El Fin de una Obsesión

El Fin de una Obsesión

Gavin

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Capítulo

La noche en que el palacio anunció que el Príncipe Heredero elegiría a su consorte, Sofía, mi prometida, no regresó a casa. La esperé toda la noche, con el puño cerrado y el corazón apretado, en esa mansión Sánchez donde crecí como su huérfano "adoptado", destinado a ser su leal protector y, creí, su futuro esposo. Pero al amanecer, una carroza real trajo no solo a la arrogante figura del Príncipe Alejandro, sino también a Sofía, pálida y con la mirada perdida, su vestido arrugado. Él me entregó una prenda íntima de ella que yo mismo le había regalado, la olfateó lujuriosamente frente a mí y luego, con una sonrisa venenosa, declaró que Sofía tenía una piel increíblemente suave y que visitaría su habitación con frecuencia. Mi propia familia adoptiva, los Sánchez, me miró con servil alegría, ignorando mi dolor y vendiendo mi humillación sin dudarlo. Sofía, la mujer que amaba, me pidió con fría determinación que aceptara mi destino como un "cornudo por el bien de la familia". Un golpe que me lanzó al suelo, pero el verdadero golpe vino cuando mi "padre" adoptivo, el señor Sánchez, me azotó con un látigo, mostrándome que yo no era más que un perro guardián, un peón en su ascenso social. Me obligaron a aceptar el compromiso, a ser el marido de conveniencia, la fachada para su infamia, con la amenaza de horrores peores si me negaba. La rabia me consumió, el dolor afiló mi mente, y me di cuenta de que no solo querían humillarme; querían deshacerse de mí una vez que cumpliera mi propósito. Justo cuando la desesperación me invadía y planeaba huir, apareció Isabela, una princesa de sangre real, con ojos violetas y una propuesta inesperada: "Usted y yo tenemos un enemigo en común". Ella me ofreció una alianza, un plan para exponer su perversión y derribar al príncipe y a la familia que me había traicionado, transformando mi humillación en el arma más letal.

Introducción

La noche en que el palacio anunció que el Príncipe Heredero elegiría a su consorte, Sofía, mi prometida, no regresó a casa.

La esperé toda la noche, con el puño cerrado y el corazón apretado, en esa mansión Sánchez donde crecí como su huérfano "adoptado", destinado a ser su leal protector y, creí, su futuro esposo.

Pero al amanecer, una carroza real trajo no solo a la arrogante figura del Príncipe Alejandro, sino también a Sofía, pálida y con la mirada perdida, su vestido arrugado.

Él me entregó una prenda íntima de ella que yo mismo le había regalado, la olfateó lujuriosamente frente a mí y luego, con una sonrisa venenosa, declaró que Sofía tenía una piel increíblemente suave y que visitaría su habitación con frecuencia.

Mi propia familia adoptiva, los Sánchez, me miró con servil alegría, ignorando mi dolor y vendiendo mi humillación sin dudarlo.

Sofía, la mujer que amaba, me pidió con fría determinación que aceptara mi destino como un "cornudo por el bien de la familia".

Un golpe que me lanzó al suelo, pero el verdadero golpe vino cuando mi "padre" adoptivo, el señor Sánchez, me azotó con un látigo, mostrándome que yo no era más que un perro guardián, un peón en su ascenso social.

Me obligaron a aceptar el compromiso, a ser el marido de conveniencia, la fachada para su infamia, con la amenaza de horrores peores si me negaba.

La rabia me consumió, el dolor afiló mi mente, y me di cuenta de que no solo querían humillarme; querían deshacerse de mí una vez que cumpliera mi propósito.

Justo cuando la desesperación me invadía y planeaba huir, apareció Isabela, una princesa de sangre real, con ojos violetas y una propuesta inesperada: "Usted y yo tenemos un enemigo en común".

Ella me ofreció una alianza, un plan para exponer su perversión y derribar al príncipe y a la familia que me había traicionado, transformando mi humillación en el arma más letal.

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