Ese príncipe es una chica: La compañera esclava cautiva del malvado rey
Destinada a mi gran cuñado
Enamorarme de nuevo de mi esposa no deseada
Demasiado tarde para arrepentirse: La heredera genio brilla
Ella se llevó la casa, el auto y mi corazón
Novia del Señor Millonario
Una esposa para mi hermano
Mi esposo millonario: Felices para siempre
La heredera fantasma: renacer en la sombra
No me dejes, mi pareja
El sol de la tarde se colaba entre las ramas de los álamos, proyectando una suave sombra sobre el jardín. Isabela, con su vestido blanco y un lazo en el cabello, corría descalza por el césped, riendo mientras trataba de alcanzar a su hermano menor, Héctor. A sus seis años, Héctor tenía la misma sonrisa traviesa que Isabela. Para ellos, el mundo no tenía límites: solo existían el ahora, el juego, y los brazos seguros de sus padres.
"¡Te atrapé, Héctor!", gritó Isabela, alcanzando al pequeño y abrazándolo con fuerza. Ambos cayeron en el suelo, riendo a carcajadas mientras el viento susurraba suavemente entre los árboles. Desde la entrada de la casa, su madre los observaba con una sonrisa nostálgica. Para ella, estos momentos eran un reflejo de todo lo que había soñado para sus hijos: una infancia libre, sin preocupaciones, llena de risas.
A menudo, su madre, Rosa, les contaba historias antes de dormir, cuentos de héroes que vencían el mal con bondad y nobleza. Les enseñaba que en el mundo había valores inquebrantables: la compasión, la honestidad y el respeto. Para Rosa, esos valores eran las raíces que los sostendrían cuando crecieran. Con cada relato, ella intentaba sembrar en ellos la idea de que el poder verdadero no estaba en la riqueza o el éxito, sino en la pureza de sus corazones.
Pero Isabela, aún siendo una niña, tenía una intensidad en sus ojos que su madre notaba, aunque sin poder interpretarla del todo. A veces, cuando jugaba, Rosa observaba cómo su hija trataba de imponer siempre su voluntad sobre Héctor, cómo insistía en ganar, en tener siempre la última palabra. Pero Rosa solo sonreía, convencida de que eso era parte de la energía infantil y que con el tiempo Isabela aprendería la importancia de la empatía.
"Isa, cariño, ven a lavarte las manos. La cena está lista", llamó Rosa desde la puerta.
Isabela se incorporó, respirando entre risas, y tomó a Héctor de la mano para correr hacia la casa. La voz de su madre era como un imán que los atraía, un faro de amor en el que confiaban ciegamente. Entraron corriendo a la cocina, donde su padre, Álvaro, los esperaba con los brazos abiertos. Álvaro era un hombre de voz grave y manos grandes, que siempre encontraba tiempo para escuchar las historias interminables de sus hijos, aunque llegara cansado del trabajo.
"¿Y cómo les fue hoy en sus aventuras?" preguntó él, sirviéndose un poco de agua y mirándolos con cariño.