Mi Hermana, Mi Tormento

Mi Hermana, Mi Tormento

Gavin

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He amado a Adrián de la Cruz durante una década, soñando con el día de nuestra boda, que estaba a solo una semana. Pero mis sueños se hicieron pedazos cuando lo escuché en la capilla, confesando que nuestra unión era una farsa, un mero pretexto para acercase a mi hermana Catalina, sumida en coma. Mi mundo se derrumbó. La ruptura de nuestro compromiso desató la ruina de mi familia, forzándome a casarme con Mateo Vargas, un magnate temido, quien, a cambio, nos salvó y "despertó" a Catalina. Pero su regreso no fue una bendición: mi propia hermana me humilló sin piedad y, con una crueldad inimaginable, destrozó las manos que me daban sustento. Era la restauradora, mi vida era el arte. Sentía un vacío inmenso. El desprecio de Adrián solo profundizó la herida. Me sentía una pieza de ajedrez en un juego cruel. ¿Cómo podía la persona que amé convertirme en este despojo? ¿Por qué la crueldad de mi propia sangre era tan profunda? Fue en Ibiza, al ver a Adrián y Catalina alardeando de su "amor verdadero" en las redes, cuando el corazón que creí irreparablemente roto se hizo añicos por completo. Cansada de lágrimas y cenizas, decidí abrazar el destino y mi matrimonio de papel con Mateo. Pero él, en un giro sorprendente, me reveló que no me buscó por obligación, sino porque yo, una niña con un vestido amarillo, le ofrecí consuelo y una parte de mi chocolate cuando era un huérfano solitario. ¡Me había buscado durante veinte años! ¿Podría este hombre temido ser, en realidad, mi refugio inesperado? ¿Y qué nuevos peligros acecharían ahora que el verdadero pasado de mi hermana comenzaba a salir a la luz, amenazando con destruir mi última esperanza?

Introducción

He amado a Adrián de la Cruz durante una década, soñando con el día de nuestra boda, que estaba a solo una semana.

Pero mis sueños se hicieron pedazos cuando lo escuché en la capilla, confesando que nuestra unión era una farsa, un mero pretexto para acercase a mi hermana Catalina, sumida en coma.

Mi mundo se derrumbó.

La ruptura de nuestro compromiso desató la ruina de mi familia, forzándome a casarme con Mateo Vargas, un magnate temido, quien, a cambio, nos salvó y "despertó" a Catalina.

Pero su regreso no fue una bendición: mi propia hermana me humilló sin piedad y, con una crueldad inimaginable, destrozó las manos que me daban sustento.

Era la restauradora, mi vida era el arte.

Sentía un vacío inmenso.

El desprecio de Adrián solo profundizó la herida.

Me sentía una pieza de ajedrez en un juego cruel.

¿Cómo podía la persona que amé convertirme en este despojo?

¿Por qué la crueldad de mi propia sangre era tan profunda?

Fue en Ibiza, al ver a Adrián y Catalina alardeando de su "amor verdadero" en las redes, cuando el corazón que creí irreparablemente roto se hizo añicos por completo.

Cansada de lágrimas y cenizas, decidí abrazar el destino y mi matrimonio de papel con Mateo.

Pero él, en un giro sorprendente, me reveló que no me buscó por obligación, sino porque yo, una niña con un vestido amarillo, le ofrecí consuelo y una parte de mi chocolate cuando era un huérfano solitario.

¡Me había buscado durante veinte años!

¿Podría este hombre temido ser, en realidad, mi refugio inesperado?

¿Y qué nuevos peligros acecharían ahora que el verdadero pasado de mi hermana comenzaba a salir a la luz, amenazando con destruir mi última esperanza?

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El resultado positivo de la prueba de embarazo temblaba en mis manos. Llevaba tres años casada con Mateo y este bebé era la pieza que nos faltaba. Decidí que era el momento de decirle la verdad: yo era Sofía Alarcón, la hija del magnate de los medios más poderoso de México, Don Ricardo. Mi padre, por mi insistencia, invertiría en su empresa para salvarla. Pero todo se desmoronó con un mensaje. Una foto. Mateo abrazando a su socia, Isabella. "Celebrando nuestro futuro juntos. Te amo, mi vida." Mi corazón se detuvo. Y luego él entró. "Quiero el divorcio," soltó. No solo me dejaba, sino que se casaría con Isabella, porque según él, ella era hija del Senador Ramírez. "¿Estás escuchando la locura que dices?" le grité. La rabia me consumió. Mi mano se movió. ¡PLAF! Le di una bofetada. En medio de la discusión, me empujó. Caí. Un dolor agudo. La sangre. Estaba perdiendo a mi bebé. Desperté en el hospital, mi madre a mi lado, sus lágrimas confirmando mis peores miedos. "Lo siento mucho, mi amor. El bebé…" Él me lo quitó. Él y esa mujer. Me arrebataron a mi hijo. "Van a pagar. Se lo juro. Voy a destruirles." Y así, con el dolor aún fresco, les envié un mensaje. "Estoy lista para firmar el divorcio. Encontrémonos en el registro civil en una hora. Trae a tu socia. Quiero que todo quede claro." Llegaron radiantes, ella embarazada. Mateo me reclamó: "¿Y el bebé?" "Lo perdí." "¡Sabías lo importante que era ese niño para mí! ¡¿Cómo pudiste ser tan descuidada?!" La ironía me quemaba. Firmamos los papeles. Y diez minutos después, se disponían a casarse. "Disculpe, señorita," dijo la funcionaria a Isabella. "Hay un problema con su acta de nacimiento. Aquí dice que su padre es Ricardo… Ricardo A." Yo sonreí. "Qué extraño. Mi padre también se llama Ricardo Alarcón. Y recuerdo que una vez mencionó haber puesto a la hija de una empleada en su registro para ayudarla. Una niña llamada Isabella… Isabella García." El pánico en sus ojos fue mi primera victoria. Y la venganza, apenas comenzaba.

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En tres años de matrimonio, mi esposo Ricardo me engañó 187 veces. Llevaba la cuenta, no por masoquismo, sino como un recordatorio constante de la farsa de mi vida. Con nueve meses de embarazo, el peso de mi vientre era casi tan abrumador como mi desilusión. Ricardo me arrastró a una reunión de negocios, exigiéndome ser la "esposa perfecta" . Allí, bajo presión y con su aliento a alcohol en mi oído, me obligó a beber un tequila, a pesar de mi avanzado estado. "No pasa nada por un trago, mujer. No exageres", siseó. Inmediatamente, un calambre agudo y violento me recorrió el vientre. El parto se adelantó. Nueve horas de labor, sola. Ricardo me abandonó en la entrada de urgencias para "cerrar el trato" . Cuando nació mi hijo, pequeño y frágil, fue directo a la incubadora. Y Ricardo no estaba. A la mañana siguiente, mi suegra, Doña Carmen, entró a mi habitación. "Prendí la televisión. Arrestaron a Ricardo con otra mujer en una redada" . Esa fue la confirmación número 188. "Doña Carmen", dije con una calma que no sabía que poseía. "Quiero el divorcio". Ella me miró, y no encontró ninguna duda en mi rostro. "Te ayudaré", dijo finalmente, con la voz firme. En los días siguientes, apenas miré a mi hijo en la incubadora. No podía permitirme amarlo. Él era la llave para salir de esa jaula de oro. Yo me iría sin nada, como llegué a este mundo. Cuando Ricardo apareció, en lugar de preguntar por el bebé, exigió una prueba de paternidad. Fue entonces que abrí los ojos. No iba a llorar, ni a gritar. Solo iba a ser libre.

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