lengua. Ella era deliciosa.

Mi corazón martilleaba a un ritmo que aún ahora me hace vibrar.

La deposité sobre mis pies y comencé a caminar con ella, entré en la primera habitación que encontré, la suya, porque sabía el trayecto de memoria. Un aroma a ella me impregnó apenas di un paso adentro, eso solo logró que la estrujara más contra mí.

Había intentado resistirme a la atracción que me producía, pero ya no podía más. La necesitaba.

Su aliento se mezcló con el mío, sus manos acariciaron mi pecho y mi torso, y quitaron el saco negro que traía puesto haciendo que cayera en el suelo. Mis dedos comenzaron a deslizar el vestido hacia arriba, suspiré cuando pude sentir la piel cálida de sus muslos. Lentamente saqué su envoltura y barrí con la mirada su cuerpo perfecto. Me encantaba, me volvía loco con tan solo mirarme o pronunciar mi nombre, bastaba su olor para que mis sentidos ardieran.

Nos tendimos en el suave colchón y la recorrí con mis labios, entretanto ella gritaba mi nombre y se arqueaba.

Cuando no pude más, entré en ella de la manera más tierna que pude y despacio le hice el amor. Ella me tenía en la palma de su mano y lo sabía. Juntos nos unimos en una serie de gritos que me endulzaron el alma, creo que mi alma se quedó con la de ella esa noche.

Se recostó sobre mi pecho, acaricié su espalda hasta que se quedó dormida.

Entonces toda mi armadura cayó, la admiré, la miré desesperado porque no deseaba dejar escapar ningún detalle de ella. Sabía que era necesario y que, aunque me doliera, debía hacerlo. Lo hacía por ella, porque la amaba más que a nada en el mundo. Mis ojos se nublaron, así que los cerré para atrapar las lágrimas desesperadas que no me dejaban respirar.

Luego los abro y de nuevo estoy rodeado por estudiantes, entre cuatro paredes más blancas y frías que la nieve, igualando a mi interior. Cuatro años no han bastado, porque el recuerdo es tan intenso que sigo sintiendo escalofríos al pensar en su boca diciendo mi nombre. Lo sé, no importa dónde se encuentre porque sigue estando en mi piel.

Suspiro porque me doy cuenta otra vez de mi realidad, del tiempo, de la distancia y de que, a pesar de todo, mi amor por ella sigue más vivo que nunca. Ardiendo, quemando; tanto, que duele.

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