Perversidades del destino
n en busca de un lugar para compartir con su pareja. Pasada la media noche se tornaba desesperante, los bares eran visitados por borrachos, guapos y rameras. En las casas los hambrientos les p
el borde de la cama. "¡Oh, Dios!" -se dijo-. ¿Será posible que mi padre sea de por vida un desgraciado minero, mientras hay quienes explotan a los ha
, cambiaba instalaciones hidráulicas; en fin, diversidades de cosas para mantenerse en vida. Haciendo trabajos domésticos, conoció así los interiores de muchas de las moradas más lujosas de la ciudad. Bien; se le había encargado uno de esos trabajos de plomería en una morada en el Vedado: la tubería que llegada hasta el baño estaba rota. La reparación era compleja; había que romper la pared y el piso. Era aquella una morada vieja, de paredes s
y recogió el bolso. Ya en el taller vació las herramientas en el suelo y encontró un fajo de billetes. Tal vez fue echado maliciosamente por el hombre que había violentado la caja fuerte. Lo demás es fácil de concebir. Pero pensó que debiera habérselo dicho al dueño del taller, y haberle entregado el fajo de billetes. Lo habría hecho, pero él ya no estaba; se había marchado temprano, encargándole el cierre del local. Lo que d
mbre y su mente. La lucha fue dura, aunque supuso que lo fue suficiente. Estaba con el estómago vacío, y así es difícil mirar el peligro. No había llevado el bolso con él, pero si tenía colgado en su cintura un destornillador y una pinza, era todo lo que necesitaba para una urgencia. Esta vez no tuvo que torturarse la mente. En una oportunidad, a fin de excluir la tentación, llegó a echar el fajo de billetes en un tanque de basura. Pero de nada sirvió, antes de un minuto había regresado para recuperarlo. Desde ese momento desechó toda vacilación y se dirigió a la morada. Estaba vencido. Tocó la puerta por pura rutina. Sabía que no había nadie. Entonces, introdujo el destornillador por una ranura que estaba visible. La puerta se abrió fácilmente, pues la incauta muchacha no se preocupó por ponerle el seguro. Prescindió de luz para orientarse. Subió la escalera, como hizo cuando fue a reparar la avería. Se dirigió a la habitación. Encendió la luz, ya en las ventanas había puesto una cortina de tejidos gruesos, y dio vueltas al disco sin saber si podía acceder a la combinación; pero no se resistió, echó a un lado la puerta. Entonces, tomó un paquete y puso el fajo de billetes. Su mente traqueó fuertemente, y cambió bruscamente de idea. Tomó el fajo de billetes. Cerró la caja. Apagó la luz y se dirigió a la puerta. Antes de salir, atisbó por unos minutos para cerciorarse de que nadie lo miraba. Cerró la puerta con sumo cuidado, salió a la calle, y se alejó aligeradamente del lugar. Casi de inmediato comenzó a pagar la novatada... ¡Dios, y de qué manera! Antes que hubiese caminado una cuadra miraba a la gente cara a cara, iba encogido, la calle lo presionaba, permanecer en ella se le hacia espantoso. Las personas que venían hacia él, si lo miraban con demasiada fijeza le daban la impresión de que lo espiaban. Las que venían caminando detrás de él, peor aún; sus hombros temblaban en espera de que las manos de un representante de la ley se posaran sobre ellos. Lo peor de todo, ahora que tenía el dinero no sabía que hacer. Una hora antes de tenerlo habría dado cualquier cosa por ostentarlo. Creía también sentir hambre, pues desde hacia varios días no había probado un bocado de comida, pero en ese momento se encontraba con que ni eso sentía. Entró en el más lujoso restaurante que encontró, y pidió los mejores manjares del menú, como había soñado tantas veces. Mientras iba pidiendo, todo marchaba bien; pero cuando los platos comenzaron a llegar a la mesa y los presentes a mirarlo, experimentó un cambio, un salto en el estómago. Se le hacia imposible llevar nada a su boca. Era como si algo cubriese su garganta. Cada vez que ponían en la mesa un nuevo plato, y los presentes l