De Ama de Casa A Reina de Arte

De Ama de Casa A Reina de Arte

Gavin

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Capítulo

La fiebre me quemaba, pero el frío de la noche riojana me paralizaba. Llevaba ocho años casada con Máximo, ocho años sacrificando mi pasión, los tablaos de Sevilla, y entregándole todo para que su bodega triunfara. Fui su socia silenciosa, crié a nuestro hijo, saneé sus finanzas y, lo más importante, le di un secreto ancestral de mi abuela: la fórmula de un vino de postre que nos lanzó al estrellato. Pero para el mundo, y para él, el éxito era solo suyo. Esa noche, la más importante del año, él se llevó a nuestro hijo sin avisar y me ignoró, mientras mi prima Sofía, la favorita de mis padres y la que siempre me eclipsó, presentaba "mi" vino como su gran creación. Todo se desmoronó cuando mi propio hijo, Leo, manipulado por ellos, me miró con lágrimas en los ojos y me acusó: "Eres mala, mamá. Hiciste llorar a tía Sofía". No podía creerlo. Fui invisible, traicionada, despojada incluso de la lealtad de mi hijo, de mi propia familia, en su "gran día". ¿Cómo era posible tanto desprecio? ¿Cómo podían borrar mi existencia así? Esa misma mañana, aún temblorosa por la fiebre y la rabia, puse los papeles de divorcio sobre la cama y firmé, para siempre, mi propia liberación.

Introducción

La fiebre me quemaba, pero el frío de la noche riojana me paralizaba. Llevaba ocho años casada con Máximo, ocho años sacrificando mi pasión, los tablaos de Sevilla, y entregándole todo para que su bodega triunfara.

Fui su socia silenciosa, crié a nuestro hijo, saneé sus finanzas y, lo más importante, le di un secreto ancestral de mi abuela: la fórmula de un vino de postre que nos lanzó al estrellato.

Pero para el mundo, y para él, el éxito era solo suyo.

Esa noche, la más importante del año, él se llevó a nuestro hijo sin avisar y me ignoró, mientras mi prima Sofía, la favorita de mis padres y la que siempre me eclipsó, presentaba "mi" vino como su gran creación.

Todo se desmoronó cuando mi propio hijo, Leo, manipulado por ellos, me miró con lágrimas en los ojos y me acusó: "Eres mala, mamá. Hiciste llorar a tía Sofía".

No podía creerlo. Fui invisible, traicionada, despojada incluso de la lealtad de mi hijo, de mi propia familia, en su "gran día". ¿Cómo era posible tanto desprecio? ¿Cómo podían borrar mi existencia así?

Esa misma mañana, aún temblorosa por la fiebre y la rabia, puse los papeles de divorcio sobre la cama y firmé, para siempre, mi propia liberación.

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El dolor me partió el abdomen en dos. Era mi cumpleaños, y Alejandro, a quien había criado con el amor de una madre por diez años, me sonreía. Acababa de regalarme un licuado de fresa, una bebida que ahora quemaba mis entrañas. Pero el ardor no era solo físico; era la amarga verdad que susurró: "Siempre te he odiado, Sofía. Te odio porque cada vez que te veo, veo la cara de mi madre." Luego, la mancha carmesí en mi vestido blanco: mi bebé, el hijo de Ricardo, mi prometido. Mi prometido, que llegó para consolarme, para decirme que era un "aborto espontáneo" y que Alejandro "solo bromeaba". Luego me miró con asco y dijo: "Estás hecha un desastre. Hueles a enfermedad". En mi lecho de dolor, vi la película silenciosa de mi vida: diez años entregados a la promesa hecha a mi padre. Diez años cuidando de una familia que no era mía, de una empresa que yo manejaba mientras ellos ponían el nombre. Incluso mi propia madre, al enterarse de mi compromiso, solo llamó para asegurar su pensión, susurrándome que no fuera "egoísta". ¿Egoísta yo? La que había sacrificado su juventud por todos. Mi cuerpo dolía, mi corazón estaba roto, pero una rabia fría y dura como el acero me inundó. "¿Qué quieres, Sofía?", me preguntó Ricardo el hipócrita. "¿Dinero? ¿Joyas? ¿O quieres que formalicemos el matrimonio? Puedo llamar al juez mañana mismo." ¡El matrimonio era el premio de consolación por mi sumisión! Con una calma aterradora, tomé un trozo de cristal de un jarrón roto. Debía romper el lazo, destruir el símbolo que me ataba a su odio. "¡Sofía, no!" , gritó Ricardo, pero era demasiado tarde. Con un movimiento rápido, arrastré el cristal por mi mejilla izquierda. El dolor era liberador. Ya no era la Sofía que conocían, la que odiaban, la que usaban. Y en medio del horror en sus rostros, me eché a reír. Esa risa, que estalló como dinamita, me liberó de una cárcel de diez años. Y así, ensangrentada, pero con el alma libre, crucé la puerta, dejando atrás el veneno y el dolor. No había vuelta atrás.

El Aroma del Adiós

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La oficina de mi jefe olía a café viejo, un aroma que solía darme seguridad, pero que ahora solo me recordaba el sacrificio de años. Mi vida, la que había construido con mi esposa Clara, se desmoronaba. "Quiero el divorcio", le dije al Dr. Morales, mi voz firme ocultando un temblor interno. Los rumores del complejo ya lo sabían: Clara y Marcos Durán, antes de que yo estuviera dispuesto a aceptarlo. La encontré en nuestra sala, no sola, Marcos tenía su mano en la cintura de Clara, riendo de una manera que nunca compartió conmigo. Mi voz, un gruñido, apenas pudo preguntar: "¿Qué está pasando aquí, Clara?". Ella, de cálida a una máscara de fría indignación, mientras Marcos sonreía con arrogancia. "¡Estás loco! ¡Paranoico y celoso!", gritó ella, intentando voltear la situación, como siempre. Esta vez no funcionó. "Se acabó, Clara", dije, mi voz mortalmente tranquila. "Quiero el divorcio". Su rostro palideció, pero su pánico se convirtió en rabia: "¡No te atrevas! ¡No vas a arruinar mi vida!". Justo entonces, el timbre de la puerta sonó, y dos policías uniformados entraron. "Mi esposo... se puso violento, me amenazó, tengo miedo", dijo Clara, con lágrimas falsas. Me helé, la traición descarada me robó el aliento. Caí en su trampa, y me llevaron de mi propia casa. Esa noche en la celda apestaba a desinfectante y desesperación, y me di cuenta de que mi dolor no era nuevo, sino la culminación de años de ser ignorado. Pero algo cambió esa noche; la resignación se convirtió en una inquebrantable resolución: no más. A la mañana siguiente, el Dr. Morales pagó mi fianza, mirándome con decepción, no hacia mí, sino hacia la situación misma. "Ve a casa, empaca tus cosas y sal de ahí", me dijo, "Yo me encargaré de los abogados, esto no se quedará así". Cada objeto que empaqué era un recordatorio de un amor fallido, y las palabras de la señora Carmen, mi vecina, lo confirmaron: "Esa mujer no te merece, lo vi entrar a la casa en cuanto tú te ibas a trabajar". La realidad era un golpe brutal, validando cada una de mis sospechas. Recordé el día en que había rechazado una prestigiosa beca de investigación en el extranjero por Clara, sacrificando mi sueño por una farsa. Colgué el teléfono, sin ira, solo una abrumadora certeza: mi decisión era la correcta. Me dirigí al lago solo, y el último rayo de sol desapareció en el horizonte. Ya no me sentía abandonado, me sentía libre. El peso de años finalmente se había levantado de mis hombros, y el camino por delante estaba despejado, solo para mí.

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