Noventa y nueve veces, y nunca más
ro y yo llegamos, la narrativa estaba establecida: Julia Carrillo, la querida estrella independient
rector general, al lado de su esposa, Elena, quien también era la hermana adoptiv
rcha. Corrió hacia nosotros, su rostro una
con sus brazos. Su agarre fue sorprendentemente fuerte, sus uñas cla
una marioneta, y ella y Alejandro eran los titiriteros. Interpreté mi pa
itaba. Una línea de seguridad se rompió. Vi una pesada luz de escenario precariamente e
sujetó con fuerza. "Quédate cerca, hermana", susurró
mbién vio la luz.
Julia no intentó apartarme del camino. En cambio, me empujó hacia adelante, dire
se balanceó hacia un lado. Me esquivó por completo y se estrelló contra el hombro de Jul
re la multitud, sus ojos solo para Julia. La tomó en sus brazos, s
uiera
fuerza, mi cara golpeando el frío suelo de concreto. El impacto me dejó
hacia abajo. Un trozo de varilla de la barrera de seguridad rota, afilado y oxid
a hacia la salida. La gente gritaba, corría. Alguien me pisó la mano. Otro me
do. El dolor era inmenso, un fuego que se extendía
jand
ro, perdido
No se dio la vuelta. No miró hacia atrás. Si
última pizca de esperanza en
final. El
rada, cada traición casual. Las noventa y nueve veces que me había roto el corazón. Y ahora, esto
el núme
a prometido a mí mism
ugido sordo. Lo último que vi antes de desmayarme fue a un guardia de seguridad d
ancia. Ahora. Una muje
do se vol
o primero que escuché fueron las voces su
ene una suite VIP completa por un hombro magullado. Han h
arteria principal por un milímetro. ¿Y su esposo? No ha aparecido ni una so
pesa que podría habe
re, una hermana. Pero al fina
sordo y constante. Pero no era nada
e dejé llevar de n