El sonido de la lluvia repicando contra los ventanales era lo único que llenaba el silencio del comedor. Andrés Beltrán contemplaba su copa de vino sin tocarla, mientras al otro lado de la mesa, su esposa parecía más interesada en su teléfono que en él.
-¿Cuánto tiempo más vamos a fingir esto? -preguntó finalmente, con la voz áspera, quebrada por el cansancio.
Catalina levantó la vista, sin sorpresa, sin emoción. Solo fastidio.
-¿Fingir qué? ¿Un matrimonio que nunca existió? -respondió, dejando el teléfono a un lado-. Tú sabías perfectamente lo que era esto desde el principio, Andrés. No te hagas el ingenuo ahora.
Él sostuvo su mirada, pero no dijo nada. Ya no tenía fuerzas para discutir.
Catalina se levantó con elegancia. Caminó lentamente hacia él, deteniéndose a su lado como si estuviera frente a un extraño.
-Eres un hombre muerto -susurró con una media sonrisa que no contenía compasión alguna-. Y lo sabes. Si no fuera por el acuerdo entre nuestras familias, nunca te habría hecho caso. Nunca.
Andrés apretó los puños bajo la mesa.
-Tres años de matrimonio, Catalina. Y ni una noche juntos.
-¿Y tú esperabas otra cosa? -rio con ironía-. No pienso entregarme a un hombre con quien no voy a pasar el resto de mi vida... y mucho menos darle un hijo. ¿Para qué? ¿Para dejarlo huérfano antes de que aprenda a caminar?
Dicho eso, dio media vuelta y recogió su bolso del respaldo de la silla.
-Esta noche tengo una cena. No me esperes.
Salió del comedor sin mirar atrás. Su perfume se disipó rápido, pero el veneno de sus palabras se quedó suspendido en el aire, como una sentencia.
Andrés se quedó solo. Otra vez.
El silencio volvió, solo interrumpido por el leve golpeteo de la lluvia y los ecos de su respiración agitada. Sentía el corazón pesado, el cuerpo cansado. Como si cada día su propia piel se le volviera ajena.
Entonces, su celular vibró sobre la mesa. Era Lucía, su asistente personal.
-¿Sí? -contestó con voz baja, desganada.
-Señor Beltrán, lo siento por la hora. Solo quería informarle que hemos recibido confirmación del Instituto Ardent, en Noruega. Es un equipo de científicos que lleva más de ocho años estudiando la misma enfermedad que usted padece. Los informes muestran un avance considerable, y han aceptado recibirlo como parte del programa privado de observación clínica.
Andrés se incorporó lentamente en su silla.
-¿Están seguros? ¿No es solo otro experimento sin resultados?
-No, señor. Esta vez no. El laboratorio ha estado colaborando con una red de investigadores en Europa. Tienen datos sólidos, y según el doctor Sforza -el neurólogo que lo había atendido los últimos meses-, es su mejor oportunidad. Ya hice los preparativos. El vuelo está programado para dentro de tres días. Solo necesitamos su aprobación para confirmar.
Andrés tardó unos segundos en responder. Luego se llevó la mano al rostro, cansado.
-Hazlo. Confirma todo.
-Entendido, señor.
La llamada terminó, pero algo se había encendido en su interior. Era tenue, casi imperceptible, pero ahí estaba: la sensación de que aún no todo estaba perdido.
Se sirvió el vino al fin. Lo bebió de un trago.
Tal vez su esposa tenía razón: era un hombre muerto... pero aún respiraba. Y mientras pudiera hacerlo, no pensaba quedarse cruzado de brazos.
La ciudad amanecía con una capa densa de nubes grises, como si el cielo imitara el peso que arrastraba Andrés Beltrán sobre sus hombros. Desde el ventanal de su oficina en el piso treinta y siete, observaba el tráfico avanzar lentamente por la avenida principal, indiferente al paso del tiempo o a la vida de quienes se apagaban detrás de cristales y fachadas de concreto.
Tenía una taza de café entre las manos, pero ya no sentía el calor. Últimamente, casi nada lo tocaba.
Lucía entró sin anunciarse, como siempre hacía cuando lo veía ausente.
—Buenos días, señor Beltrán —dijo con voz serena, dejando una carpeta sobre su escritorio—. Le traje los informes de cierre fiscal y la agenda previa al viaje.
Él apenas giró la cabeza. Lucía era de las pocas personas que no le hablaban con miedo ni con compasión. Por eso seguía a su lado, después de tantos años.
—¿Alguna novedad con lo del instituto?
—Todo confirmado. Los doctores firmaron el acuerdo de confidencialidad y el paquete médico fue enviado por mensajería diplomática. Su traslado ya está cubierto, y el equipo del laboratorio Ardent lo recibirá apenas aterrice en Oslo.
Andrés asintió, sin entusiasmo.
—Perfecto. ¿Algo más?