Mi Hermana, Mi Peor Dolor

Mi Hermana, Mi Peor Dolor

Gavin

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El dulce y espeso olor a gas llenaba mis pulmones. Mis padres yacían inconscientes. Yo era la última en caer, una víctima más de la obsesión de mi hermana Elena por las narconovelas. Ella, sonriendo, nos había encerrado y abierto las llaves de la estufa, convencida de que así nos libraría de las deudas que ella misma había causado. Su delirio por ser la esposa del capo, la reina de un imperio, había culminado en este cruel sacrificio familiar. Cerré los ojos, sintiendo la oscuridad, mi último pensamiento fue un arrepentimiento profundo. "Debimos haberla detenido... haberla abandonado a su locura mucho antes." Entonces, desperté. El aroma era a huevos con chorizo, no a gas. El calendario marcaba el 15 de abril, un año antes de nuestra horrible muerte. Mis padres sonreían, pero sus ojos delataban un cansancio que no debía existir. "¿Ustedes también...?" Mi madre, con lágrimas en los ojos pero una expresión firme, confirmó: "Sí, Sofía. Lo recordamos todo." Mi padre dobló el periódico, su voz grave: "Esta vez, no haremos nada. Que se hunda sola." Un pacto silencioso se selló. Esa tarde, Elena entró corriendo, sus ojos brillando de emoción: "¡El Patrón dará una fiesta hoy! ¡Es mi oportunidad!" Mis padres y yo permanecimos mudos. Ya no había apoyo, solo un frío y pesado silencio. Esa noche no dormimos, esperamos. Y, como estaba escrito, el teléfono sonó en la madrugada. Era la policía.

Introducción

El dulce y espeso olor a gas llenaba mis pulmones.

Mis padres yacían inconscientes.

Yo era la última en caer, una víctima más de la obsesión de mi hermana Elena por las narconovelas.

Ella, sonriendo, nos había encerrado y abierto las llaves de la estufa, convencida de que así nos libraría de las deudas que ella misma había causado.

Su delirio por ser la esposa del capo, la reina de un imperio, había culminado en este cruel sacrificio familiar.

Cerré los ojos, sintiendo la oscuridad, mi último pensamiento fue un arrepentimiento profundo.

"Debimos haberla detenido... haberla abandonado a su locura mucho antes."

Entonces, desperté.

El aroma era a huevos con chorizo, no a gas.

El calendario marcaba el 15 de abril, un año antes de nuestra horrible muerte.

Mis padres sonreían, pero sus ojos delataban un cansancio que no debía existir.

"¿Ustedes también...?"

Mi madre, con lágrimas en los ojos pero una expresión firme, confirmó: "Sí, Sofía. Lo recordamos todo."

Mi padre dobló el periódico, su voz grave: "Esta vez, no haremos nada. Que se hunda sola."

Un pacto silencioso se selló.

Esa tarde, Elena entró corriendo, sus ojos brillando de emoción: "¡El Patrón dará una fiesta hoy! ¡Es mi oportunidad!"

Mis padres y yo permanecimos mudos.

Ya no había apoyo, solo un frío y pesado silencio.

Esa noche no dormimos, esperamos.

Y, como estaba escrito, el teléfono sonó en la madrugada.

Era la policía.

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El aroma a mole de olla recién hecho llenaba "Corazón de Maíz", mi restaurante con estrella Michelin. Esa noche, el éxito era más dulce por el secreto en mi bolsillo: dos boletos a París para celebrar cinco años con Sofía, mi esposa, a quien creía "estéril" por un diagnóstico devastador. Llegué a su apartamento parisino con un ramo de peonías, soñando con su cara de sorpresa. Pero la sorpresa fue mía: Sofía estaba ahí, con una máscara de pánico y un vientre ¡de seis meses de embarazo! "¿Armando? ¿Qué... qué haces aquí?", susurró, y mi mundo se derrumbó con el ruidoso golpe de las flores al caer. "¿Estás embarazada? ¿Mi esposa estéril?", espeté, pateando las flores en el pasillo mientras ella confirmaba lo impensable. "Nunca fui estéril. Falsifiqué el diagnóstico. No quería hijos, mi carrera despegaba." Cada palabra era un puñal. Y el bebé no era mío. Era de un tal Ricardo Mendoza, un torero, un exnovio. "¿Altruismo? ¡Estás loca! ¡Estás gestando el hijo de otro!", intenté gritarle, pero la rabia me ahogaba. Su argumento de "acto noble" me revolvió las entrañas, mientras mi cerebro intentaba procesar la monumental traición de los últimos cinco años. "O te deshaces de ese niño ahora, o nos divorciamos. Elige", solté, y su pánico se hizo evidente. De repente, un ruido metálico en la puerta: una llave, y apareció Ricardo, el torero, besando su vientre y luego sus labios. "¿Qué haces aquí, Robles? ¿Viniste a prepararnos la cena?", me dijo, con arrogancia, como si yo no existiera. La furia me cegó. "¡Voy a matarte, hijo de puta!", grité, y en ese instante, Sofía me empujó, ¡protegiéndolo a él! Mi puño se estrelló contra su mandíbula. El caos estalló. Él, el "enfermo terminal", me amenazó con hundirme. Justo cuando estaba a punto de golpearlo de nuevo, la policía irrumpió. Ricardo y Sofía, actuando como víctimas, me arrojaron a la cárcel. "Él es mi esposo, pero Ricardo y yo estamos juntos. Armando se volvió loco", declaró Sofía, y me convertí en el villano de su historia. En la celda, una idea se forjó: el verdadero poder no era el dinero ni la fama, sino quienes los controlaban. Había una pieza clave que ellos no esperaban. "No voy a pagarle ni un centavo", le dije al detective. Estaba harto de ser el perdedor. "Lo siento, Armando. Todo se salió de control", me dijo Sofía al día siguiente, pálida y arrepentida. "¿Se salió de control? ¿O simplemente siguió el guion que ustedes escribieron?", le espeté. Pero luego, una sonrisa fría: "Necesitamos hablar. Los tres. En un lugar neutral. Mañana." Ricardo, con aire de magnate, me ofreció un cheque con ceros infinitos para que desapareciera. Lo rompí en pedazos. "Qué generoso para un hombre que se está muriendo", le dije. "Nos falta una persona. La más importante, la que realmente tiene el poder aquí. La que paga por tus cigarros cubanos, Ricardo." Y justo entonces, la puerta de la suite se abrió, revelando a Isabella Vargas, la esposa de Ricardo, "La Viuda Negra".

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