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INOCENTES

Capítulo 5 .

Palabras:3176    |    Actualizado en: 26/09/2023

salón se llenaba de gente, y el tiempo pasaba, sus sospechas de que algo no andaba bien aumentaron. Joffrine no solía retrasarse, especialmente cuando se trataba de un evento

bién había dejado sola a Joffrine, y su madre se pondría furiosa si se enteraba. Y ahora la culpa lo estaba consumiendo por completo. Negó con la cabeza, pe

ncerrada lejos de su vista. Simplemente temía que Joff se hubiera distraído recogiendo flores o explorando pasillos. A veces, su hija demostraba cierta distracción, y este era un evento sumamente significativo para su familia. Mientras tanto, Aemond observaba a Rhaenyra y a su hijo Lucerys desde el extremo opuesto del salón. Daemon ya se encontraba allí, al igual

los presentes, como si estuviera escudriñando a sus aliados y a quienes podrían estar en su contra. Mientras tanto, su abuelo simplemente esperaba impaciente, deseando dar inicio y llevar a cabo tan importante evento. Allí, sospechosamente, solo faltaba una persona: Daeron. Aemond se volvió hacia Aegon, apretando la mandíbu

do, sintiendo las miradas desconcertadas detrás suyo, incluyendo la de su madre, que lo observaba con desesperación y confusión. Aemond atrapó a su hermano por el cuello de su abrigo y lo arrastró prácticamente fuera del salón, mientras Daeron forcejeaba por liberarse. Pero su hermano mayor era más fuerte, más alto y tenía más experiencia. Una vez afuera, lejos de la vista de t

aba colgada de su cadera, apoyando el filo frio inmediatamente en el pómulo de su hermano. Daeron lo miró con pánico y Aemond esperó a que las cosas se aclararan un poco después de eso. —Dime….. dónde... está —exigió lentamente, palabra por palabra. -¡Ya te dije que no lo sé! —gritó el príncipe. Aemond ejerció presión y le infligió un corte; Dae

de Daeron recomponiéndose se escucha de fondo. -Ni una sola palabra de esto a nadie -ordena. — Ahora, excúsenme. Tengo algo que hacer. Le dice exclusivamente a su madre. [...] En efecto, Joff ya se ha cansado de gritar y golpear la madera sin éxito. Continuó intent

alido cuando Ser Aelinor llamó a su puerta. Aemond tenía razón, era tan ingenua, tan tonta. Era propensa a que cualquiera pudiera hacerle daño; tendría que empezar a tomar decisiones más acertadas. Había sido su culpa, totalmente su culpa. Si tan solo se hubiera esforzado un poco más por agradar a Daeron... si hubier

ro angelical estaba manchado y enrojecido por el llanto. Pero seguía siendo preciosa. -Tranquila, te sacaré de aquí --le aseguró él. Avanzó hacia ella, hizo que pasara su brazo delgado alrededor de su cuello y solo cuando sintió que estaba segura, la alzó en sus brazos, sosteniéndola por la espalda y las ro

on una ira que lo impulsaba a lanzarse sobre su hermano en cuanto lo tuviera nuevamente a la vista. Y le importaba una mierda si eso causaba un disgusto a su madre. Daeron no olvidaría jamás el castigo que Aemond le proporcionaría por su deshonroso acto. Joff era una princesa, y lo que pesaba más en su juicio, una ni

tante, bajo la luz del sol que filtraba por la ventana, el príncipe notó que no tenía la mejilla enrojecida por el llanto, sino marcada por un golpe. Aemond se mordió el carrillo de nuevo, sintiendo cómo la rabia lo consumía, cómo lo impulsaba a hacer añicos todo lo que estuviera a su alrededor, especialmente a su hermano Daeron. A

fecto que resonaba en cada fonema. -No me mientas exigió, su mirada azul se clavó en la suya con una determinación que no admitía evasivas. -Estoy segura de que él no quiso hacerlo -insistió ella, su voz trémula por el miedo. Dioses, sonaba como la primera vez que había p

un deseo genuino de que él comprendiera. Fijó su mirada en su único ojo, un cristalino azul celeste que irradiaba sinceridad. -Daeron... Daeron tiene razón, todo esto es más de lo que alguna vez pude soñar. Soy una bastarda, Aemond, es mi culpa... Las palabras de Joff se

bios pequeños y rosados que parecían querer emitir un suspiro de alivio. Era hermosa, incluso en su estado actual, cubierta de suciedad y con señales de la lucha que había librado. Aunque estuviera marcada por las adversidades, su belleza seguía deslumbrante. -Esto no es lo que deseas, Joff. Es lo que los demás esperan de ti -la sacudió con suavid

jos, su expresión se volvió suplicante. Por favor... Él suspiró, sus emociones luchando dentro de él, como una tormenta que amenaza con romper la calma. ¿Qué opciones tenía? ¿Dejar que su viveza y alegría se consumieran como había sucedido con su hermana? No, no podía permitirlo. En su juventud, él había sido tonto e inexperto, había ignorado lo que sucedía a su alrededor, pe

io cuenta de que tenia los dedos manchador con sangre seca, la sangre que había brotado de sus dedos destrozados por rasgar la madera hasta en cansancio. -Y ayúdame -imploró ella. -Por favor, ayúdame. Él suspiró nuevamente. ¿Cómo podría dejar que se perdiera en un mundo que no entendía? ¿Cómo permitir

en el vestíbulo, fuera del gran salón, mientras el juicio llegaba a su conclusión. La paciencia casi le escapaba de las manos, agotándose mientras las horas transcurrían. Finalmente, avistó la figura de su hermano menor emergiendo de las puertas del salón. Aunque había limpiado la sangre que marcaba su rostro, el corte fresco en su mejilla aún era visible

uz del día. Fue solo entonces que Aemond lo soltó, permitiéndole recomponerse. Sin embargo, antes de que Daeron pudiera volverse hacia el, lo golpeó sin previo aviso en la cara, enviándolo de cabeza al lodo. —Aquí es donde perteneces, Daeron. Entre la escoria -escupió, su voz cargada de desprecio. Sin

uelves a tocarla, no dudaré en entregarte a mi dragón para que te despedace -prometió Aemond, su tono inflexible. Liberó su presión solo lo suficiente para permitir que Daeron respirara. Las lágrimas y el barro se mezclaban en su rostro, creando surcos oscuros en sus mejillas. -Te disculparas con ella. Enviarás obsequios a sus apos

odo empapado. De repente, Aemond se inclinó y agarró una de las botas del menor. Con movimientos decididos, aflojó los cordones y prácticamente la arrancó de su pie. Luego desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura, una hoja que reflejaba la oscuridad que ardía en su interior. —¿Qué vas a...? —Daeron no pudo completar la frase, pues un grito

ermano menor postrada en el suelo, llorando y su

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