"¡Ay, eso duele...!".
Marissa Nash se estremeció cuando un dolor agudo le recorrió el cuerpo, dejándola momentáneamente mareada por la agonía.
Al notar que le salía sangre de entre las piernas, jadeó conmocionada: "¡Oh, no!".
Apresurada, se había olvidado del manojo de Sueño de Orquídea que había en el asiento y se sentó accidentalmente sobre él. Sus largas y afiladas espinas se clavaron profundamente en su carne.
La planta era conocida por sus fuertes propiedades anestésicas, lo que significaba que probablemente estaría entumecida durante las próximas seis horas. Con un suspiro, decidió que lo mejor era cerrar la tienda y descansar.
Apretando los dientes contra el dolor, se quitó con esfuerzo las espinas y estaba a punto de poner el cartel de "Cerrado por hoy" cuando un hombre alto, que vestía un traje elegante, entró en su floristería por la puerta de cristal.
Su imponente presencia llenó rápidamente la habitación. Tenía un rostro apuesto aunque severo, con unos ojos que transmitían una mezcla de desdén, odio y una feroz destructividad.
Marissa frunció un poco el ceño, pues no lo reconocía e ignoraba sus intenciones; sin embargo, resultaba evidente que no estaba realizando una visita amistosa.
Tenía muchos enemigos, por eso el riesgo de ser desenmascarada siempre estaba presente, aunque solía utilizar alias y disfraces en sus misiones. También era posible que hubiera surgido un traidor dentro de su organización. Los enemigos que buscaban venganza o secuestro no eran infrecuentes.
Con sus fuerzas menguando, sabía que no debía actuar de forma imprudente. Lo único que podía hacer era mantener la calma.
"¿Viene a comprar flores, señor?".
"¡Je!", se burló este, ignorando su pregunta.
Sin mediar palabra, la levantó en brazos y se la llevó al exterior.
Marissa intentó darle un puñetazo, pero sus débiles intentos parecían más bien suaves golpecitos contra su sólido cuerpo.
Afuera, el panorama la dejó atónita.
A lo largo de la estrecha y destartalada Calle Antigua, más de una docena de lujosos Rolls Royce negros se alineaban de forma impresionante. Había más de cien guardaespaldas de rostro severos, vestidos de negro, rodeando su modesta tienda, convirtiéndola en una fortificación. Los transeúntes ya habían huido a los comercios cercanos, empujados por el temor. Parecía una escena sacada directamente de una película de la mafia, con el jefe haciendo una dramática aparición pública.
A pesar de la amplia experiencia de Marissa, no pudo identificar qué poderoso personaje de Blebert la tenía en el punto de mira. Un espectáculo tan audaz a plena luz del día era tan atrevido como demencial.
El hombre la metió bruscamente en un auto y luego se subió a su lado. En cuanto se cerró la puerta, su intensa y escalofriante presencia sofocó el aire, dificultándole la respiración.