Ese príncipe es una chica: La compañera esclava cautiva del malvado rey
Destinada a mi gran cuñado
Demasiado tarde para arrepentirse: La heredera genio brilla
Enamorarme de nuevo de mi esposa no deseada
Novia del Señor Millonario
Ella se llevó la casa, el auto y mi corazón
Mi esposo millonario: Felices para siempre
Una esposa para mi hermano
No me dejes, mi pareja
Regreso de la heredera mafiosa: Es más de lo que crees
CAMILO
No puedo detenerme. Debo seguir huyendo. De eso depende mi vida. Fui traicionado por mi compañero y ahora debo escapar.
—¡Mierda! —resoplo desesperado, y con espanto veo que el camino se termina; sin darme cuenta, me había metido a un callejón sin salida.
Miro hacia todas partes en busca de un lugar seguro. No me queda tiempo. Apenas tengo unos pocos minutos de ventaja sobre mis perseguidores. No lo pienso dos veces y me encaramo a la pared que tengo enfrente. Si no hay un buen escondite en el patio, tomaré rehenes. No me queda opción.
—Mierda, mierda, mierda —protesto en voz baja.
Todo el mundo tiene cachivaches en sus patios, muebles, cajas, escombros... juguetes. Menos en esta casa en la que se me ocurrió meterme. Nada. Ni un solo papel. Nada. ¡Vieja conche...!
No, no dije la palabra. Mi padre me enseñó a respetar a las mujeres y por él es que siempre cumpliría la promesa que me hizo hacer de nunca faltarles el respeto.
Los seis metros de largo y los cuatro de ancho no me dan mucha seguridad, la puerta trasera de la casa está abierta y aprovecho de entrar. Si no puedo esconderme, intentaré escapar por el frente. O la dueña de casa tendrá que ser secuestrada.
Así de simple.
No permitiré que me cacen ahora que estoy tan cerca de la verdad.
La música en un pequeño reproductor es lo único que da señales de vida. Desde el umbral puedo ver la casa completa. Al menos el primer piso. Todo está en un solo lugar. Es una vivienda básica del Estado donde living, comedor, cocina y baño se amontonan en dieciséis metros cuadrados.
La puerta del baño se abre y yo me parapeto tras la pared que divide el baño de la cocina. La mujer no me ve, sube al segundo piso, corriendo, envuelta en una toalla. Tengo un poco de tiempo para salir de esa casa sin que me vea. Ella al menos.
Me dirijo a la puerta de calle, pero, antes de abrirla, las luces de la torreta del auto de Rolando Meneses me detienen. Está afuera. Esperando por mí. ¡Malditos traicioneros y vendidos!
Me devuelvo y entro al baño, que sigue con la puerta abierta, puedo sentir los pasos de la mujer que se acercan a la escalera. No tengo opción. Tendré que tomarla como rehén.
Al exacto momento en el que ella pasa por la puerta del baño, salgo, la tomo por asalto y la arrincono contra la pared. Le cubro la boca con una mano, le sujeto el cuerpo con el mío y le aprisiono ambas muñecas con la otra. Alzo mis ojos a su cara y, por poco, la dejo escapar. Su rostro y sus ojos horrorizados son iguales a otros que conocí hace unos tres años, solo que estos son marrones y los otros eran de un extraño violeta.
—No grite, no le quiero hacer daño —aseguro con la voz más suave que puedo imprimir. Es verdad, no quiero lastimarla, solo quiero un lugar seguro donde esconderme hasta que pueda salir y escapar.
Ella asiente con la cabeza.
—¿Con quién vives? —interrogo y suelto un poco mi mano para que me conteste.
Ella no contesta, dos gruesas lágrimas corren por sus mejillas y mojan mi mano. Su terror es evidente.
―No te preocupes, no te voy a lastimar, tampoco quiero hacerle daño a tu familia, solo quiero estar seguro de que nadie dará mi ubicación.
Mi corazón late desbocado ante esa mujer que me recuerda demasiado un pasado que esperaba volviera un poco después. No ahora.
―¿Con quién vives? ―repito.
―Sola —contesta en un hilo de voz.
―¿Seguro? ¿No hay un marido? ¿Hijos?
―No.
―Espero que no me mientas.
―Vivo sola y usted debería saberlo bien —espeta casi molesta.
Ya no llora.
Su frente tiene dos arrugas de enojo, sus cejas están casi juntas; sus ojos, entrecerrados, emiten miedo y odio; sus mejillas, pálidas, me demuestran lo atemorizada que está; sus labios los siento en mi palma, húmedos, cerrados, y su mentón tiene un leve temblor que me provoca culpa.
Terminada esta inspección a su rostro, ella baja la vista. La dejo libre. Algo me dice que no escapará de mí.
—Usted me quitó a mis hijos —me refriega en la cara, intenta no demostrar su miedo, lo que no logra.