El whisky quemaba su garganta mientras Giacomo Lombardi observaba el horizonte desde el gran ventanal de su oficina. La ciudad se extendía a sus pies como un tablero de ajedrez, ordenado, predecible. No como su vida, no como el caos que lo había consumido desde aquel maldito día en el altar.
Suspiró con hastío sin quitar su mirada del gran ventanal. Su oficina, amplia y de diseño minimalista, reflejaba su personalidad fría y meticulosa. El escritorio de madera oscura estaba impecablemente ordenado, salvo por la copa de whisky y unos cuantos documentos apilados. La gran pantalla del computador prendida a un costado mostraba los diseños de los nuevos modelos de autos que la empresa lanzaría pronto. Pero nada de eso lograba captar su atención.
El sonido abrupto de la puerta abriéndose lo sacó de sus pensamientos.
-Hermano, otra vez sin asistente. Tenemos demasiado trabajo -gruñó Luigui, entrando con paso firme.
Giacomo rodó los ojos y bebió otro sorbo de su vaso de whisky.
-Calmado, ventarrón. Esa era una inútil asistente -respondió con desdén.
-¿Me dices que me calme? Giacomo, hay muchas cosas por hacer, en pocas palabras, demasiado trabajo. Los diseños de los autos, la selección de colores para la nueva línea... y me sales con esto. Carajo, no sé qué hacer contigo -espetó Luigui, golpeando el escritorio con frustración.
Giacomo lo observó con su habitual expresión impasible. Nada lograba alterarlo , solo la inútiles de sus asistentes, es como si viviera en una burbuja de soledad y tristeza
-No me grites, Luigui. Si quieres, contrata a alguien. Trataré de soportar lo inútiles que son, pero prometo no despedir a nadie hasta que terminemos con lo de la nueva línea.
Luigui resopló, pasándose la mano por el cabello en un claro gesto de exasperación.
-Voy a contratar a un hombre, así dejas de joder -murmuró antes de salir de la oficina, dando un portazo.
Giacomo sonrió con ironía. No le importaba si era hombre o mujer, estaba convencido de que cualquier asistente le resultaría inservible. Pero necesitaban a alguien que aguantara su humor de perros el tiempo suficiente para que el trabajo saliera adelante.
Se sirvió otro whisky y volvió a mirar por la ventana. Afuera, la vida seguía su curso. Adentro, él seguía atrapado en la jaula de su propio resentimiento.
Recuerdos de un pasado roto así quedó después de ese día.
Cerró los ojos y, sin querer, su mente lo arrastró a los recuerdos de ese día.
El día en que su mundo se vino abajo.
El altar estaba decorado con rosas blancas, los invitados murmuraban emocionados, la música sonaba suave. Él estaba de pie, con el corazón latiendo a mil, con la mirada fija en la puerta de la iglesia. Esperaba verla entrar, radiante, como siempre. Sofía Álvarez. La mujer a la que amaba con todo su ser y a pesar de todo seguía mando con toda su alma , corazón y lealtad.
Pero el tiempo pasaba y ella no aparecía.
Primero fue un murmullo entre los invitados. Luego, los murmullos se convirtieron en miradas incómodas. Después, alguien le tocó el hombro.
-Giacomo... Sofía no ha llegado.
Su respiración se agitó, su pecho se tensó.
-Debe estar en camino -dijo con una seguridad fingida, aferrándose a la idea de que todo era un retraso nada más.
Los minutos se convirtieron en una tortura. Cada segundo que pasaba era un clavo más en su dignidad.
Su hermana Eva fue la primera en dar un paso adelante. Tomó su celular con nerviosismo, marcó varias veces, pero no hubo respuesta.
Y entonces, llegó la humillación final.