El Regreso de la Leona de Casa Vargas

El Regreso de la Leona de Casa Vargas

Gavin

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El aire puro de los Alpes suizos había calmado finalmente el fuego de mi enfermedad. Después de dos largos años lejos de mi amada destilería "Casa Vargas" y de mi única hija, Sofía, por fin estaba lista para volver a casa, a México. Estaba a punto de compartir la buena noticia con mi esposo Mateo, cuando una publicación de Instagram lo cambió todo. Era la fastuosa Quinceañera de la "heredera de Casa Vargas" en mi propia hacienda, pero la chica de la foto no era Sofía. Era una desconocida, Luicía, con mi vestido diseñado para mi hija, y mi corazón se detuvo al ver el video: mi Sofía, la que fue una vibrante bailaora de flamenco, arrodillada, obligada a lamer pastel del suelo por Lucía y sus amigos. Mi hija estaba irreconocible, sucia, temblorosa, con el cuerpo hinchado y un rostro cubierto de acné y lágrimas. Mateo, su padre, observaba desde la distancia, sin mover un dedo, mientras Carmen, la madre de Lucía y mi ama de llaves, e incluso Leo, el amigo de Sofía, eran cómplices del horror. ¿Cómo era posible que mi propia hija sufriera tal infamia en su propia casa? ¿Por qué Mateo, su padre, permitía tal crueldad? La furia consumió mi ser y, de inmediato, reservé el primer vuelo a Guadalajara. Isabela Vargas, la paciente de recuperación, había muerto. La jefa, la madre, la vengadora, había regresado para desatar el infierno.

Introducción

El aire puro de los Alpes suizos había calmado finalmente el fuego de mi enfermedad.

Después de dos largos años lejos de mi amada destilería "Casa Vargas" y de mi única hija, Sofía, por fin estaba lista para volver a casa, a México.

Estaba a punto de compartir la buena noticia con mi esposo Mateo, cuando una publicación de Instagram lo cambió todo.

Era la fastuosa Quinceañera de la "heredera de Casa Vargas" en mi propia hacienda, pero la chica de la foto no era Sofía.

Era una desconocida, Luicía, con mi vestido diseñado para mi hija, y mi corazón se detuvo al ver el video: mi Sofía, la que fue una vibrante bailaora de flamenco, arrodillada, obligada a lamer pastel del suelo por Lucía y sus amigos.

Mi hija estaba irreconocible, sucia, temblorosa, con el cuerpo hinchado y un rostro cubierto de acné y lágrimas.

Mateo, su padre, observaba desde la distancia, sin mover un dedo, mientras Carmen, la madre de Lucía y mi ama de llaves, e incluso Leo, el amigo de Sofía, eran cómplices del horror.

¿Cómo era posible que mi propia hija sufriera tal infamia en su propia casa? ¿Por qué Mateo, su padre, permitía tal crueldad?

La furia consumió mi ser y, de inmediato, reservé el primer vuelo a Guadalajara. Isabela Vargas, la paciente de recuperación, había muerto. La jefa, la madre, la vengadora, había regresado para desatar el infierno.

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El aroma familiar del mole, promesa de un futuro brillante y una beca codiciada, llenaba la cocina de la escuela mientras Sofía Romero se preparaba para el examen final. Justo entonces, un empujón brutal de Daniela Vargas la lanzó contra la estufa, escaldándole el brazo y destrozando su plato. "¿Qué crees que haces, gata arrimada?", espetó Daniela, acusándola de ladrona y de robar la receta ancestral de su familia, la misma que había sido la tradición de los Romero por generaciones. Ignorando a Don Manuel, el viejo ayudante que conocía el pacto secreto, Daniela hundió el preciado cucharón familiar de Sofía en su mole, tirándolo al suelo con desprecio, mientras sus amigas se burlaban de Sofía por "coquetear" con Ricardo Vargas. La humillación culminó en una agresión salvaje: Daniela, con la ayuda de sus cómplices, la tiró al suelo, y con un crujido nauseabundo, le rompió la mano con el tacón. El dolor era insoportable, pero la traición de saber que Armando, el mayordomo que conocía la verdad del pacto que ligaba el destino de los Vargas a su familia, se puso de lado de Daniela, fue aún peor. La advertencia de Sofía, "Están acabando con su propia fortuna", se cernía sobre ellos, pero Daniela solo aumentó la humillación, cubriéndola de harina. En ese instante de abrumadora desesperación y abandono, un pensamiento le dio fuerza: Ricardo Vargas. Ricardo llegó, interponiéndose entre Sofía y su familia, llevándola al hospital y revelando que él conocía el pacto ancestral. "El pacto no está roto, Sofía", le dijo. "Solo está buscando un nuevo ancla. Un nuevo pacto. Entre tu familia y la mía. Mi rama de la familia." Con la decisión de Ricardo de protegerla y establecer un nuevo pacto, Sofía, la chica de origen humilde, se levantaría de las cenizas.

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El sonido de mi guitarra, mi pasión, resonaba hueco en la hacienda que por diez años llamé hogar, un desafío silencioso a Diego, el hombre al que entregué mi alma y mi genio para construir su imperio de tequila. Pero su respuesta fue una traición helada: "Ximena, deja de hacer numeritos y sube a mi despacho. Ahora" . Y allí, sentado tras su imponente escritorio de caoba, me soltó la humillación más grande: "Quiero que tú y tu mariachi toquen en mi boda" . La boda que me había prometido a mí. No solo me descartaba por otra mujer, Sofía, sino que me exigía ponerle banda sonora a mi propia aniquilación, a mi propia traición. El golpe más cruel llegó en un susurro venenoso desde el pasillo, de boca de su lugarteniente, "El Chato", pero con las frías palabras de Diego resonando: "Ximena es buena para el negocio, para la guerra, para la calle. Pero para casarme, necesito algo… más puro. Una niña bien, educada, limpia. Ximena ya está muy corrida, muy vivida" . Cada palabra era un puñal que me desgarraba: "Sucia", "corrida", "vivida". Así me veía el hombre a quien le había dado todo, solo una herramienta para desechar cuando ya no le servía, valiendo menos que la inocencia fabricada de una desconocida. El dolor fue insoportable, pero en el fondo de ese abismo, algo se encendió: la rabia. La humillación se transformó en una determinación inquebrantable. Me levanté, la cabeza alta, y con una sonrisa forzada le dije: "Claro, Diego. Será un honor tocar en tu boda" . Pero esa no era Ximena, la víctima; era Ximena, la guerrera, a punto de desatar su venganza.

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