Un Matrimonio Sin Alma

Un Matrimonio Sin Alma

Gavin

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Capítulo

Mi teléfono sonó, rompiendo el silencio gélido de la sala de espera del hospital. El nombre de mi esposa, Elena, brillaba en la pantalla, pero no era ella; era yo quien acababa de intentar contactarla por décima vez. Finalmente, Elena contestó, su voz, acompañada por el ruido de una fiesta, sonaba molesta: "¿Qué quieres, Ricardo? Te dije que no me molestaras, hoy es mi cumpleaños." Le informé, con la voz quebrada, del grave accidente que habían sufrido sus padres, quienes viajaban en el coche que le regalé. Ella no solo se rio, sino que se burló de mí, acusándome de inventar todo para impedirle viajar. "Estás patético, ya estoy en el aeropuerto", espetó con indiferencia, e incluso me exigió que firmara por ella la autorización para la cirugía que sus padres necesitaban urgentemente. Se atrevió a decir: "Para eso eres el yerno perfecto, ¿no?" Después de confesarle que no podía firmar porque no estábamos legalmente casados, me colgó. Minutos después, volvía a llamarle, pero ella solo gritaba que la dejara en paz y que ya estaba en el avión. Me sentí completamente impotente, una cruel ironía considerando todo el dinero y el poder que tenía. Escuché que el médico nos daba la terrible noticia: "No lo lograron". Miré las puertas de quirófano en las que había estado concentrado todo el tiempo y en las que mi vida se había desvanecido. En el funeral de mis suegros, no podía entender cómo ella podía ser tan egoísta. "¿Es que no lo sabía?" se preguntaban todos, susurrando, mezclando lástima y desprecio por mí. Me sentí humillado mientras ella se iba con Sebastián. Lo había soportado todo por amor, o por lo que creía que era amor. ¡Qué idiota había sido! La rabia, fría y afilada, comenzó a reemplazar el vacío. Fue entonces cuando la vi en la playa con su amante, Sebastian Rojas, con el coche que le regalé de fondo en la foto, el mismo que ahora era un amasijo de hierros. En ese momento, no sentí nada. Me di la vuelta y me fui, sin mirar atrás. ¡Este era el final!

Introducción

Mi teléfono sonó, rompiendo el silencio gélido de la sala de espera del hospital. El nombre de mi esposa, Elena, brillaba en la pantalla, pero no era ella; era yo quien acababa de intentar contactarla por décima vez.

Finalmente, Elena contestó, su voz, acompañada por el ruido de una fiesta, sonaba molesta: "¿Qué quieres, Ricardo? Te dije que no me molestaras, hoy es mi cumpleaños." Le informé, con la voz quebrada, del grave accidente que habían sufrido sus padres, quienes viajaban en el coche que le regalé.

Ella no solo se rio, sino que se burló de mí, acusándome de inventar todo para impedirle viajar. "Estás patético, ya estoy en el aeropuerto", espetó con indiferencia, e incluso me exigió que firmara por ella la autorización para la cirugía que sus padres necesitaban urgentemente. Se atrevió a decir: "Para eso eres el yerno perfecto, ¿no?" Después de confesarle que no podía firmar porque no estábamos legalmente casados, me colgó.

Minutos después, volvía a llamarle, pero ella solo gritaba que la dejara en paz y que ya estaba en el avión. Me sentí completamente impotente, una cruel ironía considerando todo el dinero y el poder que tenía.

Escuché que el médico nos daba la terrible noticia: "No lo lograron". Miré las puertas de quirófano en las que había estado concentrado todo el tiempo y en las que mi vida se había desvanecido. En el funeral de mis suegros, no podía entender cómo ella podía ser tan egoísta. "¿Es que no lo sabía?" se preguntaban todos, susurrando, mezclando lástima y desprecio por mí.

Me sentí humillado mientras ella se iba con Sebastián. Lo había soportado todo por amor, o por lo que creía que era amor. ¡Qué idiota había sido! La rabia, fría y afilada, comenzó a reemplazar el vacío.

Fue entonces cuando la vi en la playa con su amante, Sebastian Rojas, con el coche que le regalé de fondo en la foto, el mismo que ahora era un amasijo de hierros. En ese momento, no sentí nada. Me di la vuelta y me fui, sin mirar atrás. ¡Este era el final!

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