Había pasado los últimos cinco años de mi vida como secretaria de Daniel Diaz un hombre tan apuesto como arrogante. Tenía veintisiete años, y el tiempo parecía correr sin piedad, especialmente cuando cada día era una repetición de soportar el carácter difícil de mi jefe y de enfrentar mis propios problemas. No tenía familia a la que acudir, ni amigos en los que pudiera confiar verdaderamente. La soledad era un precio que pagaba desde hacía mucho tiempo, pero a estas alturas, ya me había acostumbrado.
Lo que no había logrado aceptar del todo era la constante lucha económica que me perseguía. Vivía al día, apenas cubriendo mis necesidades básicas con el sueldo que ganaba en esta empresa. Deudas, cuentas acumuladas, pagos atrasados... el dinero siempre escaseaba, y cada mes parecía una montaña aún más empinada que escalar. Mis sueños de una vida tranquila se habían desvanecido en la rutina y en la resignación.
Daniel lo sabía, aunque nunca había mostrado el más mínimo interés en ayudar. Era el típico hombre que nunca se detenía a mirar a los demás, especialmente si esos "demás" no eran capaces de aportarle algo valioso o necesario. Frío, controlador y un completo mujeriego. Cada semana lo veía cambiar de acompañante, y todos en la empresa susurraban sobre sus interminables aventuras y sobre su carácter intocable, como si fuese un dios al que nadie podía rechazar. Para él, yo solo era una sombra en su oficina, alguien eficiente que solucionaba sus problemas sin que él siquiera tuviera que pedirlo.
Aquella tarde, sin embargo, algo había cambiado. La última reunión había sido más tensa de lo habitual, y la figura dominante de su madre, Isabel, parecía ejercer una presión implacable sobre él. Daniel no era el tipo de hombre que solía mostrar debilidad, pero incluso yo, a lo lejos, pude ver cómo la tensión lo aplastaba. Estaba cansado, y en su rostro se podía leer la frustración de no poder hacer las cosas a su manera.
Justo después de la reunión, recibí una llamada en mi teléfono de escritorio. Su voz se escuchaba extraña, como si algo más serio que el trabajo habitual estuviera en juego.
-Clara, necesito que vengas a mi oficina. Ahora.
No era una petición; era una orden, como siempre. Suspiré, guardé algunos documentos en la carpeta que llevaba y me dirigí a su oficina, sin esperar que esta vez algo fuera diferente.
Abrí la puerta con una mezcla de resignación y curiosidad. Daniel estaba detrás de su escritorio, pero en lugar de la pose arrogante que usualmente mostraba, parecía... serio. Su expresión era una mezcla de preocupación y algo que no podía identificar.
-¿Me necesita para algo en particular, señor Altamirano? -pregunté, manteniendo el tono formal que había aprendido a usar con él.
Él me miró, y durante unos segundos, dudé que realmente quisiera decirme lo que estaba pensando.
-Clara, siéntate -me dijo, apuntando a la silla frente a él. Algo en su tono me hizo saber que esta no era una charla común.
Me senté y esperé a que hablara, pero él permaneció en silencio unos segundos más, como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Finalmente, se decidió.
-Necesito una esposa -soltó, sin rodeos, como si hubiera estado reteniendo esas palabras y necesitara liberarlas de golpe.
Lo miré, parpadeando varias veces. No podía haber escuchado bien.
-¿Perdón? -pregunté, todavía procesando.
Él me observaba sin una pizca de humor en su mirada.
-Lo que escuchaste. Necesito una esposa... y lo necesito rápido.
Una risa involuntaria escapó de mis labios. Él, el gran Daniel Altamirano, ¿buscando esposa de repente? Aquello parecía sacado de una de esas telenovelas que me había obligado a dejar de ver hacía mucho tiempo.
-Daniel, esto es... no entiendo. ¿Qué...? -intenté decir algo coherente, pero él levantó la mano, indicándome que esperara.
-Sé que esto suena absurdo, Clara. Pero necesito a alguien en quien pueda confiar para que esta situación no se salga de control. -Su tono era firme, casi desesperado, y eso fue lo que me hizo comprender que hablaba en serio.
Lo miré, tratando de entender el porqué de todo esto.
-¿Y por qué exactamente necesitas una esposa? -pregunté, intentando sonar neutral aunque sentía que mis palabras tenían un tono de sarcasmo.
Él suspiró, pasándose una mano por el cabello, una de esas pocas veces en las que se dejaba ver incómodo.
-Mi madre... Isabel -dijo, y solo el nombre parecía provocar un cambio en su expresión, como si una sombra oscura cayera sobre él-. Está empeñada en que me case. No confía en que pueda liderar la empresa sin estabilidad, sin un compromiso que me haga madurar, según sus palabras. Piensa que soy incapaz de tomar decisiones estables.