Divorcio: Mi Regreso a Casa

Divorcio: Mi Regreso a Casa

Gavin

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Capítulo

La muerte de mi padre, un charro de palabra y honor, fue el golpe que me despertó. Me obligó a ver mi vida: un triste reflejo de los deseos de mi esposo, el Capitán Ricardo. Así que, después de cinco años de silencio, tomé una decisión inquebrantable: el divorcio. Regresaría a San Miguel, mi hogar, para no marcharme jamás. Ricardo no hizo el menor intento de acompañarme al entierro de mi padre. Ni una llamada, ni un mensaje. Nada. Al volver a casa esa noche, lo encontré dispuesto a salir, con la cena que yo había preparado-fría y abandonada-lista para Ximena. Me rompió que mi dolor lo dejara indiferente, pero la enfermedad de "ella" lo consumiera. Luego, con una calma que me asombró, le tendí un documento. Dije que era un permiso de trabajo. Era el principio de mi libertad. Sin leer ni una palabra, lo firmó. Una semana antes, mi padre me había pedido, con su último aliento, que no culpara a Ricardo, que era un buen hombre. Pero papá, Ricardo no estaba ocupado con la patria. Estaba ocupado con Ximena. En la oficina, mi antiguo escritorio estaba ahora lleno de sus pertenencias. Cuando tiré sus cosas al suelo, ella apareció, chillando. Detrás de ella, Ricardo, que no dudó en reprenderme. "Sofía, ¿qué te pasa? ¿Desde cuándo te has vuelto tan mezquina?" Cuando tropecé por culpa de Ximena y se cayeron mis papeles, Ricardo se apresuró a recogerlos. "¿Carta de renuncia? Y esta otra es..." En ese instante, mi corazón se encogió. Mi esposo, a quien amaba, solo podía pensar en una cosa: el puesto permanente para Ximena. "Oye, Sofía, ¿podrías escribir una carta de recomendación para Ximena? Con tu ayuda, seguro que tiene más posibilidades de conseguir la plaza fija." Mi "sí" fue el último susurro de amor que le entregué. Pensé que sería el pago final por nuestros cinco años de matrimonio. En nuestra última cena, con invitados, Ricardo se indignó al ver el mole, las enchiladas, los chiles rellenos, mis platillos favoritos. "Sofía, ¿por qué preparaste tantos platillos que a Ximena no le gustan?" Ricardo y Ximena se fueron a un restaurante, dejándome sola con la comida y el abandono. Fue entonces cuando Ricardo finalmente descubrió mi plan. "¡Capitán Ricardo! ¡La Maestra Sofía le dejó una carta! Es... es una solicitud de... de divorcio..." Su rostro se transformó en una máscara de incomprensión y dolor. Ximena, con el tobillo lesionado, intentó aferrarse a él. Pero él la apartó. "¡Ah!" Ricardo estaba ciego. Ciego a mi sufrimiento. Ciego a la verdad. Ciego a todo lo que no fuera ella. Desesperado, golpeó la puerta del comisario. "¡Cuando fue esto! ¡Yo no firmé esta solicitud!" El comisario reveló el engaño de Ximena: ella interceptó el mensaje sobre la muerte de mi padre, negándome la oportunidad de la comprensión y el apoyo de Ricardo. Cuando Ricardo se enteró de la verdad, regresó a su casa. En medio de los escombros de su propia creación, solo quedaba un vacío devastador. Tiempo después, en San Miguel, mientras ayudaba a los niños en el huerto, lo vi de lejos. Ricardo estaba cubierto de polvo. Parecía más delgado, más cansado. Sus ojos, enrojecidos. Tal vez no fue la brisa.

Introducción

La muerte de mi padre, un charro de palabra y honor, fue el golpe que me despertó.

Me obligó a ver mi vida: un triste reflejo de los deseos de mi esposo, el Capitán Ricardo.

Así que, después de cinco años de silencio, tomé una decisión inquebrantable: el divorcio.

Regresaría a San Miguel, mi hogar, para no marcharme jamás. Ricardo no hizo el menor intento de acompañarme al entierro de mi padre. Ni una llamada, ni un mensaje. Nada.

Al volver a casa esa noche, lo encontré dispuesto a salir, con la cena que yo había preparado-fría y abandonada-lista para Ximena.

Me rompió que mi dolor lo dejara indiferente, pero la enfermedad de "ella" lo consumiera.

Luego, con una calma que me asombró, le tendí un documento. Dije que era un permiso de trabajo. Era el principio de mi libertad.

Sin leer ni una palabra, lo firmó.

Una semana antes, mi padre me había pedido, con su último aliento, que no culpara a Ricardo, que era un buen hombre.

Pero papá, Ricardo no estaba ocupado con la patria. Estaba ocupado con Ximena.

En la oficina, mi antiguo escritorio estaba ahora lleno de sus pertenencias.

Cuando tiré sus cosas al suelo, ella apareció, chillando. Detrás de ella, Ricardo, que no dudó en reprenderme.

"Sofía, ¿qué te pasa? ¿Desde cuándo te has vuelto tan mezquina?"

Cuando tropecé por culpa de Ximena y se cayeron mis papeles, Ricardo se apresuró a recogerlos.

"¿Carta de renuncia? Y esta otra es..."

En ese instante, mi corazón se encogió.

Mi esposo, a quien amaba, solo podía pensar en una cosa: el puesto permanente para Ximena.

"Oye, Sofía, ¿podrías escribir una carta de recomendación para Ximena? Con tu ayuda, seguro que tiene más posibilidades de conseguir la plaza fija."

Mi "sí" fue el último susurro de amor que le entregué. Pensé que sería el pago final por nuestros cinco años de matrimonio.

En nuestra última cena, con invitados, Ricardo se indignó al ver el mole, las enchiladas, los chiles rellenos, mis platillos favoritos.

"Sofía, ¿por qué preparaste tantos platillos que a Ximena no le gustan?"

Ricardo y Ximena se fueron a un restaurante, dejándome sola con la comida y el abandono.

Fue entonces cuando Ricardo finalmente descubrió mi plan.

"¡Capitán Ricardo! ¡La Maestra Sofía le dejó una carta! Es... es una solicitud de... de divorcio..."

Su rostro se transformó en una máscara de incomprensión y dolor. Ximena, con el tobillo lesionado, intentó aferrarse a él. Pero él la apartó.

"¡Ah!"

Ricardo estaba ciego. Ciego a mi sufrimiento. Ciego a la verdad. Ciego a todo lo que no fuera ella.

Desesperado, golpeó la puerta del comisario.

"¡Cuando fue esto! ¡Yo no firmé esta solicitud!"

El comisario reveló el engaño de Ximena: ella interceptó el mensaje sobre la muerte de mi padre, negándome la oportunidad de la comprensión y el apoyo de Ricardo.

Cuando Ricardo se enteró de la verdad, regresó a su casa.

En medio de los escombros de su propia creación, solo quedaba un vacío devastador.

Tiempo después, en San Miguel, mientras ayudaba a los niños en el huerto, lo vi de lejos.

Ricardo estaba cubierto de polvo. Parecía más delgado, más cansado. Sus ojos, enrojecidos.

Tal vez no fue la brisa.

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