Lina: La Curandera Que Renació de la Traición

Lina: La Curandera Que Renació de la Traición

Gavin

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Me llamo Lina. Hace tres años, salvé a Máximo Castillo, el hombre que amaba, y lo ayudé a convertirse en el líder más formidable de la región. Pero recién parida, débil en mi cama, recibí la noticia más devastadora: Máximo había ordenado la masacre de mi pueblo entero, setenta y dos curanderos, mi familia, bañando con su sangre las buganvillas de su hacienda. Yolanda, la hermana de su difunta prometida y ahora su amante, con una sonrisa triunfante, reveló que la sangre de mi propio hijo no nacido había sido usada para hacer las flores más rojas, para honrar el espíritu de su hermana. Mi corazón se hizo pedazos al comprender la magnitud de su crueldad y la profundidad de su traición, una injusticia que me ahogaba más que cualquier dolor físico. Con mi gente profanada y mi hijo arrebatado, el amor se convirtió en hielo y juro que, de las cenizas de mi desesperación, renaceré para llevar a mis ancestros a su tierra sagrada y encontrar un camino para mí.

Introducción

Me llamo Lina.

Hace tres años, salvé a Máximo Castillo, el hombre que amaba, y lo ayudé a convertirse en el líder más formidable de la región.

Pero recién parida, débil en mi cama, recibí la noticia más devastadora: Máximo había ordenado la masacre de mi pueblo entero, setenta y dos curanderos, mi familia, bañando con su sangre las buganvillas de su hacienda.

Yolanda, la hermana de su difunta prometida y ahora su amante, con una sonrisa triunfante, reveló que la sangre de mi propio hijo no nacido había sido usada para hacer las flores más rojas, para honrar el espíritu de su hermana.

Mi corazón se hizo pedazos al comprender la magnitud de su crueldad y la profundidad de su traición, una injusticia que me ahogaba más que cualquier dolor físico.

Con mi gente profanada y mi hijo arrebatado, el amor se convirtió en hielo y juro que, de las cenizas de mi desesperación, renaceré para llevar a mis ancestros a su tierra sagrada y encontrar un camino para mí.

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El olor a guiso casero y a tortillas llenaba nuestra pequeña cocina, un aroma que solía amar, pero que ahora se sentía sofocante por una culpa que me carcomía. Durante dos años, había vivido convencido de que era estéril, una noticia devastadora que me hacía sentir que le había fallado a Luciana, mi hermosa esposa. Una noche, buscando su bolso, un pequeño frasco blanco rodó por el suelo: píldoras anticonceptivas. El corazón se me detuvo, y un frío helado me recorrió cuando Luciana, al ver el frasco y el pánico en sus ojos, me confesó entre sollozos que el informe de esterilidad era falso, que ella era la infértil. La perdoné esa misma noche, sintiéndome el peor hombre del mundo por haber dudado de ella; la culpa se había trocado en compasión, cegándome a la red de mentiras que apenas comenzaba a tejerse a mi alrededor. Seis meses después, mi esposa Luciana, cuya distancia ya era un abismo, me anunció que se iba de viaje de trabajo; pero una cámara oculta que instalé, revelaría mucho más que un simple viaje de negocios. En la pantalla, mi "mejor amigo" Iván entraba a nuestra habitación, sonriendo, y se metía en la cama con mi esposa, riendo y besándose. El shock inicial se transformó en una helada claridad: el falso embarazo, el aborto "espontáneo", mis padres llegando al hotel para encontrarme con una mujer desconocida, el acuerdo de separación de bienes; todo había sido una orquestación diabólica. ¿Cómo había sido tan ciego? Me habían traicionado, humillado y despojado de todo, pero sentía que eso no era lo peor. Mi dolor se convirtió en una fría sed de justicia, y esa noche, mi propósito se volvió letalmente claro: harían añicos la vida que tanto amaba, pero yo reconstruiría la mía sobre las ruinas de su traición.

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Volví al taller en Gamarra después de mi licencia de maternidad, sintiendo el aroma a tela nueva y el alivido de volver a trabajar. Pero mi primer día se convirtió en una pesadilla cuando Yolanda Trebor, una costurera mayor, me hizo una extraña y grotesca petición: quería mi leche, pero no para un bebé. La exigía para su hijo de diecinueve años, Máximo, creyendo que lo "curaría" y solo si se la daba directamente. Cuando la rechacé, su amabilidad forzada se transformó en pura furia. Me atacó en público, intentó rasgar mi blusa y luego, al día siguiente, me acorraló en un almacén oscuro con Máximo. Él intentó asaltarme mientras ella grababa con su teléfono, prometiendo humillarme si hablaba. Logré defenderme temporalmente, pero el horror y la humillación me invadieron. Acudimos a la policía, pero el oficial desestimó todo como una "disputa vecinal", alegando que Yolanda era una "pobre viuda con un hijo discapacitado". Ella se salió con la suya, intocable, burlándose de mí en la calle y prometiendo que conseguiría lo que quería. La injusticia me carcomió: el sistema me había fallado, dejándome a merced de su locura, sin protección. En ese momento, entendí que si la ley no me defendería, yo misma lo haría, y si la debilidad era su escudo, usaría la mía. Fue entonces cuando recordé a mi abuela, Doña Inés, una vendedora ambulante ruda, y a mi sobrino adolescente, Patrick, un boxeador en ciernes. Ambos, a los ojos de la sociedad, también eran "débiles" e intocables. Decidí que haríamos que Yolanda probara su propia medicina, usando sus mismas reglas. Mi guerra acababa de empezar.

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Durante tres años, mi corazón latió con el eco de una pérdida inaceptable, un dolor que casi me consume tras la supuesta "muerte" de Máximo en aquella misión. Un día, una llamada inesperada destrozó el silencio opresivo de mi habitación con una noticia imposible: Máximo estaba vivo, pero había perdido la memoria. Lo encontré en un tranquilo pueblo, con una mujer que no era yo, y lo que es peor, ella esperaba un hijo suyo, mi prometido había construido una vida entera sin recordar la nuestra. Máximo o, como ahora lo llamaban, León, me miró como a una extraña, sus ojos una vez llenos de amor ahora vacíos de todo reconocimiento, y cada gesto de ternura hacia ella me traspasaba el alma. Para proteger su nueva felicidad y la vida que había logrado construir, me tragué mi identidad, mis planes y el futuro que habíamos soñado, asumiendo el papel de una "vieja amiga" en una farsa que lentamente me estaba matando. Cuando él regresó a Sevilla para exigirme el divorcio, mi corazón, ya enfermo y roto, comprendió que mi única salida era una despedida que le daría a él su libertad final. Acepté los papeles, pidiéndole solo quince días, porque sabía que mi muerte sería el único "divorcio" que jamás necesitaría. ¿Podría mi sacrificio, consumado en silencio y amor incondicional, ser el catalizador que finalmente le revelara la devastadora verdad, o estaba condenada a desaparecer sin un solo recuerdo en el hombre que aún amaba con todo mi ser?

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