Los Contratos Son Nulos

Los Contratos Son Nulos

Gavin

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Capítulo

El olor a salitre se desvaneció, reemplazado por el aire viciado de la residencia de estudiantes de Santiago. Abrí los ojos en la litera, y abajo, Carmen se maquillaba con su acento pijo de Madrid, mirándome por el espejo. «¿Qué, Sofía? ¿Otro fin de semana contando telarañas? Si no tienes ni para un café, no sé cómo piensas sobrevivir». Un escalofrío me recorrió. Este momento. Ya lo había vivido. El recuerdo me golpeó como una ola: la sonrisa de Carmen, el folleto de la "asesoría financiera", el préstamo de 5.000 euros sin leer. Las llamadas. Las amenazas. Los hombres que me esperaban a la salida de clase. El club de alterne donde me obligaron a trabajar para pagar una deuda que se multiplicaba sola. Y mi padre. La imagen de su cuerpo destrozado en las rocas, el mismo mar que le dio la vida y la miseria, se había lanzado por la vergüenza de mi "trabajo". Luego, mi propia muerte. Un cuchillo de cocina en la mano, la sorpresa en la cara de Carmen antes de que todo se volviera negro. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había terminado su vida de un modo tan brutal y desesperado, y ahora estaba aquí, de nuevo? Pero ahora estaba viva. Y con una oportunidad. En esa oscuridad, en el umbral entre una vida y otra, había aprendido algo. Usura. La palabra resonaba en mi cabeza. En España, los préstamos con intereses abusivos son un delito. Los contratos son nulos. Miré a Carmen. El odio ardía en mí, pero lo apagué. Mi voz salió temblorosa, tal como ella esperaba. «¿De verdad? ¿Tu familia me podría prestar dinero?». Esta vez, el infierno no sería para mí. Sería para ellos.

Introducción

El olor a salitre se desvaneció, reemplazado por el aire viciado de la residencia de estudiantes de Santiago. Abrí los ojos en la litera, y abajo, Carmen se maquillaba con su acento pijo de Madrid, mirándome por el espejo.

«¿Qué, Sofía? ¿Otro fin de semana contando telarañas? Si no tienes ni para un café, no sé cómo piensas sobrevivir».

Un escalofrío me recorrió. Este momento. Ya lo había vivido. El recuerdo me golpeó como una ola: la sonrisa de Carmen, el folleto de la "asesoría financiera", el préstamo de 5.000 euros sin leer.

Las llamadas. Las amenazas. Los hombres que me esperaban a la salida de clase. El club de alterne donde me obligaron a trabajar para pagar una deuda que se multiplicaba sola.

Y mi padre. La imagen de su cuerpo destrozado en las rocas, el mismo mar que le dio la vida y la miseria, se había lanzado por la vergüenza de mi "trabajo".

Luego, mi propia muerte. Un cuchillo de cocina en la mano, la sorpresa en la cara de Carmen antes de que todo se volviera negro. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había terminado su vida de un modo tan brutal y desesperado, y ahora estaba aquí, de nuevo?

Pero ahora estaba viva. Y con una oportunidad. En esa oscuridad, en el umbral entre una vida y otra, había aprendido algo. Usura. La palabra resonaba en mi cabeza. En España, los préstamos con intereses abusivos son un delito. Los contratos son nulos.

Miré a Carmen. El odio ardía en mí, pero lo apagué. Mi voz salió temblorosa, tal como ella esperaba. «¿De verdad? ¿Tu familia me podría prestar dinero?». Esta vez, el infierno no sería para mí. Sería para ellos.

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