"Cuando no se puede tener la realidad, bastan los sueños."
Rad Bradbury.
Todas las mañanas correteaba por la orilla de la playa, era fascinante sentir el agua salpicando mis piernas y mis pies humedecidos con las frías olas. Me encantaba sentir como se iban hundiendo en la arena y luego, ver mis huellas desaparecer cuando una traviesa ola las borraba, inevitablemente.
Siempre me gustó el mar, siempre me divertía yendo con mi madre a ver el atardecer, sentadas en la arena o desde una gran roca. Adoraba contemplarla sonriendo y ver el par de hoyuelos que se formaban en sus mejillas. Algunos conocidos siempre decían que yo me parecía a ella, eso me hacía feliz; no me hubiese gustado tener que ser la réplica del hombre que nos abandonó. Éramos inseparables, hasta hace seis años atrás.
Cuando cumplí mis trece años, ella se vió enferma con una virosis, que luego se complicaría con una hemoptisis; desde ese entonces, su ánimo cambió; dejó de sonreír e ir a la playa, casi siempre estaba acostada y con poco ánimo. No me gustaba verla así, sufriendo.
Entonces, cada tarde me iba sola a caminar por la orilla de la playa. Era una forma de no pensar en el presente y de rescatar los recuerdos de nuestros atardeceres juntas.
Esa tarde mientras paseaba, vi a un hombre caminar frente a mí. No quise subir el rostro y mirarlo. Pero sentí su mirada, y repentinamente un escalofrío se apoderó de mi cuerpo.
Caminé un poco más rápido y pude percibir que se había detenido y regresaba en dirección a mí. Aceleró el paso y yo comencé a correr, pero mis pies se hunden en la arena y me impiden ir más rápido.