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El camino oscuro al éxito

El camino oscuro al éxito

Antártida

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Capítulo

Un hombre millonario perdido en un laberinto de sus propias acciones.

Capítulo 1 Inicio

Prólogo

Hola.

Quizá ahora mismo te estés preguntando la razón por la que este papiro te habla, y no te culpo, siendo tú yo también indagaría. Prometo hacer lo posible por aclarar tu duda acerca de mi intromisión, pero antes déjame contarte una pequeña historia:

Hace tiempo existía un hombre hecho de papel que vivía escondido debajo de la dura pasta de la libreta que lo refugiaba, el hombrecillo resistía triste y terriblemente melancólico en aquella oscuridad, teniendo como su más ferviente deseo contemplar la luz del sol, aunque fuese solo una sola vez sentir el arrebol para luego devolverse a la perpetua penumbra. Ese hombre de papel era yo. Hubo una tarde en la que diminuta irradiación cambió el ambiente, el cuadernillo al que pertenecía fue abierto, percibí algo nunca antes sentido, el viento acariciando mi impoluto semblante, poco tiempo después un frío trazo recorrió mi estructura impecable, la sensación fue sorpresivamente extraordinaria, aquellas finas líneas crearon vida fantástica a su paso. Pude ver el cielo y hasta vestirme de magia, descubriendo a la vez que el milagro no está en las manos ni en el papel, sino en los ojos que lo leen. Lastimosamente toda historia posee su lado umbroso, el de esta es un hombre hecho de rabia, a decir verdad, no es exactamente hombre, ni solo la rabia lo constituye; lo consumen un arsenal de sentimientos nocivos como la ira, la furia, el odio, la ambición, la deshonestidad, entre otros igual de funestos. Ese ser requiere alimentarse y se abastece ingresando a los recovecos de los incautos que le brindan entrada, su objetivo es destruir desde adentro aprovechándose de la desesperación. Siempre busca a quien extenderle la mano como Dios a Adán en la capilla Sixtina, pero no necesariamente otorga vida; su misión es destrozar toda esperanza en ella.

Se autodenomina el benefactor y está aquí beatificándose mediante hazañas heroicas, brindando pecados guardados minuciosamente bajo la fina capa de milagros cuando su verdadera intención es el castigo. Como todo ser maligno se regocija en la burla, valiéndose de la decepción promete esperanza a personas llenas de desasosiego. Y aunque él intente incinerarme con su amargura, permíteme llevarte a que explores junto conmigo pasajes un poco lúgubres, un tanto místicos. Dicho esto, comencemos este viaje.

Inicio

“En el principio se creó los cielos y la tierra… La luz y la oscuridad”.

El enamorado de Beatriz demostró en su célebre comedia que para llegar al cielo primeramente se debe sucumbir ante el insondable abismo de las nueve bocas, aunque podamos elegir que infierno visitar, seguramente ninguno desearía quedarse para morarlo eternamente. Resulta difícil imaginar lo indispensable de cruzar el ígneo río de las almas errantes del inframundo en un vago intento por esquivar la purgación y tocar definitivamente la entrada del azul olimpo.

Suponemos merecer sobrevolar las alturas por el simple hecho de haber surgido en algún punto del universo, planeando durante toda la vida a ras del suelo sin lograr por lo menos una acción meritoria, haciendo uso continuo del libre albedrio, mientras permanecemos desprevenidos de las consecuencias. Muy a mi pesar lo sé y lo siento, aunque solo a mí mismo me permito juzgarme y justificarme.

Desde pequeño el equipaje solamente empacaba carencias, admito que la precaria situación no era algo ocasional y tal parece que mi semilla brotó en medio de la pobreza para germinar en un campo plagado de otoños ruinosos y mi mente siempre ocupada apeteciendo saborear las ignotas mieles de la opulencia pasaba por alto los iterativos rugidos estomacales. Siendo un infante la abundancia absoluta fue mi sueño más anhelado y como no serlo si desde que tengo uso de razón la orfandad me ha acompañado. Evocando aquellos primeros años, recuerdo el sitio de acogida, sobre todo cuando el calendario marca 31 de octubre, ya que sobre aquel auspicio se erigía una leyenda ancestral.

Una noche de Halloween

Halloween, la cita anual donde los niños salen a pedir dulces, bien se podría decir que es una fecha de simbiosis entre la comunidad; unos solicitan mientras otros dan. Hasta el orfanato de “Las almitas libres” llegaba el rumor de la festividad, y aunque fuese más que obvio su participación siempre fue nula, puesto que lo asociaban a la conmemoración de rituales lúgubres de antaño, brujería, ocultismo y una variación ceremonial de satanismo. Un colectivo que en otrora exhibió los vejámenes de brujas condenadas a la hoguera, décadas después cuidaba con minucia la salvaguarda de los niños que estaban a su potestad. La historia del hospicio era fabulística, antes de ser un hogar de paso para nosotros los huérfanos, fue el centro de un bosque donde su espesura servía de guarida en aquel entonces para mujeres que a través de las artes oscuras recreaban una apariencia metamorfoseada, convirtiéndose en animales de la noche, pasando de ese modo desapercibidas para ofrecer sus sacrificios de niños al mismísimo satanás. Debió transcurrir mucho tiempo para que entonces aquellas hechiceras fueran expuestas y en el lugar que fomentaban un edificio de tres pisos fuese construido para un fin completamente diferente al anterior; refugiar a infantes en estado de abandono.

El albergue llevaba años operando, y aunque ya el deterioro era evidente debido a que las largas temporadas de funcionalidad le regalaron un semblante tosco que esbozaba el detrimento ocasionado por la antigüedad, esto sumado a factores meteorológicos, y siendo una entidad sin ánimo de lucro no contaba con suficientes recursos para permitirse mantenimiento. No obstante, a pesar de aquella fisonomía, aquel era el único hogar que muchos niños conocíamos, instalados allí creamos una hermandad ligada a un fuerte vínculo, pese a no estar unidos por lazos sanguíneos, era genuina, nos protegíamos los unos a los otros, porque todos sabíamos de propia mano que se sentía ser tocado por el abandono, el hambre y la soledad. El lugar no era un simple orfanato, fue nuestra casa, una morada repleta de sueños esperanzados en el hallazgo de una familia que nos otorgara la estabilidad que necesitábamos, el amor que merecíamos. De edades variadas y motivos diferentes para hospedar el lugar, todos yacíamos igual de desamparados.

Ese 31 de octubre estábamos reunidos en la ventana que desde el piso más arriba daba hacia la calle, observando con los ojos abiertos como platos la congregación de disfraces que se extendía por toda el área, una comparsa variada de trajes de todo tipo, desde alegorías fantásticas de la realeza, hasta arquetipos espeluznantes sobre monstruos y seres fantasmagóricos. Suspendidos, absortos e impasibles, contemplábamos el disfrute de aquellos niños en la acera, era lógico, nunca experimentamos llevar encima las ropas de alguien más porque no nos era permitido siquiera hablar al respecto de aquella celebración anual, aunque nuestro interior flameaba por salir a la calle para pedir golosinas con vestimentas escandalosas, divertirnos durante esa noche, pero el acceso a dicha festividad para los residentes del orfanato estaba denegado, ergo, solo podíamos mirar desde la distancia a través del cristal de una ventana impenetrable, hasta que el reloj marcó las 9:00 pm, la hora estipulada para dormir, nuestros ojos expectantes y brillantes se entristecieron, a regañadientes caminamos arrastrando las plantas de los pies hacia el dormitorio. Deseábamos quedarnos un rato más para seguir degustando la festividad, pero conociendo la obstinación de las monjas, resultaba imposible llegar a consenso con ellas, así fue como desasistimos de cualquier intento petitorio.

Transcurrió alrededor de una hora cuando el humo nos despertó de forma insólita a los residentes del hospicio, el lugar se estaba incendiando, una comparsa flamígera danzaba derredor del edificio, devorando todo a su paso, como un oso hambriento que recién se levanta de su hibernación. Los alaridos no se hicieron esperar, el desespero se apoderó de todos en el interior cuando las llamaradas bailaban incesantes intentando salir del sitio que anterior había conocido el infierno y que en ese instante lo reflejaba.

La mayoría de niños logramos escapar de la calamidad, no obstante algunos cuentas que las monjas quedaron atrapadas en la recámara que compartían para descansar, mirando por el vidrio de la única ventana que daba al exterior, solicitaban mediante señales gesticulosas ayuda de los niños que casualmente pasaban por allí; Lorena, Juan, Lucas, José, Pedro, Pablo, Rafael, Ángel y Natasha, estos las miraban desde afuera de la habitación, una especie de fulgor ígneo destacaba en sus ojos, sonrieron de forma siniestra para luego seguir su rumbo, haciendo caso omiso a la petición de auxilio, sin importarle el clamor y los gritos angustiantes de sus protectoras.

Los desalmados niños prefirieron ir a disfrutar por primera vez de la noche de Halloween, cada uno confeccionó con lo que encontró entre los escombros el disfraz con el que había soñado. Lorena, una de las mayores, con quince años de conocer la tierra, ella quería ser cenicienta, llevaba unos harapos que adecuó conforme a su pedido, logró crear ese efecto de sirvienta y princesa a la vez, se dirigió a la fiesta de adolescentes que se ejecutaba en el centro del pueblo, estando allí fue donde conoció a un chico, bailaron durante un leve lapso de tiempo que lo sintió eterno, ya que nunca antes tuvo la oportunidad de un acercamiento tan íntimo con un muchacho de su edad, todo marchaba conforme a sus expectativas, cuando de repente su estómago empezó a gruñir, lo asoció a la ingesta excesiva de caramelos a la que lo sometió, no era regular tal aperitivo en el orfanato, zafándose de los brazos de aquel joven que la atenazaba, salió corriendo directo al baño, donde notó un grisáceo color inusual en sus mejillas, sin prestarle demasiada atención, fue interrumpida por un chirriante sonido proveniente de su abdomen, había abierto su apetito, quería comer algo diferente, esas ganas insaciables aumentaban en gran medida y una velocidad acelerada, como si jamás hubiera degustado nada en su vida, como si estuviera al punto de la inanición, volteó de nuevo hacia el espejo y fue allí cuando aulló. Despavorida trotó a un ritmo deshumanizado, dejando un zapato tirado en el suelo, no podía sostenerlos en las patas que emanaron de lo que antes eran pies, vellos crecieron por toda su superficie, cubriéndole toda la epidermis, la boca tomo una postura alargada a manera de hocico, lo harapos cayeron de su nuevo cuerpo, la conversión licantrópica iniciaba. Con presura sobrehumana orientó sus patas hacia la espesura del bosque. Trotó de prisa, encontrándose de frente con una niña que yacía perdida, y abrigada por una capa roja, estaba tirada en la hierba, acunada, balanceándose entre sus brazos de un lado a otro.

—¿Eres el lobo feroz? —preguntó la niña.

Antes de darle tiempo de una segunda interpelación, la despersonalizada Lorena se abalanzó sobre su cuello, cercenándolo de tajo, la pequeña no tuvo tiempo de exclamar una sílaba, mientras la sangre caía a borbotones y la loba se atiborraba con el último rastro de carne de la chiquilla, apresurándose culminó su comilona y emprendió la huida, dejando únicamente la caperuza de la menor en el suelo. Prenda con la que se toparía la abuela de la menor minutos después.

La reciente licántropa logró adentrarse aún más a la zona boscosa, refugiándose entre los matorrales, percibió unos murmullos a lo lejos, un cantar resonaba cada vez más cerca.

—Juguemos en el bosque... — coreaban tres niños.

Se trataba de Juan, Lucas y José, tenían cara parecida a la de los cerdos, y aunque su aspecto era distinto todavía conservaban ciertas facciones humanas, lo que los hacía mucho más espantosos. Lorena quedó atónita al notar tal situación, paradójicamente padecían algo similar, pero en lo personal no les sorprendía tanto como el hecho de verlo en otros de sus compañeros de hogar, era como si eso en lo que se transformaron hubiese sido su verdadera esencia que permanecía oculta bajo las capas de piel, esperando en el silencio por salir y dar rienda suelta a sus auténticos propósitos.

—Hola, Lori. ¿Quieres jugar? —inquirió Lucas.

Sus tres rostros de Katakirauwa emulaban una sonrisa sacada del inframundo, riéndose con desparpajo, se lanzaron sobre la loba, inmovilizándola al instante, luego Juan le propinó un puñetazo que la noqueó. Al despertar se topó con la cara de José frente a la suya.

—¿Conoces el cuento de los cerditos? —preguntó Juan. —Apuesto a que sí. Supuse que querrías soplar, por eso te pusimos bozal. Disculpa las molestias, querida Lori.

La licántropa forcejeaba, pero era en vano, los tres compinches aprovechando su dormitación, la ataron con suma precaución, dejándola prácticamente inamovible, y con el sujetador en su hocico le era imposible proporcionar alguna mordida. Uno de ellos sacó lo que parecía ser un picahielos y sin pronunciar un vocablo, ejecutó la psicocirugía, introduciendo en la cavidad ocular de la loba, quien lagrimeaba a consecuencia del descomunal dolor.

—¡Sátira! —exclamó José. — Realizar el procedimiento de lobotomía a una mujer lobo, es irónicamente dulce, pero bueno, más allá del juego de palabras, quizá así acabe esa hambre voraz y no sigas matando inocentes. Quédate quieta para que mi pulso alcance tu lóbulo frontal, ¡bestia!

Sin embargo, al terminar la cirugía, y por lo tanto sacar la herramienta de la concavidad del ojo, los marranos en conjunto determinaron perpetrar una trepanación, abriéndole a través del taladro manual, un agujero enorme en el cráneo, causándole una hemorragia que la llevó a la muerte. Dejándola ahí amarrada e inerte, se marcharon bosque adentro, llegaron a una casa pequeña, pero que, para su tamaño reciente, era normal, pues aquella metamorfosis les aminoró la dimensión corporal. Al no encontrar a nadie morando el sitio, se adueñaron de él, comiendo omnívoramente lo que hallaban, hasta que tocaron eufóricamente a la puerta que ellos cerraron al entrar a la vivienda ajena. Los intrusos no dudaron en quitar la cerradura y para su sorpresa se trataba de Pedro, Pablo, Rafael y Ángel, los otros compañeros del orfanato, que evidentemente al igual que ellos habían mutado, se veían más pequeños, se convirtieron en gnomos. Estos últimos se alegraron al hallar en su nuevo hogar a sus antiguos compañeros, los invitaron a quedarse y esperar a alguien importante que faltaba, los cerditos accedieron.

“Toc toc”, llamaron a la puerta, acto seguido la manija se desplazó en señal de abertura, el chirriante sonido delataba que alguien incursionaba, era Natasha, la última de los infames que abandonaron a las mujeres que le daban amparo La chica traía un vestido medio quemado y un listón adornaba la negrura de su cabellera irradiando matices azuladas al reflejarse la luz en ella. Era hermosa, tal vez demasiado, incluso para su ególatra personalidad.

—Hola chicos. —dijo Natasha al verlos. —Veo que ya estamos reunidos todos los que quedamos, y ya que ustedes son siete, me siento fiel émula de mi vestimenta; Blancanieves, realmente es algo especial esta cofradía fortuita. Rafael, Pedro, Ángel y Pablo, ¿ya le contaron a los nuevos lo que sucedió con los reales dueños de esta propiedad?

Se quedaron perplejos y mirándose los unos a los otros, como jugadores de soccer americano que se preparan para la embestida.

—Apuesto a que no. —prosiguió Natasha. — Imagino que no ha de ser fácil confesar como asesinaron a una familia completa, solo por robarles su abastecimiento y techo, pero no soy nadie para juzgarlos, después que he sido yo quien propició el incendió, todos creyeron que fue el mago de la papiroflexia al prender sus esculturas en papel, pero no. Yo al igual que las novicias que nos criaron, deseo servir al señor, y en esa búsqueda de regocijo espiritual conseguí un manuscrito que me elevaría a las verdaderas alturas, y pues debía destruir la maldad en el mundo, los calabozos, que pensándolo bien, eso era nuestro refugio, esa beatas nos mantenían aislados, el señor me hablo a través de esas páginas, me delegó la tarea de parte de los setenta y dos que Salomón en su basta arrogancia coleccionó en un anillo, pero que tiempo después fueron liberados al mundo, algunos como ustedes sin saber quiénes eran en verdad. Debian matar y matarse unos a otros, está escrito, los ayudé amos, los salvé por él, por nuestro benefactor Satán, ¿Por qué creen que fueron a parar a ese orfanato en los cimientos de sacrificios para nuestro rey? Todo fue por su propósito y el de su legión, en el camino se llevaron inocentes, él debe estar dichoso. En fin, no siendo más, complázcanme en mi sacrifico final y acaben con mi vida para despertar rendida en los brazos de nuestra estrella de la mañana: lucifer.

Al concluir con su discurso, los demonios sucumbieron encima suyo, devorándola mientras ella esbozaba una sonrisa. Luego unos mataron a los otros y el último cometió suicido, terminando así con el legado impuesto.

De vuelta a la realidad

Nunca me tragué esa historia de horrendas conjeturas, solamente se trató de una leyenda originada a partir de aquella noche, lo cierto es que sí se incineró el orfanato a raíz de que uno de mis compañeros, Benjamín; un conocido pirómano prendiera fuego a las figuritas origamis que el mismo había creado, convirtiendo en cenizas aquel edificio que fue nuestro hogar. Luego de la tragedia todos fuimos enviados a hogares de paso hasta que cumplimos la mayoría de edad y cada uno empezó a trabajar para formar su propia familia.

En cuanto a mí siempre concerté que desde tiempos inmemoriales el ser humano ha intentado basar sus juicios valiéndose de argumentos morales, llevando razones filosóficas sobre sus hombros para confrontar las acciones del día a día. Y teniendo en cuenta que para enlazar los diferentes conceptos es útil priorizar el significado de la ética como tal y las variantes que la misma conlleva, así como su pronosticable origen como ramificación filosófica. Sabía que el objeto primordial de la ética era analizar la corrección de las acciones y juicios dentro de la esfera determinada de pensamiento personal y global. Mi mocedad la pasé leyendo dentro de las letras de los grandes filósofos griegos como Platón, en cuyos marcos textuales se indagaba de forma incognoscible los márgenes de dicha materia. Siendo fiel a mis pensamientos metafísicos estudié leyes cuando tuve la posibilidad, aportando mi grano de arena en la búsqueda y cumplimiento de la justicia, en mi más devoto intento por quitar la conocida venda sobre sus ojos. Al graduarme envié mi currículo a cuanto bufete de abogados me topaba, pero excusados en mi nula experiencia laboral las negativas llovían sobre las ofertas. El desempleo perduró un par de meses hasta que en el periódico matutino resalté una vacante, de inmediato me dirigí al lugar para postularme, logrando quedarme con el empleo, fui delegado por mi inexperiencia a ejercer esporádicas asesorías legales impuestas por el tirano dueño de la firma.

Laburando conocí a la mujer que dos años después llevaría al altar, la misma que pariría a mi primogénito. Carmen, quien se vio obligada a renunciar a su puesto como recepcionista del bufete cuando salió a la luz nuestro incipiente romance. Ella indudablemente fue la única mujer en la vida que de verdad me amó, lo hizo cuando yo no tenía nada, cuando las aspiraciones llenaban el agujero negro que se expandía con crudeza dentro de mis vísceras.

El tiempo transcurrió sin mucho afán dejando asomar la fortuna por la ventana de mis carencias, llenando así por completo los vacíos bolsillos que traía rotos. Un tío que jamás se preocupó por mi existencia me dejó exuberante herencia tras el finiquito de la suya. Enseñándome que el dinero que todo lo compra es el mismo que todo lo gasta. Poco tiempo transcurrió cuando cambié todo, incluso hasta de esposa, la suplente de Carmen fue Karla, una despampanante mujer que hizo resurgir mis deseos más primitivos, poco recuerdo a estas alturas sobre mi vida, pero la pasión arrolladora que sentí por esa mujer aún no se me olvida.

Síntoma de Asclepio

“Levántate Lázaro”

La memoria con su inolvidable color sepia recupera recuerdos, bailando al compás de una partitura insonora cuando solemnemente el instrumento le da vida a la música. El papel grita en silencio rogando ser transferido al mecanismo, mientras notas presumidas se acurrucan dentro de variedades sensoriales, no obstante, psicofonías ladran en otro punto del plano, quizá dentro o quizá fuera, o tal vez sea solo una ocurrente referencia extraída de portentosa sugestión, aullando vehementes: “No somos más que el tiempo que nos queda caminando hacia el olvido que seremos”, la resolución contiene tanta lógica, absolutamente nadie está a salvo del exilio total de su huella y cuando se destruya toda señal de existencia no habrá lugar para recuerdos.

Volviendo a Karla, le conocí una mañana cuando hablaba de noche, me sorprendió de sobremanera, aunque la melancolía se me había vuelto adictiva, tanto como el café y la confabulación de mi memoria muchas veces hizo que cayera en la tentación de fundirme en mis propios letargos utópicos. No fuimos distintos, amábamos la lluvia, pero le temíamos a la centella, adorábamos la nieve, pero nos aterrorizaba la idea de ser aplastados por la avalancha, y el mar hipnotizante también nos aterraba al no encontrar un suelo al ser adentrado, nos espantaba la idea que las olas abriesen con sevicia sus salobres fauces llevándose consigo hasta el más mínimo de los rastros en un despliegue natural de su poderío. Sin embargo, contemplé como se bañaba Karla en la claridad, gotas luminiscentes caían a borbotones sobre su silueta, irradiándole, añadiéndole aún más hermosura. Cada noche siento que mis quimeras me hablan al oído con su voz, contándome esa historia que no se cansaba de repetir, la misma que tradicionalmente pasó por generaciones al interior de su linaje.

Aflujo

Volviendo a mi realidad reciente, la anterior noche bestial terminó en cátedra filosófica rebuscada, esta mañana pulsante resaca me despierta golpeando en las puertas de mi cráneo, las botellas vacías alfombrando la cerámica italiana recién implantada en el piso delatan la dinámica húmeda e interactiva de la velada preliminar, la sien latiendo y la retina negándose a cualquier recepción de luz es mi crónica de la migraña, cuando el dolor constante se hace cada vez más severo, y aunque suena reconfortante reconocer que grandes hombres murieron a causa de derrame cerebral por pensar demasiado, finalmente atravesarían el umbral cancelando noción agobiante. Cada que aparece la cefalea después de una ajetreada jornada de diversión, además de propinarme el golpe en la sien lo adoba con intermitentes lucecitas incitantes de regurgitación, saliéndoseme por la boca mediante el vómito ínfimas mariposas cadavéricas, al igual que la taquicardia cuyo ritmo agitado permite escuchar sin auscultación alguna los latidos de un corazón desesperado. Cuando la sensación que atormenta mi pecho por fin merma, llega una calma inquietante, y es entonces cuando presiono levemente mis dedos sobre la carótida, sintiendo así el pulso, entendiendo que el bombeo sigue su curso, mientras pienso que la única vida de la que en ese momento tengo certeza todavía continúa. Medio abro los ojos para verificar la hora, ocho en punto marca el reloj, es domingo, soy millonario y puedo dormir un rato más, pero la lumbre incesante embiste mi descanso, anexando el ruido del revoloteo de aves me veo obligado a levantarme de mi lecho, pero, ¿Qué está pasando? Este no es mi dormitorio, ¿acaso estoy aún soñando? Me encuentro a la intemperie montesa, ¿será que el festejo de anoche tuvo lugar en la finca que heredé? No, este paisaje se torna desconocido, por muy extensa que sea la locación de aquella propiedad reconocería cada una de sus hectáreas y este terreno desolado y estéril procede cierta atmósfera inquietante a la par que emana un hedor nauseabundo, diminuto pero incómodo a las fosas nasales, decido caminar para ver si familiarizo algo del sitio. Está repleto de abetos, ¡qué raro! es como si hubiesen plantado ese tipo de árboles por toda su longitud, insisto en la extrañeza, a pesar de haber sido abruptamente estimulado por el bullicio avícola no he notado señal de ningún pájaro ni siquiera de otro animal. Transito el desierto verde por un cuantioso lapso de tiempo, abetos, abetos y abetos pintados con ese color extremadamente rechinante. Quizá todo esto sea una broma pesada de mis colegas. Con la fortuna reciente, adquirí nuevas responsabilidades que me introdujeron en el mundo corporativo y con honestidad debo decir que la relación con mis compañeros de “clase” es cordial de dientes para afuera, por dentro la codicia nos hace competidores feroces que esconden sus colmillos mientras insisten en obtener la preciada placa imaginaria del número uno, todos queriendo estar en la cresta de la ola, sin pensar por un segundo cuan frágiles son y lo fácil que sería ahogarse en ella, terminando irremediablemente asfixiados en el arenal. Por un instante cavilé la opción de un realista show de televisión y que entre la espesura de las hojas irreverentemente esmeraldas saldría el presentador de uno de esos concursos donde familiares o amigos te postulan para reírse de tu reacción ante una situación imprevista, en mi caso lo segundo, carezco de lazos sanguíneos, al extinguirse mi estirpe la única compañía que tengo además de la hipocresía aristocrática de la alta alcurnia citadina, es el sentimiento recíproco con Karla, mi actual pareja.

Creo que deambulé en círculos varias horas, el astro rey se despide para que las tinieblas cobren su trono. La densidad del bosque y esta extraña niebla que emergió de repente hacen casi imposible la visibilidad del entorno. El silencio me penetra de forma insoportable, siendo capaz de percibir cualquier sonido por muy pequeño que se origine y la senda infinita simula perseguir esféricamente una línea recta mientras que el viento resopla con descaro sobre los árboles, moviendo sus ramas en una danza perturbadora. Sigo andando con la gélida brisa azotándome el dorso, ¿qué es esto? Acabo de toparme de frente con una desviación del camino, está compuesta por dos rutas diferentes, todas similares, ambas igual de lúgubres. Clasificadas una a la izquierda y la segunda a la derecha.

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