Promesas Eternas Ardido en Cenizas

Promesas Eternas Ardido en Cenizas

Gavin

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Capítulo

Era nuestro quinto aniversario de bodas. Javier había reservado la mesa más romántica de Sevilla, con vistas a la Giralda. Pero su silla permaneció vacía. A medianoche, recibí un mensaje hiriente: "Algo importante surgió en el trabajo". Sabía que era una mentira. Su "trabajo" tenía nombre: Sofía Vega. La misma "inocencia" que lo fascinó se convirtió en mi pesadilla más oscura. Las traiciones de Javier escalaron sin pudor. Lo vi exhibirla en galas, reemplazando la pintura de mi madre por un tosco boceto de ella. Intentó humillarme con mi propia reliquia familiar. Luego vino la violencia física: me empujó por las escaleras, fracturándome el tobillo. Sofía se instaló en mi casa como mi "asistente personal", su "torpeza" un arma calculada. Me sirvió té hirviendo. Me dio paella con mariscos, sabiendo mi alergia, provocando un shock anafiláctico. Mientras yo convulsionaba, Javier la abrazaba a ella y me exigía disculpas por "asustarla". Pero el culmen de su sadismo llegó al drogarme y robarme un riñón para salvar al abuelo de Sofía. El dolor físico era mínimo comparado con la violación de mi cuerpo y de mi alma. Mis doce pergaminos de amor, mis promesas eternas, ya habían ardido en cenizas. ¿Cómo pudo el hombre que una vez me juró amor transformarse en este monstruo sin límites? En aquel acuerdo de divorcio, no vi una derrota, sino la única vía de escape. Firmé, no como aceptación, sino como mi última declaración de libertad. Y, como una sombra desaparecí de su vida, rumbo a un nuevo comienzo en la inmensidad de la Patagonia. Lo dejé con la mujer que había elegido y con las consecuencias de sus actos. Mi libertad era la única venganza que valía la pena.

Introducción

Era nuestro quinto aniversario de bodas.

Javier había reservado la mesa más romántica de Sevilla, con vistas a la Giralda.

Pero su silla permaneció vacía.

A medianoche, recibí un mensaje hiriente: "Algo importante surgió en el trabajo".

Sabía que era una mentira.

Su "trabajo" tenía nombre: Sofía Vega.

La misma "inocencia" que lo fascinó se convirtió en mi pesadilla más oscura.

Las traiciones de Javier escalaron sin pudor.

Lo vi exhibirla en galas, reemplazando la pintura de mi madre por un tosco boceto de ella.

Intentó humillarme con mi propia reliquia familiar.

Luego vino la violencia física: me empujó por las escaleras, fracturándome el tobillo.

Sofía se instaló en mi casa como mi "asistente personal", su "torpeza" un arma calculada.

Me sirvió té hirviendo.

Me dio paella con mariscos, sabiendo mi alergia, provocando un shock anafiláctico.

Mientras yo convulsionaba, Javier la abrazaba a ella y me exigía disculpas por "asustarla".

Pero el culmen de su sadismo llegó al drogarme y robarme un riñón para salvar al abuelo de Sofía.

El dolor físico era mínimo comparado con la violación de mi cuerpo y de mi alma.

Mis doce pergaminos de amor, mis promesas eternas, ya habían ardido en cenizas.

¿Cómo pudo el hombre que una vez me juró amor transformarse en este monstruo sin límites?

En aquel acuerdo de divorcio, no vi una derrota, sino la única vía de escape.

Firmé, no como aceptación, sino como mi última declaración de libertad.

Y, como una sombra desaparecí de su vida, rumbo a un nuevo comienzo en la inmensidad de la Patagonia.

Lo dejé con la mujer que había elegido y con las consecuencias de sus actos.

Mi libertad era la única venganza que valía la pena.

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El olor a metal y la sangre llenaban mis pulmones. En mi vida pasada, morí sola en la carretera, abandonada por mi hermano Mateo y nuestra prima Isabella, quienes se negaron a llevarme al hospital. Dijeron que exageraba un dolor de estómago para arruinar la fiesta de cumpleaños de Isabella. Era apendicitis, que se volvió peritonitis. Vi mi propio funeral, a mi abuela Elena destrozada por el dolor, y a Mateo e Isabella celebrando, destruyendo el legado familiar que tanto amaba. La traición me consumió, y mi abuela, con el corazón roto, me siguió poco después. Hasta ahora. Un chirrido de neumáticos y un golpe seco. El mismo accidente, el mismo día fatídico que me llevó a la tumba. Pero esta vez, estaba aquí, y mi abuela yacía inconsciente a mi lado. En mi vida anterior, la llamé a ellos primero, lo que nos costó todo. Esta vez no. Mi cerebro trabajó a una velocidad vertiginosa. No podía depender de Mateo, ni de Isabella. Saqué mi teléfono, llamando a emergencias, asegurándome de que esta vez, mi abuela viviría. Pero la supervivencia de mi abuela dependía de una transfusión de sangre O negativo, un tipo de sangre casi imposible de encontrar. Contacté a Mateo e Isabella, quienes compartían el mismo tipo de sangre, y les rogué ayuda. Ellos, ciegos por la codicia y la manipulación de Isabella, se burlaron, acusándome de arruinar su fiesta de cumpleaños. El médico corroboró la urgencia de sangre, pero respondieron con crueldad, colgándome. Me sentí completamente sola, con el pánico invadiéndome mientras buscaba desesperadamente donadores. Cuando encontré un donador, Ricardo, Mateo e Isabella lo contactaron, mintiéndole y persuadiéndolo de no venir. La vida de mi abuela pendía de un hilo, y ellos estaban dispuestos a dejarla morir por un capricho. Pero no esta vez. No iba a suplicarles. Iba a luchar. Ya no era la nieta ingenua que confiaba ciegamente en su familia. La muerte me había enseñado la lección más dura de todas. El dolor insoportable se transformó en una furia helada. Conseguí contactar a una red privada de donación de sangre y pagué una fortuna, era nuestra última esperanza. Cuando el Dr. Ramos, influenciado por Mateo, intentó evitar la donación, el infierno se desató. ¡No dejaría que la historia se repitiera! Mi abuela viviría, y ellos pagarían por todo el daño causado.

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