Siento mi cuerpo caer al vacío y sé que tal vez, al caer ese golpe duela menos que está realidad que hoy me empuja, literalmente, a acabar de una vez por todas con esta oscuridad.
Soy de esas personas que desde muy pequeño tuvo miedo a la muerte; quizás por todas aquellas conversaciones de grandes en las que me concentraba mientras jugaba con mi carrito cerca de mamá y mi tío José.
–Sí, José, aunque digas que la muerte no es mala, si lo es. ¿Acaso no sabes que si eres malo, irás al infierno?
–Por Dios María, en pleno siglo XX, vas a estar creyendo en eso. Yo no creo en un cielo y en un infierno porque para mí, en esta vida, vives todo lo bueno y lo malo.
–¡Qué testarudo te has vuelto!. Desde que eres escritor y te la pasas leyendo esas pendejadas, ahora no crees en nada.
–Prefiero creer en mí mismo. Eso es algo que nunca entenderás y que no pienso discutirte. Tu verdad, no es mi verdad.
Yo los escuchaba intentando entender a que se referían. Por primera vez, creo encontrarle sentido a sus palabras.
A veces la muerte, puede salvarte de ti mismo. Eso lo creo hoy, en este instante en que como decía King, refiriéndose a que los monstruos y fantasmas existen y a veces ganan.
Ese monstruo que habitaba en mí y que soterré, es hoy el mismo que se apiada y me pide que lo destruya, aunque su destrucción implica la mía.
Es por eso, que durante mi adolescencia producto de mi aspecto físico y poca suerte con las chicas y confiando en las palabras de mi madre, decidí irme a estudiar como seminarista.
A mamá, le fascinó la idea. Ella venía de recibir desde pequeña creencias en la religión católica. Yo quería complacerla y de una manera huir de aquella realidad. Ser el gordito, alto, de anteojos y cabello liso, peinado de lado, me hacían ser el centro de atracción del resto de mis compañeros para sus burlas. No era un Nerd, era peor que eso, era un chico X, como muchas veces escuchaba murmuran entre las chicas.
No ser muy apuesto e inteligente, es un pecado. Para librarme de ello, al terminar mi bachillerato, decidí irme a la escuela de seminaristas, y ser Padre en una iglesia del barrio. Así no sería difícil, mostrar las razones de mis miedos como hombre al ser rechazado por las mujeres. Eso creí.
Durante dos años, intenté convencerme de que era mi camino. A ratos en mi habitación escribía en alguno de mis cuadernos de Teología, sobre cosas que me hacían reflexionar sobre la vida y la muerte. De ellas, surgiría mi más famoso poema “ataviado de sombras”
Todas las mañanas, debíamos orar y leer la biblia. Más que una tarea, este ritual se había convertido en un castigo. Porque su no lo hacíamos, no tendríamos desayuno o cena.
Una tarde, estábamos reunidos en la sala de estudios, con el profesor de Filosofía y recuerdo que mencionó sobre la muerte. Yo no solía ser muy participativo. Pero esta vez, la pregunta iba directa a mí.
–Dígame Alvarado, ¿Qué opinión merece para usted la muerte?
En mi mente se mezclaron aquellas dos ideas del discurso entre mi madre y mi tio José:
–La muerte existe, si creemos en nosotros y no en Dios–respondí mientras mi corazón lanzaba patadas como un asno en mi pecho.
–¡Excelente respuesta!–dijo aplaudiendo.
Me avergonzó sentirme como centro de atracción.
–La muerte, como lo dice la biblia en Juan 3:36 “el que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rechaza al Hijo no sabrá lo que es esa vida, sino que permanecerá bajo el castigo de Dios”, por ello, cuando el ego humano, nos hace pensar que somos poderosos como Dios, esto nos lleva a la muerte.
Al salir de la clase, el profesor, me sujeto por el hombro.
–¿Podemos hablar un momento Alvarado?
–Sí profe– contesté, mientras pensaba que ahora querría entablar una conversación profundamente filosófica conmigo sobre la muerte.
Caminamos hasta una de las salas donde sólo entraban los curas.