En el bullicioso Mercado de la Ciudad de México, mi vida giraba en torno al chisporroteo del comal y el aroma a cilantro.
Era Sofía, la "chica de los tacos", y creía tener un amor platónico inofensivo por Diego, la estrella de fútbol de la prepa, un chico de sonrisa perfecta.
Pero un día, después de un almuerzo dudoso, un zumbido irracional comenzó en mi cabeza, una voz clara que lo cambió todo.
Cuando Diego se acercó a mi puesto, su voz sonó amable, pero la otra voz, la de mi mente, reveló una verdad brutal: "Uf, la chica de los tacos. Siempre se me queda viendo. Sus manos seguro huelen a grasa y a cebolla. Qué asco".
Esa revelación me dejó sin aire, las pinzas cayeron de mis manos y el dolor en mi estómago se volvió una garra punzante.
La humillación, la náusea, y el sabor amargo de la bilis y la desilusión me quemaron por dentro.
Mi primer amor resultó ser una farsa, y yo, el chiste.
Días después, el infierno continuó: choqué con Diego en el pasillo y, mientras estaba en el suelo, su pensamiento resonó: "Genial. Lo que me faltaba. La chica rara de los tacos tirada a mis pies. Qué patética se ve".