Cristina
Por mucho que deseara un té verde caliente, la idea de reemplazar el dulce sabor a cereza que había absorbido de los labios de Gabriel me desanimaba. Era intenso: masculino como el tabaco, pero lo suficientemente suave como para impregnarme la lengua. Me besó horas atrás en un momento tan monumental que rozó lo catastrófico. La sensación que me gané, la sensación que había estado deseando desde que entré en este edificio, no se debía a la asombrosa altura desde donde nos besamos por primera vez, sino a haberme permitido ser vulnerable.
Gabriel me mostró lo que era ser él, sentir la contradictoria y desesperante sensación que formaba al hombre que apenas conocía. Estaba a la vez libre y encadenado, flotando y hundiéndose, desesperado por mostrarme cuánto me necesitaba, cómo yo, la pobre chica de Bushwick, le devolvía la esperanza.
Todo lo que hacía tenía un propósito; por lo tanto, veía un destino en mí. Desde las flores en mis vestidos hasta la forma en que cruzaba las piernas y me acariciaba el cuello. No podía escapar de su estrecha atención, y si tenía alguna posibilidad de conocer a este hombre, tendría que ser tan observadora como él, porque antes de que arrestaran a Gabriel, antes de que nuestra noche se desmoronara, pidió, o mejor dicho, exigió, una respuesta a una no-pregunta para la que no estaba preparada: Dime que me perteneces.
Y mientras dormía brevemente en el vestíbulo de esta vieja comisaría, mientras soñaba con él, respondí a su petición de mil maneras diferentes: ¡Sí, claro, llévame! Cada respuesta era mejor que la anterior, cada una más desesperada y emocionada, pero marcada con un feo asterisco de inevitables preocupaciones. No era de Nueva York; no era la imagen perfecta de la seguridad y la previsibilidad. Posiblemente era el chico malo que mi madre hubiera querido tener, y eso me ponía increíblemente nerviosa.
-Aquí tienes, cariño. -Una recepcionista que me hizo compañía toda la noche me trajo el mismo té verde que incluso pensé en tomar-. Está muy caliente, así que ten cuidado. No tenemos más azúcar, y no me imagino que la crema sepa bien para este tipo de té.
-Eso espero por tu bien. Tengo una hija de tu edad y no me la imagino cerca de un tipo como él. Su ambiente, su estilo de vida. No es... seguro, sobre todo esas fiestas...
-¿Fiestas?- pregunté, pero sabía muy bien a qué se refería.
Esta era otra advertencia, igual que la de Aguilar. Aún no estaba segura de qué me estaba perdiendo; Gabriel era la máxima protección; me veía cuando otros no y me abrazaba con más fuerza que nadie. Escuchar esta advertencia constante y repetida me resultaba tedioso, o mejor dicho, ensordecedor. Me quedé mirando mi reflejo y mi falda, dándole vueltas a las advertencias anteriores de Claire sobre hombres como Alex. Me negaba a creer que me parecía en algo a ella, engañada por un hombre que intentaba robarme el corazón.
-Sí... fiestas. No puedo ver a otra chica como tú, un ángel de Belmont Hills, metiéndose en problemas -dijo, carraspeando.
-¿Belmont Hills?- Fruncí el ceño, sin entender a qué se refería ni a quién. Se quedó callado al ver las figuras que estaban a su lado.
Todo el cansancio que sentía, el dolor en el cuello y los huesos, la incomodidad de una noche fría en una habitación rancia y luminosa desaparecieron instantáneamente cuando de repente vi al ángel más oscuro.
-Hola, buena chica...- El encanto melódico y asombroso de Gabriel recorrió la habitación, calentándome más que el té hervido en mi mano. Me sonrojé por su saludo, casi como si fuera la primera vez.
-¿Gabriel?-, gemí de sorpresa, pero la comodidad de su cuerpo me acalla al arrojarme a sus brazos. Dios mío, el embriagador atractivo de las cerezas se filtraba de su piel dorada y brillante. Solo lo vi a él, su tinta oscura tatuada por todas partes, más oscura que sus cejas o sus ojos color chocolate. Me envolvió, sintiéndonos como si nuestra posición fuera permanente, como si estuviera tallada en piedra. Enterré la cabeza en su pecho, apretándome más contra su cuerpo mientras luchaba contra las ganas de llorar, atesorando el momento, un abrazo que al instante fue correspondido con una inclinación de mi barbilla. Antes de que dijera nada más, me besó. Fuerte. Sus labios se presionaron contra los míos con tanta fuerza, tan definitivamente, que me pregunté si estaba despierta.
-Disculpa la espera. ¿Estás bien? -Apoyó su cabeza en la mía.
-Mejor... -reí más despierta, pero también con ganas de dormirme en sus brazos.
-Mejor es bueno, pero no suficiente. Te llevaré de vuelta a casa -se atrevió, provocando el descanso casi eterno de su cama. Imaginé que era del tamaño de una piscina, con sábanas suaves y almohadas frescas para nuestros cuerpos calientes.
-Eso tendrá que esperar. -Una mujer con un elegante traje negro miraba su teléfono antes de lanzarle una mirada seria al hombre que me compró donas-. Sargento Fields... -suspiró, molesta, como si solo hubiera escuchado lo que decía-. ¿Confío en que dejará a mi cliente en paz? Y, lo más importante, ¿se callará?
-¿Cliente?- pregunté.
-Lina es mi abogada, pero ahora también es la tuya-, confirmó Gabriel.
-Es un placer absoluto conocerla, señorita Ferrara-, saludó Lina, estrechándome la mano con un nivel de profesionalismo que hizo que mi atuendo se sintiera aún más inapropiado.
-Gracias... No sé si estoy en problemas, pero no puedo esperar que pagues un abogado...- Negué con la cabeza.
-No seas ridícula -dijo Gabriel con una sonrisa-. Como si fuera a dejar que te pasara algo. Te dije que te cuidaría, y eso implica poner a tu disposición solo a los mejores abogados. Lina mantuvo tu nombre fuera de los periódicos, incluso después de lo de la Policía Metropolitana.