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El Costo de un Renacer

El Costo de un Renacer

Gavin

5.0
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17
Capítulo

Mi hermano de sangre lo era todo para mí, un riñón era la única salvación; el único compatible era mi padre, y yo lo recordaba de otra vida. Pero ella, Scarlett Salazar, mi esposa, la mujer que en mi vida anterior amé ciegamente antes de traicionarla, aquella por la que ahora renunciaba a todo, la veía usándolo como un peón en su retorcido juego. Me arrodillé, supliqué en el pasillo helado del hospital, pero ella no me vio, simplemente ordenó a sus guardaespaldas que me encerraran, para que no interfiriera. No solo forzó a mi padre a una operación riesgosa para salvar a su maldito amante, un sommelier llamado Marcel Hewitt, sino que me sometió a una tortura sistemática: me humilló, me obligó a domar un caballo que me aterrorizaba, me quemó las manos, y llegó incluso a amenazar con arrojar a mis padres al vacío. ¿Cómo era posible? ¿Cómo la mujer que una vez se cortó los dedos por salvarme se había convertido en un témpano de hielo, una criatura tan cruel y despiadada? El día que las mentiras de Marcel se descubrieron y Scarlett lo envió a prisión, tomé mi decisión: el infierno de esta segunda oportunidad, esta penitencia, había terminado. Entonces, compré unos billetes de avión a Lisboa, ocultando una verdad aterradora a todo el mundo, incluso a ella.

Introducción

Mi hermano de sangre lo era todo para mí, un riñón era la única salvación; el único compatible era mi padre, y yo lo recordaba de otra vida.

Pero ella, Scarlett Salazar, mi esposa, la mujer que en mi vida anterior amé ciegamente antes de traicionarla, aquella por la que ahora renunciaba a todo, la veía usándolo como un peón en su retorcido juego.

Me arrodillé, supliqué en el pasillo helado del hospital, pero ella no me vio, simplemente ordenó a sus guardaespaldas que me encerraran, para que no interfiriera.

No solo forzó a mi padre a una operación riesgosa para salvar a su maldito amante, un sommelier llamado Marcel Hewitt, sino que me sometió a una tortura sistemática: me humilló, me obligó a domar un caballo que me aterrorizaba, me quemó las manos, y llegó incluso a amenazar con arrojar a mis padres al vacío.

¿Cómo era posible? ¿Cómo la mujer que una vez se cortó los dedos por salvarme se había convertido en un témpano de hielo, una criatura tan cruel y despiadada?

El día que las mentiras de Marcel se descubrieron y Scarlett lo envió a prisión, tomé mi decisión: el infierno de esta segunda oportunidad, esta penitencia, había terminado.

Entonces, compré unos billetes de avión a Lisboa, ocultando una verdad aterradora a todo el mundo, incluso a ella.

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El olor a guiso casero y a tortillas llenaba nuestra pequeña cocina, un aroma que solía amar, pero que ahora se sentía sofocante por una culpa que me carcomía. Durante dos años, había vivido convencido de que era estéril, una noticia devastadora que me hacía sentir que le había fallado a Luciana, mi hermosa esposa. Una noche, buscando su bolso, un pequeño frasco blanco rodó por el suelo: píldoras anticonceptivas. El corazón se me detuvo, y un frío helado me recorrió cuando Luciana, al ver el frasco y el pánico en sus ojos, me confesó entre sollozos que el informe de esterilidad era falso, que ella era la infértil. La perdoné esa misma noche, sintiéndome el peor hombre del mundo por haber dudado de ella; la culpa se había trocado en compasión, cegándome a la red de mentiras que apenas comenzaba a tejerse a mi alrededor. Seis meses después, mi esposa Luciana, cuya distancia ya era un abismo, me anunció que se iba de viaje de trabajo; pero una cámara oculta que instalé, revelaría mucho más que un simple viaje de negocios. En la pantalla, mi "mejor amigo" Iván entraba a nuestra habitación, sonriendo, y se metía en la cama con mi esposa, riendo y besándose. El shock inicial se transformó en una helada claridad: el falso embarazo, el aborto "espontáneo", mis padres llegando al hotel para encontrarme con una mujer desconocida, el acuerdo de separación de bienes; todo había sido una orquestación diabólica. ¿Cómo había sido tan ciego? Me habían traicionado, humillado y despojado de todo, pero sentía que eso no era lo peor. Mi dolor se convirtió en una fría sed de justicia, y esa noche, mi propósito se volvió letalmente claro: harían añicos la vida que tanto amaba, pero yo reconstruiría la mía sobre las ruinas de su traición.

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Volví al taller en Gamarra después de mi licencia de maternidad, sintiendo el aroma a tela nueva y el alivido de volver a trabajar. Pero mi primer día se convirtió en una pesadilla cuando Yolanda Trebor, una costurera mayor, me hizo una extraña y grotesca petición: quería mi leche, pero no para un bebé. La exigía para su hijo de diecinueve años, Máximo, creyendo que lo "curaría" y solo si se la daba directamente. Cuando la rechacé, su amabilidad forzada se transformó en pura furia. Me atacó en público, intentó rasgar mi blusa y luego, al día siguiente, me acorraló en un almacén oscuro con Máximo. Él intentó asaltarme mientras ella grababa con su teléfono, prometiendo humillarme si hablaba. Logré defenderme temporalmente, pero el horror y la humillación me invadieron. Acudimos a la policía, pero el oficial desestimó todo como una "disputa vecinal", alegando que Yolanda era una "pobre viuda con un hijo discapacitado". Ella se salió con la suya, intocable, burlándose de mí en la calle y prometiendo que conseguiría lo que quería. La injusticia me carcomió: el sistema me había fallado, dejándome a merced de su locura, sin protección. En ese momento, entendí que si la ley no me defendería, yo misma lo haría, y si la debilidad era su escudo, usaría la mía. Fue entonces cuando recordé a mi abuela, Doña Inés, una vendedora ambulante ruda, y a mi sobrino adolescente, Patrick, un boxeador en ciernes. Ambos, a los ojos de la sociedad, también eran "débiles" e intocables. Decidí que haríamos que Yolanda probara su propia medicina, usando sus mismas reglas. Mi guerra acababa de empezar.

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