La mansión de Angel Davis era imponente, de esas que dejan una marca imborrable en la memoria, aunque uno solo haya estado en su umbral. El sol de la tarde doraba las columnas de mármol blanco y los jardines, que se extendían como un oasis a lo lejos, parecían perfectamente cuidados, como si se tratara de una obra de arte inalcanzable. Miurel observó el edificio desde el asiento del coche con una mezcla de emoción y aprensión. Sabía que este trabajo iba a cambiar su vida, aunque aún no sabía exactamente cómo.
El motor del coche se apagó con un suave ronquido, y ella suspiró, recogiendo su bolso con nerviosismo. Había trabajado con niños antes, pero cuidar al hijo de Angel Davis, un hombre tan reservado y conocido por su éxito, era algo completamente diferente. Miurel había escuchado los rumores: el CEO de Davis Corp. era un hombre de hielo, eficiente en su trabajo, pero emocionalmente inaccesible, un hombre que había quedado marcado por la muerte de su esposa hacía años. Y ahora, con su hija-un bebé de seis meses llamado Alex-era evidente que su vida no era tan perfecta como la fachada de la mansión.
Miurel tocó el timbre con suavidad. El sonido resonó por todo el vestíbulo, y tras unos segundos, la puerta se abrió. Un hombre alto, de aspecto serio, apareció ante ella. Llevaba un traje oscuro que le ajustaba perfectamente, pero su rostro estaba marcado por una expresión impasible. Aquel debía ser Angel Davis, sin duda. Aunque no lo conocía personalmente, era fácil reconocerlo; su presencia era tan poderosa que casi se podía sentir el peso de su mirada desde el primer momento.
-¿Miurel? -dijo con una voz grave que no invitaba a la conversación, pero tampoco era hostil. Solo... neutral.
Miurel asintió, tomando una respiración profunda antes de contestar. No quería parecer nerviosa, aunque la situación la ponía en una posición incómoda.
-Sí, soy yo. Gracias por recibirme, señor Davis -respondió, extendiendo su mano.
Él la miró un segundo, como evaluando si debía aceptar el gesto o no. Finalmente, estrechó su mano, y la sensación de frialdad de su saludo hizo que Miurel se sintiera aún más pequeña. Era como si todo lo que él hacía estuviera cuidadosamente calculado para mantener una distancia entre él y los demás.
-Pasa -dijo simplemente, apartándose para dejarla entrar.
Miurel cruzó el umbral de la puerta, y al instante el aire frío de la mansión la envolvió. El interior era aún más impresionante que el exterior: techos altos, paredes adornadas con obras de arte caras y muebles impecables. El lujo era evidente, pero lo que realmente llamó la atención de Miurel fue el silencio. Un silencio profundo que parecía asentarse sobre todo, como si la casa misma estuviera guardando algún tipo de secreto.
-Alex está en su habitación -dijo Angel sin volverse, guiándola por un pasillo largo y luminoso-. Como ya sabes, soy muy estricto con su rutina, así que espero que lo sigas al pie de la letra.
Miurel asintió nuevamente. La verdad era que no sabía mucho sobre las rutinas de Alex; había recibido una breve orientación en su entrevista, pero poco más. No obstante, se sentía preparada. Había cuidado a otros niños antes, y aunque no podía negar que había algo diferente en la atmósfera de la mansión, estaba decidida a hacerlo bien.
-Por supuesto, no se preocupe -dijo, y su voz sonaba un poco más firme, como un intento por ganar confianza.
Al llegar a la habitación de Alex, Angel abrió la puerta con un gesto que podría haber sido casual, pero que en ese momento le pareció muy medido. Dentro, la luz tenue de la tarde entraba por las cortinas abiertas, iluminando una cuna de madera oscura y perfectamente ordenada. En ella, el bebé Alex estaba dormido, su pequeño rostro rosado descansando sobre una almohada de felpa. Sus manos cerradas se mantenían tan relajadas que parecía que no tenía ni la más mínima preocupación en el mundo.