El Precio de Su Ciego

El Precio de Su Ciego

Gavin

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Capítulo

Mi mano temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio, un acto que sellaría el fin de mi matrimonio con Isabella y pondría en marcha un futuro incierto. Pero para mí, Ricardo Vargas, ese no era el final, sino el comienzo de una segunda oportunidad, un milagro inexplicable tras una pesadilla que ya había vivido una vez. Recordaba la ceguera de Isabella, su devoción absoluta por su hermana, Camila, y su sobrino mimado, Mateo, cómo mi hogar se convirtió en una fuente inagotable de recursos para ellos, mientras mi propia hija, Sofía, era ignorada. La imagen más dolorosa, la que me había despertado sudando frío, era la de mi pequeña Sofía, de solo cinco años, ardiendo en fiebre, luchando por respirar. Mientras yo, desesperado, llamaba a Isabella una y otra vez sin obtener respuesta; ella, como siempre, atendía los caprichos de su hermana. Cuando finalmente regresó a casa, ya era demasiado tarde: la vida de Sofía se había apagado en la soledad de su habitación, y con ella, el alma de Ricardo se había roto en mil pedazos. Ahora que el destino me había dado una segunda oportunidad, me di cuenta de que mi esposa ni siquiera conocía a su propia hija. Necesitaba una prueba, un ultimátum silencioso, y así se lo propuse a mi Sofía: "Cuando mamá llegue, si viene a verte a ti primero y te da un beso, nos quedaremos aquí todos juntos; pero si va primero a ver a tu primo Mateo, entonces tú y yo nos iremos de viaje, un viaje muy largo, solo nosotros dos, ¿estás de acuerdo?". Unos minutos después, el auto de Isabella se estacionó afuera y escuchamos su voz melosa y preocupada: "¡Camila! ¡Mateíto, mi vida! ¿Cómo están? Vine en cuanto me dijiste que el niño tenía tos". Y así, la traición se confirmó, fresca y punzante como la primera vez, mientras veía la silenciosa decepción en los ojitos de mi Sofía. En ese momento, la rabia crecía en mi interior, y me di cuenta de que Isabella no había cambiado; ella nunca cambiaría. No sabía que esta vez, yo sí lo haría.

Introducción

Mi mano temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio, un acto que sellaría el fin de mi matrimonio con Isabella y pondría en marcha un futuro incierto.

Pero para mí, Ricardo Vargas, ese no era el final, sino el comienzo de una segunda oportunidad, un milagro inexplicable tras una pesadilla que ya había vivido una vez.

Recordaba la ceguera de Isabella, su devoción absoluta por su hermana, Camila, y su sobrino mimado, Mateo, cómo mi hogar se convirtió en una fuente inagotable de recursos para ellos, mientras mi propia hija, Sofía, era ignorada.

La imagen más dolorosa, la que me había despertado sudando frío, era la de mi pequeña Sofía, de solo cinco años, ardiendo en fiebre, luchando por respirar.

Mientras yo, desesperado, llamaba a Isabella una y otra vez sin obtener respuesta; ella, como siempre, atendía los caprichos de su hermana.

Cuando finalmente regresó a casa, ya era demasiado tarde: la vida de Sofía se había apagado en la soledad de su habitación, y con ella, el alma de Ricardo se había roto en mil pedazos.

Ahora que el destino me había dado una segunda oportunidad, me di cuenta de que mi esposa ni siquiera conocía a su propia hija.

Necesitaba una prueba, un ultimátum silencioso, y así se lo propuse a mi Sofía: "Cuando mamá llegue, si viene a verte a ti primero y te da un beso, nos quedaremos aquí todos juntos; pero si va primero a ver a tu primo Mateo, entonces tú y yo nos iremos de viaje, un viaje muy largo, solo nosotros dos, ¿estás de acuerdo?".

Unos minutos después, el auto de Isabella se estacionó afuera y escuchamos su voz melosa y preocupada: "¡Camila! ¡Mateíto, mi vida! ¿Cómo están? Vine en cuanto me dijiste que el niño tenía tos".

Y así, la traición se confirmó, fresca y punzante como la primera vez, mientras veía la silenciosa decepción en los ojitos de mi Sofía.

En ese momento, la rabia crecía en mi interior, y me di cuenta de que Isabella no había cambiado; ella nunca cambiaría. No sabía que esta vez, yo sí lo haría.

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El sonido de mi guitarra, mi pasión, resonaba hueco en la hacienda que por diez años llamé hogar, un desafío silencioso a Diego, el hombre al que entregué mi alma y mi genio para construir su imperio de tequila. Pero su respuesta fue una traición helada: "Ximena, deja de hacer numeritos y sube a mi despacho. Ahora" . Y allí, sentado tras su imponente escritorio de caoba, me soltó la humillación más grande: "Quiero que tú y tu mariachi toquen en mi boda" . La boda que me había prometido a mí. No solo me descartaba por otra mujer, Sofía, sino que me exigía ponerle banda sonora a mi propia aniquilación, a mi propia traición. El golpe más cruel llegó en un susurro venenoso desde el pasillo, de boca de su lugarteniente, "El Chato", pero con las frías palabras de Diego resonando: "Ximena es buena para el negocio, para la guerra, para la calle. Pero para casarme, necesito algo… más puro. Una niña bien, educada, limpia. Ximena ya está muy corrida, muy vivida" . Cada palabra era un puñal que me desgarraba: "Sucia", "corrida", "vivida". Así me veía el hombre a quien le había dado todo, solo una herramienta para desechar cuando ya no le servía, valiendo menos que la inocencia fabricada de una desconocida. El dolor fue insoportable, pero en el fondo de ese abismo, algo se encendió: la rabia. La humillación se transformó en una determinación inquebrantable. Me levanté, la cabeza alta, y con una sonrisa forzada le dije: "Claro, Diego. Será un honor tocar en tu boda" . Pero esa no era Ximena, la víctima; era Ximena, la guerrera, a punto de desatar su venganza.

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El zumbido de mi teléfono vibró sobre la pulida mesa de conferencias, interrumpiendo mi presentación de resultados trimestrales. Era Mónica, mi mejor amiga, enviando un mensaje inusual durante mis horas de trabajo, insistiendo una y otra vez. Ignoré la primera, pero una punzada de inquietud me recorrió con la tercera. Con una disculpa formal a mi equipo, tomé el teléfono y vi el mensaje: "Tienes que ver esto, Ximena. Lo siento mucho." Debajo, un video. Le di play, y mi corazón se detuvo. En la pantalla, el agave azul de mi abuelo, "Sol de mi Abuelo", el legado de mi familia y ganador de tres premios, estaba arrancado. Brutalmente cortado y goteando savia en un balde de plástico barato. Para colmo de la humillación, un perro callejero se acercó y orinó sobre él. Mi respiración se atoró. Entonces, la cámara giró, revelando a Sofía, la nueva becaria de mi prometido, Ricardo, sonriendo con suficiencia. "¡Ricardo es el mejor!" exclamó con voz chillona. "¡Mi agave \'Pequeño Sol\' será la envidia de todos con la esencia de esta planta campeona!" Sentí cómo la sangre me abandonaba el rostro, luego regresaba con una furia helada. Ricardo, pregunté con voz plana: "¿Qué le hiciste a mi agave?" Él respondió, con una ligereza que me abofeteó: "Sofía lo necesitaba para la universidad. Se lo presté. Solo es una planta, Ximena." "Ricardo", dije, mi voz ahora un susurro mortal: "Tienes cinco minutos para traerla de vuelta. Intacta." Colgué, bloqueé su número y llamé a mi jefe de seguridad, Raúl. "Raúl", mi voz firme como el acero, "Te acabo de enviar una ubicación y dos fotos. Quiero que dos personas y una planta desaparezcan de ese lugar en menos de cinco minutos. Sin dejar rastro. Los daños que sufran son irrelevantes." La guerra acababa de empezar.

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