Su Arrogancia, Mi Corazón Roto

Su Arrogancia, Mi Corazón Roto

Gavin

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Valeria apareció en la preparatoria como siempre, con la barbilla en alto y esa mirada de superioridad que nos perdonaba la vida al resto. Se sentaba a mi lado, y parecía que sus historias de lujos infinitos eran el pan de cada día, un sinfín de mentiras sobre choferes, mansiones y viajes a Europa que, al principio, daban risa, pero con el tiempo solo causaban una mezcla incómoda de lástima y hartazgo. La vi en el mercado de la Guerrero un día, con su uniforme desgastado y sus zapatos rotos, escondiéndose detrás de un puesto de nopales, pálida de terror al verme. Esa imagen chocaba brutalmente con la de la "princesa" que hablaba de cenas de gala; no pude más y, consumido por la rabia, la encaré directamente, destrozando sus fantasías frente a toda la clase. Le grité que no tenía chofer, que sus zapatos estaban rotos y que su uniforme era viejo. Su furia fue helada: "¡No te atrevas a hablar de mi familia! ¡Mi padre es un hombre de honor! ¡Mi madre es una dama!" . Mi confrontación, sin embargo, no fue suficiente para detenerla; Valeria continuó tejiendo su red de falsedades, cada vez más elaboradas y desesperadas. Un día, la maestra anunció que Valeria había recibido una beca para alumnos de bajos recursos, que ella rechazó con la misma arrogancia de siempre, alegando que su familia no necesitaba "caridad" . No pude contenerme y la increpé, revelando a gritos su verdadera dirección: "¡Vives en la vecindad de la San Simón! ¡Tu mamá limpia casas!" . Valeria, con el rostro descompuesto, me abofeteó; su dolor era tan puro que me dejó sin aliento, y aunque nos suspendieron, el escándalo ya era imparable. El ciberacoso hacia Valeria explotó; la llamaban "Princesa de la Basura" y "Lady Mentiras" . La culpa me carcomía, así que la busqué. En su vecindad, la abuela de un vecino me reveló la verdad: sus padres no eran empresarios, sino militares, caídos en acción, dos años atrás, en una emboscada narco en Sinaloa. Corrí al Panteón Militar, y ahí, frente a las tumbas con los nombres de la Capitán y la Teniente, Valeria me confesó todo: sus mentiras eran un escudo para proteger el honor de sus padres y evitar la lástima. Y así fue como, entre cámaras y Generales del Ejército, la escuela entera descubrió su verdad, y Valeria, por primera vez, se permitió llorar con orgullo. Al graduarse, solo aplicó a un lugar: el Heroico Colegio Militar. Sabía que en ese abrazo de despedida, Valeria no solo me agradecía por haberla liberado de sus mentiras, sino que también se despedía de la niña que alguna vez fue, para convertirse en la soldado que siempre estuvo destinada a ser.

Introducción

Valeria apareció en la preparatoria como siempre, con la barbilla en alto y esa mirada de superioridad que nos perdonaba la vida al resto.

Se sentaba a mi lado, y parecía que sus historias de lujos infinitos eran el pan de cada día, un sinfín de mentiras sobre choferes, mansiones y viajes a Europa que, al principio, daban risa, pero con el tiempo solo causaban una mezcla incómoda de lástima y hartazgo.

La vi en el mercado de la Guerrero un día, con su uniforme desgastado y sus zapatos rotos, escondiéndose detrás de un puesto de nopales, pálida de terror al verme.

Esa imagen chocaba brutalmente con la de la "princesa" que hablaba de cenas de gala; no pude más y, consumido por la rabia, la encaré directamente, destrozando sus fantasías frente a toda la clase.

Le grité que no tenía chofer, que sus zapatos estaban rotos y que su uniforme era viejo.

Su furia fue helada: "¡No te atrevas a hablar de mi familia! ¡Mi padre es un hombre de honor! ¡Mi madre es una dama!" .

Mi confrontación, sin embargo, no fue suficiente para detenerla; Valeria continuó tejiendo su red de falsedades, cada vez más elaboradas y desesperadas.

Un día, la maestra anunció que Valeria había recibido una beca para alumnos de bajos recursos, que ella rechazó con la misma arrogancia de siempre, alegando que su familia no necesitaba "caridad" .

No pude contenerme y la increpé, revelando a gritos su verdadera dirección: "¡Vives en la vecindad de la San Simón! ¡Tu mamá limpia casas!" .

Valeria, con el rostro descompuesto, me abofeteó; su dolor era tan puro que me dejó sin aliento, y aunque nos suspendieron, el escándalo ya era imparable.

El ciberacoso hacia Valeria explotó; la llamaban "Princesa de la Basura" y "Lady Mentiras" .

La culpa me carcomía, así que la busqué.

En su vecindad, la abuela de un vecino me reveló la verdad: sus padres no eran empresarios, sino militares, caídos en acción, dos años atrás, en una emboscada narco en Sinaloa.

Corrí al Panteón Militar, y ahí, frente a las tumbas con los nombres de la Capitán y la Teniente, Valeria me confesó todo: sus mentiras eran un escudo para proteger el honor de sus padres y evitar la lástima.

Y así fue como, entre cámaras y Generales del Ejército, la escuela entera descubrió su verdad, y Valeria, por primera vez, se permitió llorar con orgullo.

Al graduarse, solo aplicó a un lugar: el Heroico Colegio Militar.

Sabía que en ese abrazo de despedida, Valeria no solo me agradecía por haberla liberado de sus mentiras, sino que también se despedía de la niña que alguna vez fue, para convertirse en la soldado que siempre estuvo destinada a ser.

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