Ian.
«—¿Y entonces no piensa hacer nada? —vociferé, poniéndome de pie y pasándome las manos por la cara con desesperación —. ¿Se va a quedar de brazos cruzados? ¿Espera a que yo haga lo mismo?
El padre de Annabelle me miró con pena en su expresión, y negué con la cabeza, sintiendo el coraje y la impotencia arraigarse en mi sistema.
—Fue un ajuste de cuentas, Ian, no puedo hacer nada porque también hice lo mismo.
Le di una mirada de incredulidad y solté una risa carente de humor. —¿Y de verdad espera que yo no haga nada?
—A Annabelle no le hubiera gustado que te metieras en estos negocios —su respuesta casi me hizo reír, porque me caló.
—A ella no, pero a usted sí, por eso hizo que me casara.
Ladeó la cabeza.
—¿Y mínimo la amabas?
—La quería —confesé —. Y sí, iba a morir, pero no así.
No lo merecía. No ella. Pese a la obligación que tuve que sucumbir sé que ella no sabía nada y que nunca tuvo la culpa.
Sus hombros se pusieron tensos, y el ambiente entre nosotros dos comenzaba a sentirse asfixiante.
—Ian...
—Solo dígame los nombres —pedí, obligándome a calmarme, obligándome a mantener el respeto aunque no sea la persona que más me agrade —. Sé que sabe quiénes fueron. Dígame quién fue el encabezado.
—Pero es que debes entender que...
—Fueron cuatro personas, solo dígame los nombres y yo me encargo. No será parte de esto.
—Salas. Montana. El 40 y el Padrino.»
—Aquí están los bidones de gasolina, hay tres de veinte litros, y es por dónde podemos entrar —Raúl me señaló los planos de la bodega y encerró con un rotulador la parte por donde se nos facilitaba entrar —. Me acaban de confirmar que está solo.
Miré de los planos de la bodega a él y me bebí de un golpe el trago de whiskey. Ni siquiera hice muecas por lo fuerte que calaba en mi garganta, solo me concentré en memorizar todas las salidas de la dichosa bodega en caso de emergencia.
Era una bodega de vinos, al final de la ciudad, solitaria. Había tenido acceso fácilmente a los planos por medio de mis trabajadores, así que ya sabía en dónde entrar para no perder tiempo.
Raúl me miró paciente desde su lugar, esperando por mi confirmación.
—Tiene que ser hoy, Ian —murmuró, y levanté mi mirada para verlo por un segundo. Raúl es el único del que podría aceptar sugerencias —. Es el tercero.
¿Estaba bien lo que hacía? No. ¿Me había ayudado a quitarme el sentimiento de culpabilidad, resentimiento y venganza? Tampoco.
Pensé que me sentiría mejor una vez que consolidara mi plan, pensé que con la primera muerte yo ya estaría mejor, pero eso no me hacía cambiar mi forma de sentir, y he pensado que solo es una culpa que me pertenece a mí, una culpa por no amarla como ella me amó.
Asentí con la cabeza, dando luz verde, y me puse de pie. Aunque no me ayudara a sentirme mejor tenía que acabar con mi objetivo, por ella. No podía dejar una cosa sin terminar. No podía echar por la borda todo lo que había construido. Ya no tenía alternativa ni para salir de eso.
Así con seguridad que abrí uno de los cajones que mantengo bajo llave y saqué las balas de recarga.
—Prepárate. Iremos solo tú y yo.
Después de la muerte de Annabelle ya nada fue lo mismo. Ni siquiera yo. Fue como si la vida se empeñara en arrebatármelo todo.
El padre de Annabelle no quiso buscar a los responsables, con la excusa de que solo fue un ajuste de cuentas, sin embargo, conmigo era todo lo contrario, porque desde un inicio supe que no iba a descansar hasta cumplir con mi objetivo. Así que fue fácil. Tenía el dinero y tenía el coraje. Armé una cuadrilla, identifiqué a los cuatro responsables, los analicé por muchos meses y me fui haciendo cercano por medio de negocios ilegales. Conocí a militares, ex policías y criminales que no les importaba jugarse la vida con tal de obtener más dinero.
Es muy fácil cuando ya no tienes nada que perder. O cuando realmente sientes que estás hundido entre la miseria.
Raúl no se sorprendió por mi respuesta, porque ya se la esperaba, así que sin decir algo más salió del cuarto que usábamos para contabilizar el dinero para preparar la camioneta y poder irnos.
Cargué la pistola con las suficientes balas necesarias y la guardé en la cinturilla de mi pantalón. Mis ojos se clavaron en el tatuaje visible de mi antebrazo y una punzada de dolor se instaló en mi pecho. No pude cumplir el tatuarme su mirada, porque hacerlo es traer recuerdos de ese día y es algo que no necesito recordar más.
Cerré mis ojos por un momento y mis manos tomaron el retrato que yacía sobre el escritorio de madera. Nuestra última foto juntos.
Annabelle salía sonriendo a mi lado, con su vestido de novia, con el brillo en sus ojos y en su sonrisa. Y yo también salía sonriendo, porque la quería, la apreciaba, y porque a pesar de que no era la mujer de mi vida, yo estaba agradecido con ella.
«—¿Ya te había dicho que me encanta que sonrías? Me encanta tu sonrisa.»
Solté el retrato para no seguir llenándome la cabeza de recuerdos tortuosos y salí del cuarto con la decisión y la certeza de que el plan saldría bien. Los meses analizando todo no podían ser en vano.
Caminé por medio del oscuro y solitario pasillo y visualicé a Raúl ya arriba de la camioneta, esperándome.
Mi primo se tuvo que dar de baja en las fuerzas armadas para poder trabajar conmigo, era algo que tenía que hacer porque lo que ideé desde un principio no era legal. Fue él mismo quien reclutó gente con la promesa de que habría mejores pagos, cosa que he cumplido. Un solo año me bastó para planear, conseguir gente con los perfiles necesarios y hacer trabajar el dinero.
La venta de fentanilo y metanfetamina dejaron en cuestión de meses buenos resultados, por lo que tuve que empezar a lavar el dinero con las propiedades que me quedaron de Annabelle, y que con el tiempo me fui adueñando de distintos negocios, desde los más pequeños hasta los más grandes: auto lavados, moteles, restaurantes y clubes nocturnos.
Si yo tuviera que confiarle mi vida a alguien, solo sería a Raúl, porque ha estado conmigo toda la vida, en buenas y peores, y jamás ha habido alguna traición de nuestra parte. Así que hemos estado trabajando juntos los últimos años. Trabajos legales e ilegales.
Subí a la camioneta, y él no tardó en emprender marcha hacia el lugar. La bodega permanecía en las orillas de la ciudad, casi en el monte. Tenía tres puntos de entradas, la entrada A, que era donde guardaba todos los vinos, la entrada B, que era un cuarto vacío con acceso al pasillo principal y la entrada C, por dónde entraríamos: que tenía una ventana abierta que nunca se ocupaba de revisar por su confianza. Ahí nos habíamos encargado de meter los bidones de gasolina con éxito.
Raúl bajó la velocidad cuando se adentró a la terracería, y apagó las luces de la camioneta para no alertar. Aunque estábamos a oscuras sabíamos dónde se localizaba la bodega y cada entrada. Todo lo teníamos calculado.
Bajamos de la camioneta estando alertas de cualquier otro movimiento o sonido que no fuera de nosotros y nos encaminamos a oscuras a la parte trasera de la grande bodega. Sentía la tierra en mis zapatos con cada paso que daba, y a penumbras en la oscuridad varios pares pequeños de ojos visualicé entre el suelo, señalándome que había tarántulas por doquier.
No me alarmé, solo continué caminado hasta que llegamos a la entrada C. Coloqué mi mano sobre la pistola por si la necesitaba y me agaché a la altura de la ventana quebrada. Raúl me tendió una pequeña linterna y alumbré para cerciorarme que los bidones de gasolina seguían y que el cuarto estaba vacío.
Le asentí confirmándole que todo iba bien y sin realizar ningún ruido introduje primeramente una pierna por la ventana, luego la otra, y me dejé caer en el piso del cuarto.
El cuarto olía a humedad, a polvo y a ratas. Pasé los dedos por mi nariz y esperé a que Raúl saltara. Una vez que lo hizo me encaminé a la puerta de madera que estaba cerrada y fruncí el ceño cuando escuché sollozos. Sollozos de una mujer.
Fruncí aún más las cejas, alarmado, y volteé para ver a mi primo y saber si también lo había escuchado, y por su mirada confirmé que sí.
—Dijiste que estaba solo —le recriminé.
Él también frunció las cejas.
—Sí lo estaba.
Maldije entre dientes y agudicé mi oído tratando de escuchar más y analizar el panorama.
—Por favor..., me duele mucho... ya no...
Le quité el seguro a la pistola y escuché maldiciones, la voz inmediatamente la reconocí.
—Eres una perra débil que ni para coger sirves. Vendré en media hora y quiero que te limpies toda esa mierda de sangre que tienes entre las piernas. Ni siquiera eres virgen y estás toda sangrienta.
Apreté la mandíbula, y el estómago se me revolvió. Escuché unos objetos ser tirados al suelo y después pasos alejarse por el pasillo.
—Tú agarra un galón de gasolina y ve adónde siempre sabemos que está, mientras caminas procura de regar la gasolina por las orillas y cuando lo encuentres amárralo, golpéalo, atóntalo, lo que quieras —dije con la voz baja y ronca —. Yo revisaré a quién tiene primero y luego ya terminamos.
Raúl tomó el bidón de gasolina y con absoluto silencio abrió la puerta de madera y salió por el pasillo a oscuras. Esperé por unos cuantos minutos en lo que se alejaba y también hice lo mismo, con una de mis manos tomé un galón de gasolina y con la otra sostuve la pistola. Salí del cuarto maloliente con sigilo y percibí que el ruido de los sollozos provenía de la cuarta habitación del largo pasillo.
La puerta estaba abierta, por lo tanto me asomé con cuidado de no ser visto y miré a una mujer llorando en la esquina de un colchón en el suelo. Rápidamente dejé de mirar y cerré mis ojos con frustración. Se veía muy joven, y por la mancha de sangre en el colchón supe que no estaba ahí porque quería.
Dejé el galón sobre el piso y actué rápido. Entré a la habitación donde estaba la mujer y levanté la pistola a la altura de su cabeza. Ella dio un respingo y abrió los ojos con terror, sin embargo me apresuré a hacerle una seña de que guardara silencio. No quería apuntarle, pero corría el riesgo de que gritara por asustarse.
Se llevó las manos a la boca y con dificultad se puso de pie, arriba del colchón. Desvié la mirada rápidamente, porque no tenía nada de ropa y estaba manchada de sangre por las piernas.
Me acerqué a ella en silencio sin despegarle mis ojos de los suyos y ella se pegó en la pared, asustada. Tenía el cabello enmarañado, y las puntas en color rosa. La cara llena de moretones y heridas abiertas en la mandíbula, los pómulos y las cejas.
—No te haré nada —susurré, esperando que me creyera, pero claramente no lo iba a hacer porque la seguía apuntando con una Desert en la cabeza —. Pero no grites y no hagas nada estúpido porque entonces sí lo haré —sus ojos se llenaron de más lágrimas y aplanó sus labios para no soltar ningún sonido —. Solo vengo a matar a El 40. ¿Solo te tiene a ti?
Asintió con la cabeza, sin poder pronunciar ninguna palabra. Apreté mis dientes y me desabroché los primeros botones de mi camisa con una sola mano, sin bajarle la pistola de la cabeza. Se la tendí para que se la pusiera al ver que no había nada con lo cual cubrirse.
—Póntela —le ordené, y ella la aceptó con el temblor en sus manos —. ¿Te secuestró? —le pregunté, escuchando a la lejanía ruidos de forcejeo —. ¿Cómo te llamas?
—N-no te diré mi nombre si me vas a matar —escupió, y aunque tenía miedo en sus ojos y la voz amortiguada reconocí que tenía carácter.
Entrecerré mis ojos.
—Ni siquiera te conozco como para matarte.
—S-seré testigo, me matarás.
—Quiero que guardes silencio, y que no trates por forcejear —la tomé de los hombros y rodeé su cuello una vez que se puso mi camisa, y la apunté con la pistola en la sien —. Al salir verás un galón de gasolina, me harás el favor de cargarlo mientras vamos hacia El 40.
Ni siquiera trató por empujarme, solo obedeció.
Caminé con ella por el pasillo hasta llegar a la oficina donde siempre permanecía mi objetivo y entré, encontrándolo amarrado a una silla gracias a Raúl.
No sé si realmente El 40 era confianzudo o idiota. Tal vez las dos mezcladas.
Él al verme entrar dejó que el pánico llenara sus facciones. Cerré con agilidad la puerta de un portazo, solté a la chica, y la empujé con cuidado hacia Raúl para que no intentara huir.