El día había llegado. Estaba dispuesta a tomar el riesgo que fuese necesario para lograr que Liam Davis, mi músico favorito en el mundo, supiera de mi existencia.
Un año atrás, cuando lo vi por primera vez sobre el escenario del bar Perla Negra desgarrando temas en su guitarra, quedé flechada. El sonido melancólico y a la vez agresivo que imprimía a sus canciones me rompía en pedazos.
Era como si expulsara de su alma los sentimientos de dolor y rabia que lo embargaban, liberándose de ellos, y liberándome a mí. Su música destilaba las frustraciones que me oprimían y me dejaba tan ligera como una pluma.
Relataban experiencias similares a las que yo había vivido, como el acoso y las burlas en la escuela por mi baja estatura, o la tristeza, la ira y la confusión que me produjo el rechazo y el abandono de mi padre. Era como si él se hubiese metido dentro de mi cabeza y, con toda la basura allí encontrada, escribiera las más conmovedoras canciones.
Me entendía, sin conocerme, dándole alivio a mi alma. Por eso lo amaba y debía lograr que supiera de mí esta misma noche, antes de que la fama, que estaba a punto de tocar a su puerta, lo alejara hasta volverlo inalcanzable.
—No sé, Madison. Sé que es viernes y no te niego que disfrutar de los pectorales definidos y del estómago con forma de tableta de chocolate de Oliver Jones sea gratificante, pero creo que deberíamos quedarnos a estudiar más sobre ética periodística. Es poco lo que hemos repasado de esa materia y la profesora nos advirtió que el examen del lunes estará difícil.
La queja de mi amigo Rogers me hizo resoplar por el hastío. No había parado de lamentarse mientras yo me preparaba para el concierto de mi vida, escuchando uno de los temas de los Squids, la banda de rock alternativo de Liam, en la habitación estudiantil que ocupaba en las afueras de la Universidad de Rhode Island.
—Todos los profesores dicen eso para obligarnos a estudiar como posesos.
—¡Todas las materias de este semestre están como poseídas!
Sus exclamaciones dramáticas me incomodaron. Dejé de verme en el espejo que se hallaba sobre mi cómoda mientras me maquillaba, para girarme y mirarlo con odio. Él me ignoró por juguetear con la foca de peluche que yo abrazaba cuando dormía.
—¿De qué te quejas, Rogers? Eres el estudiante con el mayor índice académico del curso —rebatí aireada.
Y era cierto. Mi amigo era una lumbrera, no había materia en la que no se destacara. En los dos años que llevaba estudiando con él la carrera de periodismo siempre lo veía sacar notas altas.
—Lo soy porque repaso más de una vez los contenidos para un examen. No me confío al creer que me las sé todas más una.
Me torció los ojos con altanería, eso hizo hervir mi sangre.
—Ya, polluelos, dejen la discusión —intervino Cleo al salir del baño. Era una chica robusta y de actitud varonil con la que compartía habitación y se había convertido en mi mejor amiga. Los tres estudiábamos la misma carrera y cursábamos el mismo semestre—. Rogers, no hemos repasado una sola vez los temas de ética, llevamos una semana leyendo las guías que nos facilitó la profesora y hablamos de su contenido en cada almuerzo y cada noche por videollamada antes de irnos a la cama. Estamos preparados para lo que sea. Además, aún tenemos el fin de semana para seguir estudiando, ¡nos merecemos un descanso! —reclamó hacia el chico. Él volvió a torcer los ojos mostrándose altivo—. Y tú, Maddi, hazme el favor de calmarte —me regañó—, pareces un ampere.
Sonreí divertida mientras ella miraba con preocupación su parte de la habitación, sin saber por dónde comenzar a ordenarla.
—Pasas tanto tiempo con tu novia, la estudiante de electrónica, que ya hablas como ella.
Cleo me observó con los ojos entrecerrados.
—Rosita, cariño. No olvides su nombre —advirtió y me señaló con un dedo, pero enseguida perdió su actitud desafiante. Parecía bipolar—. Tienes que calmarte, estás hermosa y radiante, eres una diosa. Liam Davis va a verte a kilómetros de distancia.
—Ni la cabeza se le verá entre el público que asistirá al concierto —masculló Rogers en voz baja, aunque pude oírlo bien.
—¡No te burles de mi tamaño! —grité.
Odiaba que hicieran alguna referencia sobre mi corta estatura. Apenas medía 1,52 centímetros, por eso siempre era la más pequeña de cualquier grupo en el que estuviera, siendo el blanco perfecto para las burlas.
De niña me acosaron en la escuela por ese motivo. Se reían y me tildaban de «enana» hasta hacerme llorar. Llegue a sentir asco de mí misma por culpa de mi tamaño, teniendo que asistir a costosos psicólogos.
Para no causarle tantos gastos a mi madre, que muchos sacrificios había tenido que soportar al criarme como madre soltera rechazada por su familia, me volví una fiera. Logré que dejaran de humillarme asumiendo maneras violentas.
De mi padre ausente heredé una fuerza superior a mi tamaño y contextura, me aproveché de ese rasgo para defenderme del acoso y darme a respetar. Nadie se metía conmigo porque terminaban con una pierna hinchada, con el estómago adolorido o con los pies aplastados por mis botas. Dejaron de decirme «enana» para no sufrir mis ataques, así había logrado superar toda la preparatoria.
No permitiría que en la universidad eso continuara, aunque sabía que Rogers no lo decía con mala intención, solo para fastidiarme.
Él era un sujeto altísimo, delgado y de piel tan negra como el carbón, además de ser gay. Nadie como él me entendía. El acoso que había vivido en su infancia duplicaba el mío, pero ahora aceptaba por completo su realidad, sin ocultarla a nadie y sin sentir vergüenza. Le daba igual si alguien se ofendía con su presencia o no, e ignoraba la mayoría de las chanzas en su contra. A algunas las respondía con duros sarcasmos.
Mientras yo endurecí mis puños para defenderme, él lo hizo con su actitud.
—Tranquila, Maddi. Nos ubicaremos en un sitio alto y despejado para que Liam te vea —aportó Cleo para evitar que me sintiera mal por la referencia a mi estatura y recogiendo su ropa regada por el suelo.
—Sí, colgados de las lámparas del bar —insistió Rogers.
Rugí de rabia. Sabía que sus provocaciones no se debían a una burla por mi tamaño, sino a su frustración de no quedarnos en la habitación con la cara hundida en los libros. Él no podía vivir sin estar estudiando.
—Sigues burlándote de mí y te daré una patada en una pierna.