Me tienen que estar jodiendo.
No podía creer lo que el abogado me acababa de comunicar, debía ser una broma de muy mal gusto, un artilugio tonto para tomarme el pelo de la forma más retorcida posible. Pero al ver la seriedad del hombre, el pesar de la asistente de mi abuelo, la sonrisa cínica de mi padre y el triunfo de mi madrastra, supe que esa basura era real, muy real.
¡Maldita sea!
—¿Por qué no se me informó sobre este asunto en la lectura del testamento? —pregunté a un paso de perder mi mierda.
—Fue por petición del mismísimo señor DeVille, dispuso que, si usted no estaba casado en el momento de su muerte, debía informarse de la cláusula hasta seis meses después de la misma —explicó y Agnes, la mujer operada hasta las pestañas que se le metió por los ojos a mi despreciable padre, se carcajeó.
Estaba gozando de mi desgracia.
—¡Esto se puso muy interesante! El viejo bastardo sabe jugar sus juegos, ¿eh? —expresó de forma jocosa.
En ese instante quise matarla, retorcerle el maldito cuello por atreverse a siquiera burlarse. Cuando mi madre se murió, mi abuelo blindó las acciones que habían pasado a mí, a tal punto que bloqueó los intentos de mi padre para hacerse con ellas. Fue una batalla campal, por eso la noticia me golpeó tan fuerte, él más que nadie entendía mi problema con el bastardo y su mujer. No podía creer que hubiese establecido algo así.
Era inconcebible.
El abogado buscó en el maletín, sacó un sobre sellado que tanto mi padre como mi madrastra vieron con sospecha. Si no cumplía con la cláusula antes de que terminase el año desde la lectura del testamento, las acciones que mi abuelo me había legado podían ser compradas por otros, menos por mí. Se sentía como una traición difícil de asimilar, así que cuando el abogado me tendió aquel sobre, estuve a nada de romperlo con rabia.
Tuve que hacer un esfuerzo monumental para tomarlo, sin embargo, no iba a ser tan tonto como para abrirlo delante de los buitres. Lo coloqué en la mesa de roble, y no hice ninguna otra expresión más que mi habitual semblante de seriedad, el que les regalaba a todos en la oficina.
—Aquí te explica todo con sus razones —dijo antes de levantarse y recoger todo—. Cualquier cosa, me puedes llamar o ir directamente a la oficina.
Se despidió y acto seguido, mi padre suspiró y su maldita mujer solo se rio como si no hubiese mañana. Él la miró en forma de reprimenda, lo que hizo que se callase. Nubia, la asistente del abuelo, una mujer que casi pisaba la tercera edad, regordeta y buena persona, me miró con algo que detestaba: compasión. Ante ello, no me quedó más remedio que levantarme para retirarme de una vez por todas.
Debía leer por qué mi abuelo había hecho aquello.
No le encontraba ninguna lógica que me obligase a casarme.
Sabía que no creía en ello, que la sola idea me repugnaba, que tenía un historial nefasto de ejemplos evidentes de que el matrimonio no significaba nada. Ver a mi madre perderse debido al hombre que amaba, era una de las cosas que jamás pensé jamás hacer, que no podía vivir. El mundo era cruel, la realidad me había enseñado que lo que primaba era el poder, la fuerza, la inteligencia. Dejarse llevar por el calor del momento, por ideas como el romance, era una completa pérdida de tiempo.
—Nos vemos, Nubia —le dije de forma educada.
—¿Quiere que haga algo por usted? —pidió antes de que llegase a la puerta.
—Dile a mi asistente que reprograme todo, hoy me tomaré el día —pedirle aquello se sentía extraño en mi lengua y ella, a pesar de tener una mirada sorprendida, asintió.