El Odio de Mi Hermano

El Odio de Mi Hermano

Gavin

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Capítulo

El calor de Jalisco me envolvía, marcando un día más en mi sencilla infancia junto a Ricardo, mi hermano menor. Pero una punzada helada me atravesó, un recuerdo químico, insoportable: mi propia muerte, cuarenta años en el futuro, envenenada por él. La imagen de Ricardo, ya adulto, diciéndome: "Ojalá te murieras antes, Sofía. Arruinaste mi vida" , resonó como un eco horrendo. Me había salvado de unos secuestradores cuando éramos niños, pero él siempre lo vio como el robo de un destino de riqueza. ¿Cómo pudo el amor de una hermana convertirse en el veneno de su odio? Parpadeé y regresé a ese preciso día, donde mi hermano de seis años se acercaba a un coche polvoriento, con una pareja sonriente ofreciéndole dulces. Esta vez, las palabras de mi yo futuro, la mujer traicionada, resonaron en mi mente: "¡Justicia! ¡Venganza!" .

Introducción

El calor de Jalisco me envolvía, marcando un día más en mi sencilla infancia junto a Ricardo, mi hermano menor.

Pero una punzada helada me atravesó, un recuerdo químico, insoportable: mi propia muerte, cuarenta años en el futuro, envenenada por él.

La imagen de Ricardo, ya adulto, diciéndome: "Ojalá te murieras antes, Sofía. Arruinaste mi vida" , resonó como un eco horrendo.

Me había salvado de unos secuestradores cuando éramos niños, pero él siempre lo vio como el robo de un destino de riqueza. ¿Cómo pudo el amor de una hermana convertirse en el veneno de su odio?

Parpadeé y regresé a ese preciso día, donde mi hermano de seis años se acercaba a un coche polvoriento, con una pareja sonriente ofreciéndole dulces. Esta vez, las palabras de mi yo futuro, la mujer traicionada, resonaron en mi mente: "¡Justicia! ¡Venganza!" .

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El resultado positivo de la prueba de embarazo temblaba en mis manos. Llevaba tres años casada con Mateo y este bebé era la pieza que nos faltaba. Decidí que era el momento de decirle la verdad: yo era Sofía Alarcón, la hija del magnate de los medios más poderoso de México, Don Ricardo. Mi padre, por mi insistencia, invertiría en su empresa para salvarla. Pero todo se desmoronó con un mensaje. Una foto. Mateo abrazando a su socia, Isabella. "Celebrando nuestro futuro juntos. Te amo, mi vida." Mi corazón se detuvo. Y luego él entró. "Quiero el divorcio," soltó. No solo me dejaba, sino que se casaría con Isabella, porque según él, ella era hija del Senador Ramírez. "¿Estás escuchando la locura que dices?" le grité. La rabia me consumió. Mi mano se movió. ¡PLAF! Le di una bofetada. En medio de la discusión, me empujó. Caí. Un dolor agudo. La sangre. Estaba perdiendo a mi bebé. Desperté en el hospital, mi madre a mi lado, sus lágrimas confirmando mis peores miedos. "Lo siento mucho, mi amor. El bebé…" Él me lo quitó. Él y esa mujer. Me arrebataron a mi hijo. "Van a pagar. Se lo juro. Voy a destruirles." Y así, con el dolor aún fresco, les envié un mensaje. "Estoy lista para firmar el divorcio. Encontrémonos en el registro civil en una hora. Trae a tu socia. Quiero que todo quede claro." Llegaron radiantes, ella embarazada. Mateo me reclamó: "¿Y el bebé?" "Lo perdí." "¡Sabías lo importante que era ese niño para mí! ¡¿Cómo pudiste ser tan descuidada?!" La ironía me quemaba. Firmamos los papeles. Y diez minutos después, se disponían a casarse. "Disculpe, señorita," dijo la funcionaria a Isabella. "Hay un problema con su acta de nacimiento. Aquí dice que su padre es Ricardo… Ricardo A." Yo sonreí. "Qué extraño. Mi padre también se llama Ricardo Alarcón. Y recuerdo que una vez mencionó haber puesto a la hija de una empleada en su registro para ayudarla. Una niña llamada Isabella… Isabella García." El pánico en sus ojos fue mi primera victoria. Y la venganza, apenas comenzaba.

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En tres años de matrimonio, mi esposo Ricardo me engañó 187 veces. Llevaba la cuenta, no por masoquismo, sino como un recordatorio constante de la farsa de mi vida. Con nueve meses de embarazo, el peso de mi vientre era casi tan abrumador como mi desilusión. Ricardo me arrastró a una reunión de negocios, exigiéndome ser la "esposa perfecta" . Allí, bajo presión y con su aliento a alcohol en mi oído, me obligó a beber un tequila, a pesar de mi avanzado estado. "No pasa nada por un trago, mujer. No exageres", siseó. Inmediatamente, un calambre agudo y violento me recorrió el vientre. El parto se adelantó. Nueve horas de labor, sola. Ricardo me abandonó en la entrada de urgencias para "cerrar el trato" . Cuando nació mi hijo, pequeño y frágil, fue directo a la incubadora. Y Ricardo no estaba. A la mañana siguiente, mi suegra, Doña Carmen, entró a mi habitación. "Prendí la televisión. Arrestaron a Ricardo con otra mujer en una redada" . Esa fue la confirmación número 188. "Doña Carmen", dije con una calma que no sabía que poseía. "Quiero el divorcio". Ella me miró, y no encontró ninguna duda en mi rostro. "Te ayudaré", dijo finalmente, con la voz firme. En los días siguientes, apenas miré a mi hijo en la incubadora. No podía permitirme amarlo. Él era la llave para salir de esa jaula de oro. Yo me iría sin nada, como llegué a este mundo. Cuando Ricardo apareció, en lugar de preguntar por el bebé, exigió una prueba de paternidad. Fue entonces que abrí los ojos. No iba a llorar, ni a gritar. Solo iba a ser libre.

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