El Labial Rosa de la Traición

El Labial Rosa de la Traición

Gavin

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Capítulo

La noche de nuestro quinto aniversario, Ricardo rentó el restaurante más exclusivo de Polanco solo para nosotros. Me sentía la protagonista de un cuento de hadas, con orquesta de cuerdas, pétalos de rosas y un chef famoso. Ricardo se arrodilló, me entregó un collar de diamantes y me prometió hacerme la mujer más feliz del mundo. Todos aplaudieron, el beso fue de película y al día siguiente los titulares decían: "El novio perfecto" . Esa noche, en nuestra mansión en Las Lomas, mientras él se duchaba, metí la mano en el bolsillo de su esmoquin. Y saqué un objeto pequeño y cilíndrico. Era un lápiz labial. Pero no era mío; era de un rosa chillón, fosforescente, pegajoso y barato. Un olor dulzón y artificial, como a chicle de fresa, me invadió. Me quedé helada. Ricardo era un hombre obsesionado con el lujo, nunca habría algo tan corriente cerca de él. Entonces, un recuerdo fugaz cruzó mi mente. Carmen, mi asistente, llevaba ese mismo labial rosa hace unas semanas. "¿Te gusta mi nuevo labial, Sofía? Ricardo dijo que me veía muy... fresca con él," me había dicho con una sonrisa extraña. En ese momento, no le di importancia. Pero ahora, con ese labial en mi mano, sus palabras resonaban de una forma siniestra. Ricardo salió del baño, radiante. "¿Lista para la segunda parte de la celebración, mi amor?" Su sonrisa se desvaneció al ver el labial. "¿Qué es eso?" , preguntó, tratando de sonar despreocupado. "Lo encontré en tu saco," dije, la voz más calmada que pude fingir. "Es un color... interesante. No es mío." Se rio, una risa forzada. "Ah, eso. ¡Qué tonto! Debe ser de alguna invitada. Tíralo, mi vida, es una porquería." Me quitó el labial, lo tiró a la basura con desdén y me abrazó. "No dejes que una tontería así arruine nuestra noche. La única mujer que me importa eres tú." Me besó en el cuello, pero su tacto, que antes me derretía, ahora se sentía frío, calculado. Asentí, forzando una sonrisa. "Tienes razón. Es una tontería." Pero mientras él me llevaba a la cama, supe, con una certeza que me heló los huesos, que Ricardo era un mentiroso. Y que mi cuento de hadas se había terminado.

Introducción

La noche de nuestro quinto aniversario, Ricardo rentó el restaurante más exclusivo de Polanco solo para nosotros.

Me sentía la protagonista de un cuento de hadas, con orquesta de cuerdas, pétalos de rosas y un chef famoso.

Ricardo se arrodilló, me entregó un collar de diamantes y me prometió hacerme la mujer más feliz del mundo.

Todos aplaudieron, el beso fue de película y al día siguiente los titulares decían: "El novio perfecto" .

Esa noche, en nuestra mansión en Las Lomas, mientras él se duchaba, metí la mano en el bolsillo de su esmoquin.

Y saqué un objeto pequeño y cilíndrico.

Era un lápiz labial.

Pero no era mío; era de un rosa chillón, fosforescente, pegajoso y barato.

Un olor dulzón y artificial, como a chicle de fresa, me invadió.

Me quedé helada.

Ricardo era un hombre obsesionado con el lujo, nunca habría algo tan corriente cerca de él.

Entonces, un recuerdo fugaz cruzó mi mente.

Carmen, mi asistente, llevaba ese mismo labial rosa hace unas semanas.

"¿Te gusta mi nuevo labial, Sofía? Ricardo dijo que me veía muy... fresca con él," me había dicho con una sonrisa extraña.

En ese momento, no le di importancia.

Pero ahora, con ese labial en mi mano, sus palabras resonaban de una forma siniestra.

Ricardo salió del baño, radiante.

"¿Lista para la segunda parte de la celebración, mi amor?"

Su sonrisa se desvaneció al ver el labial.

"¿Qué es eso?" , preguntó, tratando de sonar despreocupado.

"Lo encontré en tu saco," dije, la voz más calmada que pude fingir. "Es un color... interesante. No es mío."

Se rio, una risa forzada.

"Ah, eso. ¡Qué tonto! Debe ser de alguna invitada. Tíralo, mi vida, es una porquería."

Me quitó el labial, lo tiró a la basura con desdén y me abrazó.

"No dejes que una tontería así arruine nuestra noche. La única mujer que me importa eres tú."

Me besó en el cuello, pero su tacto, que antes me derretía, ahora se sentía frío, calculado.

Asentí, forzando una sonrisa.

"Tienes razón. Es una tontería."

Pero mientras él me llevaba a la cama, supe, con una certeza que me heló los huesos, que Ricardo era un mentiroso.

Y que mi cuento de hadas se había terminado.

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5.0

Mi mano temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio, un acto que sellaría el fin de mi matrimonio con Isabella y pondría en marcha un futuro incierto. Pero para mí, Ricardo Vargas, ese no era el final, sino el comienzo de una segunda oportunidad, un milagro inexplicable tras una pesadilla que ya había vivido una vez. Recordaba la ceguera de Isabella, su devoción absoluta por su hermana, Camila, y su sobrino mimado, Mateo, cómo mi hogar se convirtió en una fuente inagotable de recursos para ellos, mientras mi propia hija, Sofía, era ignorada. La imagen más dolorosa, la que me había despertado sudando frío, era la de mi pequeña Sofía, de solo cinco años, ardiendo en fiebre, luchando por respirar. Mientras yo, desesperado, llamaba a Isabella una y otra vez sin obtener respuesta; ella, como siempre, atendía los caprichos de su hermana. Cuando finalmente regresó a casa, ya era demasiado tarde: la vida de Sofía se había apagado en la soledad de su habitación, y con ella, el alma de Ricardo se había roto en mil pedazos. Ahora que el destino me había dado una segunda oportunidad, me di cuenta de que mi esposa ni siquiera conocía a su propia hija. Necesitaba una prueba, un ultimátum silencioso, y así se lo propuse a mi Sofía: "Cuando mamá llegue, si viene a verte a ti primero y te da un beso, nos quedaremos aquí todos juntos; pero si va primero a ver a tu primo Mateo, entonces tú y yo nos iremos de viaje, un viaje muy largo, solo nosotros dos, ¿estás de acuerdo?". Unos minutos después, el auto de Isabella se estacionó afuera y escuchamos su voz melosa y preocupada: "¡Camila! ¡Mateíto, mi vida! ¿Cómo están? Vine en cuanto me dijiste que el niño tenía tos". Y así, la traición se confirmó, fresca y punzante como la primera vez, mientras veía la silenciosa decepción en los ojitos de mi Sofía. En ese momento, la rabia crecía en mi interior, y me di cuenta de que Isabella no había cambiado; ella nunca cambiaría. No sabía que esta vez, yo sí lo haría.

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