La Traición de que Me Ahogo

La Traición de que Me Ahogo

Gavin

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Capítulo

Recibí la nota más alta de toda la ciudad en el examen de Selectividad: un 9.8 sobre 10. Una pequeña sonrisa de alivio y orgullo se dibujó en mi rostro. Pero esa simple sonrisa desató la furia de mi prima Camila, que había suspendido el examen, y, para mi horror, también la de mis padres. Mi padre, Ricardo, me arrastró fuera del comedor y me empujó al pequeño invernadero de cristal. Mi madre, Laura, con una mirada helada, me dijo que quizás un poco de falta de aire me haría bien, a pesar de que sabían que tengo asma severa. Escuché el inconfundible sonido del candado cerrándose, y vi a mis padres marcharse, dejándome atrapada mientras Camila encendía los focos de calor. Mis súplicas a mi madre fueron ignoradas, tachadas de "dramáticas" , mientras ella huía con Camila al spa. Incluso Elena, la fiel empleada del hogar, se vio obligada a bloquear la ventilación por miedo a que Camila cumpliera sus amenazas contra su hijo. Atrapada en ese infierno sofocante, sentí la traición clavarse en mí más rápido que la falta de oxígeno. ¿Cómo podían mis propios padres ser tan ciegos y crueles, tan manipulados por la herencia y la culpa de Camila, hasta el punto de abandonarme a mi suerte? La oscuridad comenzaba a cerrarse sobre mí, ¿acaso nadie iba a detenerme? Con mis últimas fuerzas, arrastré mi cuerpo moribundo, busqué mi teléfono y marqué el 112. Aquella llamada desesperada desencadenaría una serie de eventos que cambiarían mi vida para siempre, enfrentando la verdad y buscando la libertad que tanto me habían negado.

Introducción

Recibí la nota más alta de toda la ciudad en el examen de Selectividad: un 9.8 sobre 10.

Una pequeña sonrisa de alivio y orgullo se dibujó en mi rostro.

Pero esa simple sonrisa desató la furia de mi prima Camila, que había suspendido el examen, y, para mi horror, también la de mis padres.

Mi padre, Ricardo, me arrastró fuera del comedor y me empujó al pequeño invernadero de cristal.

Mi madre, Laura, con una mirada helada, me dijo que quizás un poco de falta de aire me haría bien, a pesar de que sabían que tengo asma severa.

Escuché el inconfundible sonido del candado cerrándose, y vi a mis padres marcharse, dejándome atrapada mientras Camila encendía los focos de calor.

Mis súplicas a mi madre fueron ignoradas, tachadas de "dramáticas" , mientras ella huía con Camila al spa.

Incluso Elena, la fiel empleada del hogar, se vio obligada a bloquear la ventilación por miedo a que Camila cumpliera sus amenazas contra su hijo.

Atrapada en ese infierno sofocante, sentí la traición clavarse en mí más rápido que la falta de oxígeno.

¿Cómo podían mis propios padres ser tan ciegos y crueles, tan manipulados por la herencia y la culpa de Camila, hasta el punto de abandonarme a mi suerte?

La oscuridad comenzaba a cerrarse sobre mí, ¿acaso nadie iba a detenerme?

Con mis últimas fuerzas, arrastré mi cuerpo moribundo, busqué mi teléfono y marqué el 112.

Aquella llamada desesperada desencadenaría una serie de eventos que cambiarían mi vida para siempre, enfrentando la verdad y buscando la libertad que tanto me habían negado.

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Mi médico suspiró, confirmando lo inevitable: mi leucemia estaba en etapa terminal, y yo solo anhelaba la paz de la muerte. Para mí, morir no era una pena, sino la única liberación de una culpa que nadie, excepto él, entendía. Luego, mi teléfono sonó, y la voz fría de Mateo Ferrari, mi jefe y antiguo amor, me arrastró de nuevo a un purgatorio autoimpuesto. Cinco años atrás, en los viñedos de Mendoza, su hermana y mi mejor amiga, Valeria, me empujó por la ventana para salvarme de unos asaltantes. Su grito y el sonidFmao de un disparo resonaron mientras huía, y cuando la policía me encontró, Mateo me sentenció con un odio helado: "Tú la dejaste morir. Es tu culpa." Desde entonces, cada día ha sido una expiación, una condena silenciosa bajo la crueldad de Mateo. Él me humillaba, me obligaba a beber hasta que mi cuerpo dolía, disfrutando mi sufrimiento como parte de esa penitencia interminable. Mi existencia se consumía bajo su sombra, una lenta autodestrucción en busca del final. La leucemia era solo el último acto de esta tragedia personal, la forma final de un pago que creía deber. ¿Por qué yo había sobrevivido para cargar con esta culpa insoportable y el odio de quienes una vez amé? Solo ansiaba el final, la paz que la vida me había negado, el perdón de Valeria. Una noche, tras una humillación brutal, una hemorragia masiva me llevó al borde de la muerte. Sin embargo, el rostro angustiado de mi amigo Andrés, y la inocencia de una niña que lo acompañaba, Luna, me abrieron una grieta de luz inesperada. ¿Podría haber una promesa más allá de la muerte, una oportunidad para el perdón y una nueva vida que no fuera de expiación?

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