El despertador sonó a las cinco y media. Alexander apagó el ruido de un golpe, como si aplastara no solo la alarma, sino también el cansancio que lo perseguía desde hacía semanas. Cerró los ojos un instante, deseando cinco minutos más de paz, pero la imagen de las facturas sobre la mesa de la cocina no lo dejó. La deuda nunca dormía.
Se levantó. El piso helado lo despertó de golpe. En el baño, frente al espejo empañado, se mojó la cara. El reflejo le devolvió a un hombre de cuarenta años con hombros anchos y brazos fuertes, pero con la mirada hundida. Parecía más viejo de lo que en realidad era.
Abrió el clóset. Camisas arrugadas, pantalones gastados, las botas que llevaban años con él. Suspiró. El uniforme de siempre.
-¿Ya te vas? -la voz de Belén llegó desde la cama, entre sueño y reproche.
-Sí, hoy viene el cliente.
Ella apenas levantó la cabeza. El cabello enredado le cubría la mitad del rostro. Lo observó unos segundos y volvió a girarse. No dijo nada más. Esa indiferencia pesaba más que un grito.
La casa cobró vida minutos después. Samuel, con doce años y audífonos colgando, buscaba sus tenis a gritos. Mariana arrastraba la falda del uniforme que le quedaba chica. Lucía, con ocho años, pedía materiales para una tarea olvidada. Sofía, de cinco, jugaba con una tostada como si fuera un juguete.
El desayuno era un campo de batalla. Voces cruzadas, quejas, prisas. Alexander se abotonaba la camisa en medio de todo, aspirando el olor a café recién hecho como si fuera el único consuelo.
Sobre la mesa, el mantel manchado y un frasco de mermelada vacío completaban la escena. Desde afuera podían parecer una familia común. Desde adentro, Alexander sentía las grietas abrirse bajo sus pies.
-Papá, ¿me das dinero para la excursión? -preguntó Samuel.
Alexander abrió la billetera. Dos billetes de cien. Le entregó uno sin decir palabra.
Belén lo observó de reojo.
-No empieces con que no alcanza. Es una salida escolar, no un capricho.
Él calló. Estaba cansado de explicar lo obvio: que el dinero desaparecía más rápido que el agua en las manos.
El auto viejo los esperaba en la puerta. Samuel y Mariana discutían por la música, Lucía bostezaba, Sofía pedía galletas. Belén, en cambio, se quedó mirando el sedán como quien observa una herida abierta.
-Ese carro da vergüenza, Alexander.
-Todavía funciona.
-Funciona, pero se ve como si fuera a desarmarse en la esquina. Marta dice que su esposo ya cambió el suyo por una camioneta nueva. A plazos, claro, pero se puede.
-No estamos para plazos. Apenas salimos con lo justo.
El silencio se estiró. Belén cruzó los brazos.
-Pues yo no quiero seguir siendo la pobretona.
La frase cayó como un golpe en el estómago. Alexander encendió el motor sin responder. El rugido del carro viejo llenó el hueco que dejaban las palabras que nunca decía.
Por la tarde, Belén entró en una cafetería nueva con su bolso gastado colgando del brazo. Desde el primer paso supo que no encajaba: luces cálidas, vitrinas con postres caros, aroma a café importado. El contraste con la cocina de su casa era humillante.
Marta y Sandra ya la esperaban. Impecables, con bolsos brillantes y uñas recién pintadas.
-¡Belén! Pensamos que no venías -dijo Marta, abrazándola.
-Sí, tuve que dejar todo listo en casa. -Sonrió con un esfuerzo que se le rompía por dentro.