Cuando abrió la puerta de la oficina, estaba un custodio con el uniforme marrón, sentado dándole la espalda, los pies sobre la mesa, la gorra en el regazo y un cigarro en la mano, en la radio sonaba una canción, no oyó al recién llegado porque cantaba voz en cuello: «Dame una cueva en la montaña / O una choza junto al mar / Y estaré en el cielo, cariño, / Si estás ahí conmigo. / Besando tus bonitos labios / Miro la luz de amor en tus ojos. / Cualquier lugar es el paraíso / Cuando estoy contigo».*
El visitante debió tocar fuerte la puerta para que el custodio bajara las piernas y el volumen de la música, luego soltó una carcajada y con un ademán le pidió que se acercara.
—¿Eres el nuevo? —El otro se desprendió la gorra antes de corresponderle el saludo con la mano— Soy Max Johnson, el capitán de este basurero.
—Haley Whitaker.
—¿Haley, como el cometa?** —El nuevo asintió— ¡Qué raro! Bien —Señaló alrededor con enfado—. Ésta es la oficina para nosotros, qué mierda, ¿no? —Max tomó la gorra y la botó en el escritorio— Sígueme —indicó y salió primero; curioso, Haley observó un poco alrededor y luego le dio alcance al capitán—. En el informe dice que trabajabas en la prisión de San Quintín*** —Haley confirmó sin hablar—. Te aseguro que aquí es mucho más relajado, no tendrás problemas conmigo, Whitaker, tampoco me importa cuánto bebas mientras cumplas con tu horario y las reglas. Es por esto que pediste tu traslado a Lacarosta, ¿no?
—Más bien, fue debido a que trabajaba en el corredor de la muerte —explicó casi murmurando, en tanto andaban por el largo pasillo enrejado—, llegué a mi límite. —Max se detuvo un momento para elegir una llave de entre decenas que tenía colgando de un gancho y sonrió sin ver a su subordinado.
—La vida en la prisión de Lacarosta no es como en San Quintín, ¿eh? —farfulló mientras abría el cerrojo— El alcaide de aquí, el capitán del turno matutino y yo, en el turno nocturno, estamos de acuerdo en que nos gusta el silencio y la tranquilidad —Se apartó para ceder el paso a Haley, quien accedió primero—, escuchar a Elvis Presley, fumar y mantener el orden —Enseguida cerró la reja y continuó el trayecto por el corredor principal, que conducía a la infinidad de celdas distribuidas en ambos laterales, en tres pisos—. Para eso, hace algunos años el alcaide de Lacarosta permitió que los presos fueran separados por áreas según su raza, ese simple proceso redujo los enfrentamientos violentos y homicidios dentro de la prisión al sesenta por ciento —Haley sonrió un poco mientras miraba hacia arriba las celdas abiertas, pues los presos aún no regresaban—. Conforme llegan los prisioneros, nos aseguramos de que los mexicanos estén en el área de mexicanos, los chinos con los chinos y los negros con los negros, así podemos estar tranquilos toda la noche.
—¿Eso no provoca pleitos en el patio? —inquirió Haley.
—Ahí es donde entramos nosotros —Se frenó un momento para encender un cigarrillo; Haley pensó que se prendería fuego en el espeso bigote negro—. Cero tolerancia a la violencia en la prisión de Lacarosta: primer altercado, va a confinamiento solitario tres semanas; segundo altercado, una visita a la enfermería, tú me entiendes —insinuó, guiñando un ojo—, tercer altercado… bien, ya el capitán en turno decide —Continuó en el pasillo y Haley lo siguió—. El turno nocturno es el mejor, los presos duermen y si no, están follando, nos da lo mismo. No eres ajeno a esto si trabajaste en San Quintín.
—Es cierto lo que dijiste, capitán, allá es diferente.
—Te acostumbrarás pronto, y lo mejor es que me importa un carajo si eres un borracho de mierda —Lo jaló hacia la izquierda para apartarse cuando una gran puerta de hierro se abrió, permitiendo el paso a otros cuatro custodios—. Caballeros, éste es el duque de San Quintín, Haley Whitaker.
—¿Como el cometa? —preguntó uno de los custodios, que sostenía un apoyador con un puñado de hojas.
—¡Sí! —contestó Max.
—¡Bienvenido a la prisión de Lacarosta! —gritó otro, agitando la mano. —Los presos comenzaron a entrar en fila, Haley los observaba desde su lugar junto a Max.