La puerta de
mis aposentos se cierra tras de mí. Hago una mueca, gruñendo airadamente por el
tono de su ruido.
Joder, necesito
una copa. Aún me duele la cabeza por la resaca de la noche anterior, pero
necesito despejarme. Necesito vengarme.
Doy patadas a
latas de cerveza vacías mientras me muevo por la habitación, paso junto a
platos sucios apilados en una mesa de centro, junto a ropa vieja amontonada en
el sofá del salón, junto a cuadros enmarcados: los cristales agrietados y rotos
cuelgan ladeados o en el suelo.
Aquí hace
calor. O quizá no, podría ser sólo el sudor. Últimamente tengo cada vez más, lo
que probablemente no sea una buena señal. "Probablemente" nada sea
una buena señal, como me recordó el Dr. Crowber la última vez que vino a
revisarme la pierna y a renovarme las recetas.
La verdad es
que los temblores y sudores provocados por el alcohol son una señal de que me
estoy desmoronando. La otra verdad es que en este momento no podría importarme
menos.
Mis ojos se
centran en la botella de bourbon casi vacía de mi mesilla de noche.
Sí, estará bien.
Cojo una taza
de café vacía de la enorme repisa de la chimenea, la huelo y decido que no me
importa la pizca de olor a café antes de desenroscar el bourbon y servirme uno
doble. Me lo llevo a los labios y trago profundamente, sintiendo el calor
familiar del alcohol introducirse en mi cuerpo destrozado.
Me quema. Me
inflama las venas y me quita el vaho de los ojos. Me aporta el tipo de
concentración difusa que he aprendido a preferir a la realidad en los últimos
meses. Y hoy la realidad es algo de lo que me alegra escapar. Porque subestimé
los sentimientos que me provocaría tenerla de vuelta. Subestimé lo que me
causaría.
Samantha Emerson.
Años después, vuelvo a recibir la
misma maldita mirada de ella.
De desprecio.
De indiferencia.
Que me
desprecian por lo que soy, en lugar de adorarme por algo que no soy, como ha
hecho siempre la mayoría de la gente.
Y lo peor de
todo, lástima. Ni siquiera es por el accidente. Ya recibí esta mierda de ella
hace años, como si me tuviera lástima por ser yo.
Frunzo el ceño
mientras saco más whisky. Diría que la razón por la que ella está aquí, y no
literalmente cualquier otra chica del planeta, es para que por fin sea capaz de
reconocer quién soy yo frente a quién es ella, o para recordarle que no es
mejor que yo, a pesar de su errónea creencia de que lo es, lo cual es mentira.
Está aquí
porque es ella, y está aquí para algo más que para salvar el trabajo de su
padre, sólo que aún no lo sabe.
Está aquí para salvar un imperio,
mi imperio.
Pero a la mierda su piedad.
A la mierda su desprecio.
A la mierda su indiferencia hacia
mí.
Ahora la poseo.
El whisky me
despeja la cabeza tanto como me la entierra. Me desplomo en la silla de
respaldo alto que hay junto a la enorme chimenea de mi habitación, despejando
más residuos y volviendo una cara amarga hacia el cenicero improvisado en lo
que antes era un tazón de cereales.
A la Sra. Smiths
le sale una nueva arruga cada vez que le niego la entrada a mis aposentos, que
poco a poco se han convertido más en un peligro para la salud y la seguridad
que en una zona habitable. Pero este lugar es mi santuario y aquí no entra
nadie más que yo. Ni la Sra. Smiths. Ni los pocos amigos que me quedan. Ni las
mujeres sin nombre, aunque incluso ésas dejaron de hacerlo tras el accidente,
ni mi pierna.
Mi vivienda es
un vertedero, eso es lo que es. Arruinadas y andrajosas, despojadas del
prestigio y el pedigrí opulento y anticuado que tuvieron antaño. Más o menos
como yo.
Casi matar a tu
mejor amigo y luego ser puesto bajo arresto domiciliario tiene ese efecto.