El aire pesado y nauseabundo hace que a Adelaide se le dificulte respirar. Permanece inmóvil contra la pared, sosteniendo con fuerza el ruedo de su vestido, incapaz de dar un paso para ningún lado. La poca luz que entra por la abertura deja entrever lo sombrío del sitio, oscuro, sucio y mohoso, acrecentando su temor de que alguna alimaña se precipite contra ella de un momento a otro.
Maldita su suerte ¿Por qué le suceden todas estas cosas?
Sus ojos están hinchados de tanto llorar. Este lugar es muy húmedo y hace mucho frío. Solo ruega que Egil le absuelva, que la escuche y ordene que la saquen de aquí antes de que la noche caiga, aunque luego la mantenga encerrada de nuevo en su habitación. Incluso eso será mejor que este lugar tan horripilante.
Escucha los murmullos de unos hombres que custodian la puerta y una leve esperanza nace en ella. Ya perdió la cuenta de las horas que lleva en este lugar y desde ese momento el silencio fue su única compañía, hasta ahora.
—Señores, por favor, necesito hablar con mi esposo Egil —Empieza a golpear la puerta con ambas manos para llamar la atención de quienes se encuentren del otro lado—. ¿Pueden hacerle llegar mi pedido? Por favor. Es urgente.
Ambos guardias empiezan a reír y a burlarse imitando su voz y sus mismas palabras. Los nervios y la tristeza de la joven aumentan.
—Por favor —vuelve a decir con un sollozo ahogado—, necesito contarle lo que sucedió realmente.
Ya nadie contesta del otro lado.
El silencio vuelve a ser protagonista del lúgubre lugar, cuando los pasos de aquellos hombres se alejan. Adelaide comienza a llorar como nunca antes había llorado en su vida. Ni siquiera su padre, quien siempre la odió desde el momento de su nacimiento, la había tratado de ese modo anteriormente. Este sitio es inhumano, incluso respirar podría ser mortal.
—El que llore de esa forma no cambiará su situación —Una voz profunda y varonil la sobresalta. Adelaide se seca las lágrimas rápidamente como si el dueño de esa voz pudiera verla desde las sombras, aunque está segura que se encuentra en la habitación adjunta—. Lo único que consigue con su arrebato es que me duela la cabeza, Valencia, ¿o debería decir Arrabal?
—¿Quién es usted? —La joven pregunta entre sollozos—. ¿Cómo sabe mi apellido?
—Imposible no saberlo si lo acaba de gritar a los cuatro vientos —La risa baja de aquel hombre aumenta la amargura de Adelaide.
¿Quién se cree ese tipo para burlarse de ese modo de su dolor?
—No debería meterse en lo que no le importa, señor. Ni siquiera me conoce.
—Pues déjeme informarle que sí me importa. No estaré soportando su llanto todos estos días.
—No estaré aquí por tanto tiempo si eso es lo que le preocupa —Afirma, segura de sí misma, mientras se sorbe la nariz—. Solo estoy esperando que mi esposo venga por mí. Estoy aquí de manera injusta.
La carcajada repentina de aquel hombre anónimo, la sobresalta.
—Es una joven sobradamente ingenua. Ciertamente, no conoce a Egil. Si está aquí es por algo y créeme que no saldrá hasta haberlo pagado con creces. Es mejor que busque un lugar para acomodarse, la noche será muy larga y fría.