Perversidades del destino
descansaban en las palmas de sus manos. A lo largo del salón había varias personas sentadas en las diferentes mesas, y e
n a los suyos durante bailaban, terminada la música, un billete, otro par de pies que nuevamente la acosaban
amente, los pies dejaron de moverse al compás de la música. Siempre se hallaba, minuto por minuto importunada por los hombres. Carlos en su mente trataba de darle aliento. "¡Ánimo, muchacha!" "¡Solo tiene que bailar para ganarte el dine
hombres que iban a ese bar a complacer sus vicios. Carlos podía juntarse con ella, correr su misma suerte. A fin de cuentas, ¿para qué formarse ilusiones? No conseguiría nada. Así y todo, reflexionaba: nada se pierde con eso. Él decidió esperar a que ella terminara para hablarle. Quizás lo co
tarse en una mesa que estaba vacía. El cantinero no tardó mucho en ir hasta donde estaba, su mirada era de un toro furioso, lo miró de arriba abajo, su añejada camisa remendada, el pantalón desteñido
más bien hísp
uivocado. Aquí no se viene a pedir li
os apenas temb
tré para ver la joven bailar, que lo hace muy bie
os de vacilación apare
sabes t
está presta a enfrent
ozco. Tú estás esperando el menor cha
estoy aquí mirando a
el cantinero-. Eres un
e ti es que me estás estrujan
aquí. Mira que no quier
edo relajarme. Mejor ocupaste de organizar el salón
deducciones: irá el cantinero a proponerme un empleo, aunque sea de limpia piso, o está tramando algo con fines evidentemente perversos. Precisamente todavía persistía aquella pesadilla do