Carlos Lomas nació en un pueblo de calles pedregosas, de abundante polvo, pocos mercados. Durante la noche los jóvenes caminaban a lo largo del andén de la estación de trenes, otros deambulaban en busca de un lugar para compartir con su pareja. Pasada la media noche se tornaba desesperante, los bares eran visitados por borrachos, guapos y rameras. En las casas los hambrientos les pedían a Dios el pan nuestro de cada día. Su padre, que se llamaba igual que él, era minero donde no ganaba suficiente dinero para sustentar a la familia, es decir, su madre, su hermano y a él.
Varias noches se acostó con un pedacito de pan y un trago de agua de azúcar en su estómago, pues, no había para más. Esa noche se sentó indignado en el borde de la cama. “¡Oh, Dios!” -se dijo-. ¿Será posible que mi padre sea de por vida un desgraciado minero, mientras hay quienes explotan a los hambrientos, y Dios no le corrige ese pecado? Mientras hacia estas reflexiones se quedó profundamente dormido, y de repente apareció un insólito sueño.
Corría el año 1950, había alcanzado los dieciocho años, y se encontraba en La Habana. Recién llegado tuvo que pernoctar por varios días en los bancos de los parques, y en los portales de las casas; luego se acomodó en un cuarto que le habían prestado. Logró emplearse como aprendiz o auxiliar de plomería, poca cosa, pero era algo en esa época llena de hambrunas, había adquirido gran destreza. Hacia de todo un poco: reparaba la tubería sanitaria, cambiaba instalaciones hidráulicas; en fin, diversidades de cosas para mantenerse en vida. Haciendo trabajos domésticos, conoció así los interiores de muchas de las moradas más lujosas de la ciudad. Bien; se le había encargado uno de esos trabajos de plomería en una morada en el Vedado: la tubería que llegada hasta el baño estaba rota. La reparación era compleja; había que romper la pared y el piso. Era aquella una morada vieja, de paredes sólidas y gruesas, pues teñía doble hilera de ladrillos. Mientras trabajaba escuchó un ligero ruido en la habitación contigua. La puerta intermedia estaba abierta, y en la pared opuesta había un espejo, y por el pudo ver lo que estaba ocurriendo. Un hombre, que no era el dueño, ya que le había abierto la puerta y le dijo que el mismo estaba para Camagüey con la familia. Daba al pequeño disco de una caja fuerte que estaba incrustada en la pared.