ada detalle de la vida que había comenzado a crear alrededor de Alex y, en cierta manera, alrededor de sí misma. Los días seguían un curso inmutable: las prim
Miurel, pero había algo que siempre la mantenía
Án
rarlas. Desde su llegada, Miurel había aprendido a percibir que, en su mundo, las emociones eran algo que se guardaban bajo llave. Ángel era un hombre de lógica, de orden, de control. Pero
eada de enormes terrenos que parecían más un refugio que una propiedad, un lugar donde los problemas del mundo exterior no podían alcanzarlos. Sin embargo, en medio de la tranquilidad que lo rodeaba, Miu
ana que daba al salón principal, vio su figura. Estaba sentado en una silla frente a la chimenea, con una copa de vino en la mano. No era una imagen particularmente extraña, ni especialmente llamativa, pero algo en la postura
la impulsó a acercarse, a ver más de cerca lo que estaba ocurriendo en ese rincón d
más vulnerables. Sus ojos, que siempre se mantenían fríos y calculadores, tenían una expresión que Miurel nunca había visto antes. Era un
ave resplandor anaranjado, pero no iluminaba su rostro por completo. Miurel no sabía si debía acercarse o simplemente regresar a sus tareas. Pero, por alguna ra
lo, como una sombra que no lo dejaba escapar. Ella quería salir, alejarse, dejarlo en su silencio. Pero algo la mantenía inmóvil, como si no pudiera apartar la mirada de lo q
rada apagada, como si, al verlo a través de esa ventana, hubiera atrapado algo más allá de lo físico. La tristeza en sus ojos era más evidente ahora, y M
el, el hombre que parecía estar tan cerrado a los demás, estuviera realmente... roto? ¿Y qué significaba eso para ella? Miurel había asumido que su relación con Ángel siempre ser
sible esconder por completo. Durante su tiempo en la mansión, Miurel había aprendido a leer el lenguaje no verbal de las personas, y en Ángel, las señales eran claras, aunque disimuladas. La forma en que sus hombros se caían cuando pensaba que nadie lo observ
percatarse de otros pequeños detalles: la forma en que siempre se quedaba en su oficina después de horas, mirando fijamente las pantallas de su computadora sin hacer nada en particular; la ma
aba una ternura casi imperceptible hacia su hijo. Cuando pensaba que nadie lo observaba, sus ojos se suavizaban al ver a Alex reír o al escuchar sus primeros balbuceos. Aunque
r que sus emociones afloraran, sin la necesidad de hablar, de expresar con palabras lo que sentía. Alex, sin
do también una parte de sí mismo. La parte más vulnerable, la que había quedado marcada por la tragedia, la parte que nadie veía, y que él mismo se había esf
a una distancia que aún no sabía cómo cruzar. Él no era el hombre frío y distante que había creído al principio
a de Ángel no era solo su carga, sino también su secreto más guard