La alarma sonó a las 5:30 de la mañana, como todos los días. Y como todos los días, la ignoré durante exactamente nueve minutos, hasta que la vibración del teléfono en la mesilla me recordó que si no salía de la cama en ese momento, llegaría tarde a mi clase de anatomía.
Ser estudiante de medicina era una forma elegante de decir que no tenía vida. Entre clases, prácticas, trabajos, y mi turno en el bar por las noches, me sentía más como una máquina programada para sobrevivir que como una chica de dieciocho años. Lo hacía porque no tenía otra opción. Porque no venía de una familia con dinero, ni de un apellido que abriese puertas. Lo hacía porque siempre había querido ser suficiente. Para mí. Para nadie más.
Me duché en cinco minutos, recogí el pelo húmedo en un moño torcido y salí con una barra de cereal en la mano mientras ajustaba mi bata blanca dentro de la mochila. En el metro, repasé mentalmente el temario de fisiología, aunque mi mente no dejaba de revolotear por todo menos por eso. Tenía un turno doble en el bar esa semana. Mi compañera de los jueves se había resfriado, y como siempre, nadie más podía cubrirla.
El campus era un hervidero. Cientos de estudiantes cruzaban los pasillos como si fueran autopistas. El edificio de medicina, un bloque de hormigón sin gracia, parecía más una prisión que un lugar para formar doctores. Me refugié en el aula de anatomía, donde el profesor ya proyectaba una imagen gigante de un tórax abierto. Sus explicaciones eran monótonas, pero necesarias.
-El mediastino es la cavidad entre los pulmones donde se alojan estructuras como el corazón, la tráquea y el esófago...
Tomé apuntes casi por reflejo. Mis ojos ardían. Apenas había dormido cuatro horas. El dolor de cuello era constante, y sentía que mi cuerpo empezaba a pasarme factura por todo el estrés. Aun así, seguía. Porque detenerse no era una opción.
Cuando la clase terminó, crucé al edificio de humanidades para recoger unos informes que debía entregar para una asignatura optativa. Fue allí donde la vi.
Estaba parada frente al panel de aulas, girando el mapa del campus como si fuera un sudoku maldito. Llevaba un moño alto, unos pantalones ajustados, botas negras con plataforma y una chaqueta que parecía demasiado cara para estar en ese lugar. Sonreía como si no tuviera prisa por llegar a ningún sitio. Y se reía sola. Por completo sola.
-¿Estás buscando Hogwarts o algún aula en específico? -le solté antes de pensarlo demasiado.
La chica levantó la vista y me regaló una sonrisa tan natural que desentonaba con todo el ruido y la prisa del pasillo.
-¡Al fin alguien amable! Pensaba que me iba a morir aquí parada con este mapa del demonio.
-Lo estás girando al revés.
-¿Ves? ¡Lo sabía! -rio-. Me llamo Lía. Es mi primer día y ya estoy acumulando dramas.
-Brooke. Medicina. Segundo año. Acompáñame, ese aula me queda de paso.
Se enganchó de mi brazo como si nos conociéramos de toda la vida. No me incomodó. Lía irradiaba una calidez ligera, fácil, sin dobleces. Me contó que venía de Rusia, que se había mudado con su hermano mayor hacía apenas una semana, y que aún no se acostumbraba a lo enorme que era Nueva York.
-¿Te gusta vivir aquí? -le pregunté mientras subíamos las escaleras.
-Es... distinto. Pero lo necesitaba. Mi padre murió hace un mes. Quedarme allá me habría destruido. Así que mi hermano insistió en que me viniera con él.
No supe qué decir. Lo dijo tan tranquila que por un momento no entendí el peso de sus palabras.
-Lo siento mucho. -fue lo único que pude ofrecer.
-Gracias. Estoy bien. O intentando estarlo. Venir aquí es parte de eso.
Entramos a su aula y me despedí con un gesto. Tenía algo. Esa chica tenía algo que no sabía explicar. Y por alguna razón, ese "algo" me cayó bien.
---
Esa semana nos cruzamos varias veces. En la cafetería, en la biblioteca, en los pasillos. Siempre con esa sonrisa, siempre saludando con entusiasmo. Lía era como una corriente cálida que se abría paso incluso entre los más cerrados. En tres días ya conocía a medio campus. Yo, en cambio, era la sombra funcional de los pasillos de medicina.
El miércoles se sentó a mi lado en la cafetería sin preguntar. Me entregó un café con caramelo y me lo dejó delante con una sonrisa.
-No sabía cómo lo tomas, pero esto te hace falta.
-¿Café con caramelo? ¿Me estás tratando como si tuviera doce años?
-Tienes cara de necesitar dulzura en tu vida.
Me reí. Estaba agotada, y sin embargo, reí. Ese día me habló de su ciudad, de sus amigas allá, de los planes que tuvo que dejar cuando su padre murió. De cómo su hermano había insistido en que se mudara a Nueva York.
-¿Y cómo es él? -pregunté.
-¿Mi hermano? -su sonrisa cambió un poco, se hizo más íntima-. Es... complicado. Tiene un mundo dentro. Y lleva ese mundo como si fuera una guerra constante. No confía fácilmente. Pero si lo hace, es para siempre.
Me pareció una respuesta extraña. Demasiado densa. Pero no insistí.