La Sombra del Pincel

La Sombra del Pincel

Gavin

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Capítulo

Durante cinco años, el olor a trementina y soledad ha sido mi único compañero en el sótano de la mansión de Alejandro. Cada obra maestra que creaba, cada pincelada nacida de mi alma, era firmada por Isabella, la aclamada artista, mientras yo permanecía invisible. Era mi condena, pero también la única esperanza para la supervivencia de mi hermano Luis. Hasta que la llamada del hospital detonó mi mundo: la condición de Luis había empeorado críticamente. Necesitaba un trasplante experimental, una suma astronómica que el "salario" de Alejandro nunca podría cubrir. Era el fin. En mi desesperación, pinté mi obra maestra, un políptico que narraba mi alma, mis raíces de Oaxaca. Pero Isabella lo descubrió. En un ataque de celos y rabia, no solo rasgó mi lienzo con un cúter, sino que en la lucha, aplastó mi mano derecha, mi mano de artista, reduciéndola a jirones. Luego llegó la llamada: mi hermano, Luis, había muerto. Mi arte estaba muerto, mi hermano estaba muerto, y yo, Sofía, yacía en el suelo de ese sótano, mi espíritu tan destrozado como mi mano. ¿Cómo se podía robar tanto, humillar tanto, destrozar tanto, y salirse impune? La soledad y la injusticia se volvieron el aire que respiraba. Con nada más que perder, me arrastré hasta mi viejo diario. Con mi mano izquierda destrozada, no escribí sobre mi dolor, sino la verdad: la traición de Isabella, mi cautiverio, la destrucción de mi arte y la complicidad de Alejandro. Era mi última obra, mi testamento, antes de apagarme para siempre. Lo que no sabía es que mi silencio se volvería el arma más ruidosa en la caída de un imperio de mentiras.

Introducción

Durante cinco años, el olor a trementina y soledad ha sido mi único compañero en el sótano de la mansión de Alejandro. Cada obra maestra que creaba, cada pincelada nacida de mi alma, era firmada por Isabella, la aclamada artista, mientras yo permanecía invisible. Era mi condena, pero también la única esperanza para la supervivencia de mi hermano Luis.

Hasta que la llamada del hospital detonó mi mundo: la condición de Luis había empeorado críticamente. Necesitaba un trasplante experimental, una suma astronómica que el "salario" de Alejandro nunca podría cubrir. Era el fin.

En mi desesperación, pinté mi obra maestra, un políptico que narraba mi alma, mis raíces de Oaxaca. Pero Isabella lo descubrió. En un ataque de celos y rabia, no solo rasgó mi lienzo con un cúter, sino que en la lucha, aplastó mi mano derecha, mi mano de artista, reduciéndola a jirones. Luego llegó la llamada: mi hermano, Luis, había muerto.

Mi arte estaba muerto, mi hermano estaba muerto, y yo, Sofía, yacía en el suelo de ese sótano, mi espíritu tan destrozado como mi mano. ¿Cómo se podía robar tanto, humillar tanto, destrozar tanto, y salirse impune? La soledad y la injusticia se volvieron el aire que respiraba.

Con nada más que perder, me arrastré hasta mi viejo diario. Con mi mano izquierda destrozada, no escribí sobre mi dolor, sino la verdad: la traición de Isabella, mi cautiverio, la destrucción de mi arte y la complicidad de Alejandro. Era mi última obra, mi testamento, antes de apagarme para siempre. Lo que no sabía es que mi silencio se volvería el arma más ruidosa en la caída de un imperio de mentiras.

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El rugido del avión de rescate sonaba como la salvación, pero para mí, Sofía, solo aumentaba la ansiedad en aquel sofocante aeropuerto improvisado. De repente, mi esposo, Miguel, me tomó del brazo con una fuerza inusual, su rostro contraído por la frustración mientras gritaba: "¡Sofía, no podemos irnos! ¡No puedo dejar a Carlos aquí!". Alegaba que Carlos era su primo, su responsabilidad, alguien que debía regresar a salvo. Escuché sus palabras, las mismas palabras que retumbaron en otra vida, y un escalofrío me recorrió: no era un sueño, había renacido. El recuerdo de mi vida anterior me golpeó como un maremoto: la epidemia, el avión gubernamental, y Carlos, supuestamente su primo, pero en realidad su amante, la misma que nos retrasó maquillándose para su "triunfal" regreso. En esa vida pasada, yo rogué, los otros voluntarios me acusaron de egoísta, y Miguel, con su falsa rectitud, me obligó a esperar con mentiras, llamándome egoísta. Esperamos. Carlos llegó, perfecto, y el avión partió, directo a mi perdición. Al aterrizar, Miguel me señaló y, con una falsa preocupación, dijo: "Ella tiene fiebre. Estuvo en contacto cercano con un paciente infectado ayer." ¡Era una mentira cruel y calculada! Fui aislada, interrogada, torturada psicológicamente por un sistema que creyó a mi "heroico" esposo. Morí sola, no por la enfermedad, sino por una infección hospitalaria, con mi cuerpo debilitado y mi espíritu roto. Mis padres, rotos de pena, fallecieron poco después, y Miguel, el "viudo afligido", heredó todo. Se casó con Carlos, y vivieron felices sobre mis cenizas y las de mis padres. Pero ahora estoy aquí, de nuevo en este infierno, con el mismo avión rugiendo y el mismo manipulador repitiendo sus mentiras. La rabia pura me invadió, mis puños se cerraron, y al mirar a Miguel, ya no vi al hombre que amaba, sino a mi asesino. "No," dije, mi voz tranquila pero firme, interrumpiéndolo. Miguel parpadeó, sorprendido. "¿No qué?" "No vamos a esperar, Miguel." Me sacudí su mano. Me giré hacia los atónitos voluntarios y proclamé, con mi voz resonando: "Carlos no es tu primo. Es tu amante. Y no voy a arriesgar la vida de dieciocho personas por la vanidad de una mujer que necesita una hora para ponerse rímel en medio de una evacuación de emergencia." El silencio fue absoluto, roto solo por el avión. Miguel palideció, su máscara se hizo añicos. Esta vida, pensé, no será una repetición. Será una venganza.

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