— ¡Oye, muchacha! ¡¿Qué haces aquí?! —Se escuchan los gritos de un hombre a la distancia que venía acercándose. Isabella volteó sorprendida. — ¡¿Acaso no te dije que no volvieras más?! — Gritó el sujeto a tan solo unos pasos de ella.
— Lo… Lo siento… Solo vine por el correo. — Balbuceo ella nerviosamente, algo asustada.
— ¡¿Por el correo?! — El hombre la miro de arriba para abajo y vio en las manos de la muchacha algunos sobres. — No sé para qué te molestas, seguro que esos son reclamos de pagos y más cuentas sin pagar. — Gruño el hombre. Isabella no respondió, solo apretó los papeles entre sus manos, con una expresión llena de tristeza. — ¡Bien! Ya tienes tu correo y ahora que el banco oficialmente es el dueño de esta casa, no volverá a llegar más, así que no te preocupes por volver… — El hombre miro alrededor, notando que algunas personas en la calle, se había detenido para mirarlos. — ¡Ahora vete! Que con ese aspecto de indigente me corres a los posibles clientes que quieran comprar esta casa, luego van a pensar que esta zona está llena de pordioseros. — Murmuró el hombre, con la mandíbula apretada, mirando a Isabella con desprecio.
La muchacha tomó la pequeña maleta, en donde cargaba las cuatro mudas de ropa que tenía, que era todo lo que le había quedado, y volvió al refugio para necesitados en el que había estado viviendo los últimos días.
Hacía tan solo unas semanas atrás, aquella casa de la que ese hombre la había echado, era su hogar, el lugar en el que Isabella creció, sin embargo, ahora le pertenecía al banco, todas sus cosas, tanto la casa como sus pertenencias, habían sido confiscados debido a la enorme cantidad de deudas con las que había quedado la joven por los gastos hechos por la enfermedad de su madre, quien había fallecido recientemente.
Isabella entró en ese enorme y viejo edificio lleno de pequeñas habitaciones y caminó rápidamente al diminuto cuartito en el que había estado viviendo en los últimos días, se encerró y se sentó en el catre en el que dormía, miró alrededor y suspiró pesadamente, ahora este era el único techo que tenía y aunque no era fácil vivir en ese refugio, pues allí convivía con un montón de extraños, muchos malhechores y malintencionados, que ya habían intentado robarla y abusar de ella en un par de ocasiones, aun así, ella estaba agradecida de tener un techo sobre su cabeza y no tener que dormir a la intemperie, como ya le había tocado hacer antes.
La joven acomodó el bolso bajo su cama, ya se había acostumbrado a llevarlo a todos lados, debido a que su compañera de habitación, Jade, se lo había recomendado para evitar que le roben sus cosas, pues ella era otra muchacha desamparada, quien llevaba mucho más tiempo que Isabella en el refugio y ya conocía mejor las reglas de supervivencia del lugar.
Jade había hecho amistad con Isabella en los pocos días que llevaban conviviendo juntas, así que fue fácil para Isabella deducir que si no se encontraba en la habitación, probablemente había salido para conseguir algo de dinero o comida, pidiendo en las calles. Así que, Isabella aprovechó su momento de soledad e intimidad para revisar la correspondencia, que había traído de su casa, un último recuerdo de su antigua vida.
Con lágrimas de rabia e impotencia, Isabella comprobó que lo que dijo el hombre del banco que la había corrido de la casa, era cierto, todos los sobres estaban llenos de cuentas sin pagar y avisos de último cobro, la joven fue arrugando cada uno de los papeles, sin dejar de llorar, ¿Por qué la vida había sido tan dura con ella? ¿Por qué tuvo que perder a su madre y quedarse sola, sin nada, si ella, toda su vida, había intentado ser una buena chica, una buena persona?
Isabella no dejaba de hacerse esas preguntas, al tiempo que, con frustración, fue rompiendo el resto de los sobres de la correspondencia que ya no se molestaba en abrir. Uno a uno, fue despedazando cada carta y justo cuando llego a la última, en el instante en que la tomo entre sus manos, levantando el sobre, dispuesta para rasgarlo en dos, algo le llamo la atención.
El papel era diferente a los demás, era más fino y no iba dirigido a su madre, como el resto de la correspondencia. Este sobre, llevaba su nombre, iba dirigido a ella, a Isabella Sinclair.
Extrañada, Isabella leyó el remitente. Margaret de Sinclair le había enviado esa carta y la joven sabía de quién se trataba, pues ese era el nombre de su abuela paterna. Una fuerte corazonada invadió a la muchacha, el llanto y la rabia comenzaron a menguar y ser sustituidas por la curiosidad. Rápidamente, Isabella abrió el sobre y comenzó a leer la carta que estaba en el interior.
“Estimada Srta. Isabella Sinclair.
Reciba usted un cordial saludo por parte de toda la familia Sinclair.
Por medio de la presente, tenemos el agrado de invitarla a nuestra próxima reunión familiar, la cual se llevara a cabo en un crucero de dos semanas a partir del día quince de marzo del presente año, y zarpara a las diez de la mañana.
Esperamos que tome todas las previsiones necesarias para poder asistir, sería de especial agrado contar con su asistencia.
Sin más que agregar, le agradecemos por la atención.
Atentamente, Margaret de Sinclair”