No Tengo Más Para Perder

No Tengo Más Para Perder

Gavin

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Capítulo

La noticia del romance de Ricardo Vargas, el magnate tequilero, con Sofía, la estrella de telenovelas, acaparaba los titulares. Lo vi en la tableta que él dejó, y solo apagué la pantalla. Cinco años de matrimonio, cinco años de amantes pasajeras, me había acostumbrado a ignorarlo. No podía irme; mi padre, con leucemia, dependía de los recursos de Ricardo para su tratamiento. Acepté un papel minúsculo como doble de riesgo, una de sus muchas formas de humillarme sin saber que llevaba tres meses de embarazo. En el set, mientras esperaba para una caída, Sofía se me acercó. "Esme, qué valiente eres," dijo, "Ricardo me cuenta que harías cualquier cosa por dinero." Sus dedos, con uñas perfectas, manipularon el cable de mi arnés. Luego, solo sentí el vacío. Caí. Un dolor agudo me desgarró el vientre, el líquido caliente escurrió por mis piernas. Marqué a Ricardo, temblando. "¿Qué quieres, Esmeralda? Estoy ocupado," dijo con impaciencia, de fondo la risa coqueta de Sofía. "Ricardo... caí... el bebé..." Una pausa, luego su cruel carcajada. "¿Qué nuevo truco es este? ¿Ahora finges un aborto? Madura, Esmeralda." Sofía tomó el teléfono: "Ricardo está ocupado, ¿te importa si te llama después?" La llamada se cortó tras un beso y un gemido. Desperté en un hospital estéril. "Señora Vargas, ha perdido al bebé," dijo el médico. En ese instante, una enfermera pálida tartamudeó: "Señorita Ruiz, su padre... se enteró de su accidente..." Corrí. Él me miró, con tristeza infinita. "Hija... ya no sufras más por mí..." Luego, el monitor marcó una línea plana. Mi padre, mi bebé, y la vida que soñé. Tres vidas por una. Mi deuda con Ricardo estaba saldada. Regresé a la casa, sintiéndome vacía; Ricardo entró con el certificado de defunción de mi padre. "Así el viejo se rindió," dijo con una sonrisa burlona, rompiéndolo, "qué conveniente." Me ofreció un millón de pesos para que me callara. Sonreí, una sonrisa vacía. "Ya no necesito nada de ti, Ricardo." Su rostro se contrajo de rabia, arrojó el cheque y se fue. Luego, Mateo, su asistente, ofreció un lugar para mi padre en el mausoleo Vargas. "Dile a tu jefe que mi padre no necesita su caridad hipócrita," le dije. "Lo enterraré yo misma." Después, Ricardo me miró con odio: "¿Sabes por qué te odio tanto, Esmeralda? Porque tu padre mató a mi madre." Me reí. "Estás loco." Él tomó la urna de mi padre. "¿Qué te parecería si tu querido papito se une a la fiesta?" Grité, corrí, pero él me sujetó. "Te quedarás aquí y me servirás como la criada que eres." Al día siguiente, Sofía llegó. "Buenos días, Esme," dijo con una sonrisa triunfante. "Hoy vas a estar muy ocupada." Tomó el amuleto de jade de mi padre. "Accidentalmente" lo dejó caer. "Limpia esto," ordenó Ricardo, con un rostro inexpresivo. Esa noche en el balcón, Sofía dijo: "Sería muy fácil para mí decir que me empujaste." Ricardo apareció. "¡Asesina! ¿Quieres matarla como tu padre mató a mi madre?" "Revisa las cámaras, Ricardo," supliqué. "No necesito ver nada," respondió. "Sé exactamente qué clase de persona eres." Me dejó sola, temblando. Mateo susurró: "El señor la ama, su odio es más fuerte." Al día siguiente, decidí reabrir el caso de mi padre. Ricardo me llamó: "Prepárate, irás a un set a disculparte con Sofía." Era una trampa. En el set, tres hombres me atacaron. Luche, escapé, pero recibí golpes. Le envié un mensaje: "¿Por qué tanto odio, Ricardo? ¿Por qué?" Ricardo, al ver mi sangre en el set, corrió al acantilado. Unos pescadores dijeron que una mujer saltó. Encontró mi teléfono, lo desbloqueó con la fecha de nuestro aniversario. Descubrió la verdad: su padre engañó y maltrató a su madre, empujándola al suicidio. El odio, la mentira. Había destruido a la única mujer que amaba. Se arrepintió. Sofía fue arrestada. En mi habitación, encontró mi jazmín y la urna cambiada. Estaba viva. Tres meses después, en mi posada, apareció Ricardo. Me rogó perdón, me confesó su amor, las cicatrices de mi cuerpo y alma eran mi respuesta. "Esto," señalé mi brazo, "cuando perdí a nuestro hijo." "Esto," señalé mi corazón, "por mi padre." Se arrodilló, llorando. Ignoré su súplica. Esa noche, la pesadilla: Ricardo me ahogaba. Al día siguiente, su video se hizo viral. Sofía, desde la cárcel, publicó un video editado mío, difamándome. En vivo, mostré mis cicatrices. Ricardo intervino, desenmascaró a Sofía. Luego, en mi diario, leyó mi depresión, mis pesadillas. Me pidió perdón y prometió irse. Lo dejé ir. Encontré su nota: "Si hubiera sabido que conocerte significaría tanto sufrimiento para ti, habría preferido no haberte conocido nunca."

Introducción

La noticia del romance de Ricardo Vargas, el magnate tequilero, con Sofía, la estrella de telenovelas, acaparaba los titulares.

Lo vi en la tableta que él dejó, y solo apagué la pantalla.

Cinco años de matrimonio, cinco años de amantes pasajeras, me había acostumbrado a ignorarlo.

No podía irme; mi padre, con leucemia, dependía de los recursos de Ricardo para su tratamiento.

Acepté un papel minúsculo como doble de riesgo, una de sus muchas formas de humillarme sin saber que llevaba tres meses de embarazo.

En el set, mientras esperaba para una caída, Sofía se me acercó.

"Esme, qué valiente eres," dijo, "Ricardo me cuenta que harías cualquier cosa por dinero."

Sus dedos, con uñas perfectas, manipularon el cable de mi arnés.

Luego, solo sentí el vacío. Caí.

Un dolor agudo me desgarró el vientre, el líquido caliente escurrió por mis piernas.

Marqué a Ricardo, temblando.

"¿Qué quieres, Esmeralda? Estoy ocupado," dijo con impaciencia, de fondo la risa coqueta de Sofía.

"Ricardo... caí... el bebé..."

Una pausa, luego su cruel carcajada.

"¿Qué nuevo truco es este? ¿Ahora finges un aborto? Madura, Esmeralda."

Sofía tomó el teléfono: "Ricardo está ocupado, ¿te importa si te llama después?"

La llamada se cortó tras un beso y un gemido.

Desperté en un hospital estéril.

"Señora Vargas, ha perdido al bebé," dijo el médico.

En ese instante, una enfermera pálida tartamudeó: "Señorita Ruiz, su padre... se enteró de su accidente..."

Corrí. Él me miró, con tristeza infinita.

"Hija... ya no sufras más por mí..."

Luego, el monitor marcó una línea plana.

Mi padre, mi bebé, y la vida que soñé. Tres vidas por una.

Mi deuda con Ricardo estaba saldada.

Regresé a la casa, sintiéndome vacía; Ricardo entró con el certificado de defunción de mi padre.

"Así el viejo se rindió," dijo con una sonrisa burlona, rompiéndolo, "qué conveniente."

Me ofreció un millón de pesos para que me callara.

Sonreí, una sonrisa vacía.

"Ya no necesito nada de ti, Ricardo."

Su rostro se contrajo de rabia, arrojó el cheque y se fue.

Luego, Mateo, su asistente, ofreció un lugar para mi padre en el mausoleo Vargas.

"Dile a tu jefe que mi padre no necesita su caridad hipócrita," le dije. "Lo enterraré yo misma."

Después, Ricardo me miró con odio: "¿Sabes por qué te odio tanto, Esmeralda? Porque tu padre mató a mi madre."

Me reí. "Estás loco."

Él tomó la urna de mi padre.

"¿Qué te parecería si tu querido papito se une a la fiesta?"

Grité, corrí, pero él me sujetó.

"Te quedarás aquí y me servirás como la criada que eres."

Al día siguiente, Sofía llegó.

"Buenos días, Esme," dijo con una sonrisa triunfante. "Hoy vas a estar muy ocupada."

Tomó el amuleto de jade de mi padre. "Accidentalmente" lo dejó caer.

"Limpia esto," ordenó Ricardo, con un rostro inexpresivo.

Esa noche en el balcón, Sofía dijo: "Sería muy fácil para mí decir que me empujaste."

Ricardo apareció. "¡Asesina! ¿Quieres matarla como tu padre mató a mi madre?"

"Revisa las cámaras, Ricardo," supliqué.

"No necesito ver nada," respondió. "Sé exactamente qué clase de persona eres."

Me dejó sola, temblando.

Mateo susurró: "El señor la ama, su odio es más fuerte."

Al día siguiente, decidí reabrir el caso de mi padre.

Ricardo me llamó: "Prepárate, irás a un set a disculparte con Sofía."

Era una trampa. En el set, tres hombres me atacaron.

Luche, escapé, pero recibí golpes.

Le envié un mensaje: "¿Por qué tanto odio, Ricardo? ¿Por qué?"

Ricardo, al ver mi sangre en el set, corrió al acantilado.

Unos pescadores dijeron que una mujer saltó.

Encontró mi teléfono, lo desbloqueó con la fecha de nuestro aniversario.

Descubrió la verdad: su padre engañó y maltrató a su madre, empujándola al suicidio.

El odio, la mentira. Había destruido a la única mujer que amaba.

Se arrepintió. Sofía fue arrestada.

En mi habitación, encontró mi jazmín y la urna cambiada.

Estaba viva.

Tres meses después, en mi posada, apareció Ricardo.

Me rogó perdón, me confesó su amor, las cicatrices de mi cuerpo y alma eran mi respuesta.

"Esto," señalé mi brazo, "cuando perdí a nuestro hijo."

"Esto," señalé mi corazón, "por mi padre."

Se arrodilló, llorando. Ignoré su súplica.

Esa noche, la pesadilla: Ricardo me ahogaba.

Al día siguiente, su video se hizo viral.

Sofía, desde la cárcel, publicó un video editado mío, difamándome.

En vivo, mostré mis cicatrices.

Ricardo intervino, desenmascaró a Sofía.

Luego, en mi diario, leyó mi depresión, mis pesadillas.

Me pidió perdón y prometió irse.

Lo dejé ir.

Encontré su nota: "Si hubiera sabido que conocerte significaría tanto sufrimiento para ti, habría preferido no haberte conocido nunca."

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Mi médico suspiró, confirmando lo inevitable: mi leucemia estaba en etapa terminal, y yo solo anhelaba la paz de la muerte. Para mí, morir no era una pena, sino la única liberación de una culpa que nadie, excepto él, entendía. Luego, mi teléfono sonó, y la voz fría de Mateo Ferrari, mi jefe y antiguo amor, me arrastró de nuevo a un purgatorio autoimpuesto. Cinco años atrás, en los viñedos de Mendoza, su hermana y mi mejor amiga, Valeria, me empujó por la ventana para salvarme de unos asaltantes. Su grito y el sonidFmao de un disparo resonaron mientras huía, y cuando la policía me encontró, Mateo me sentenció con un odio helado: "Tú la dejaste morir. Es tu culpa." Desde entonces, cada día ha sido una expiación, una condena silenciosa bajo la crueldad de Mateo. Él me humillaba, me obligaba a beber hasta que mi cuerpo dolía, disfrutando mi sufrimiento como parte de esa penitencia interminable. Mi existencia se consumía bajo su sombra, una lenta autodestrucción en busca del final. La leucemia era solo el último acto de esta tragedia personal, la forma final de un pago que creía deber. ¿Por qué yo había sobrevivido para cargar con esta culpa insoportable y el odio de quienes una vez amé? Solo ansiaba el final, la paz que la vida me había negado, el perdón de Valeria. Una noche, tras una humillación brutal, una hemorragia masiva me llevó al borde de la muerte. Sin embargo, el rostro angustiado de mi amigo Andrés, y la inocencia de una niña que lo acompañaba, Luna, me abrieron una grieta de luz inesperada. ¿Podría haber una promesa más allá de la muerte, una oportunidad para el perdón y una nueva vida que no fuera de expiación?

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