El cielo de Artheon se extendía sobre los dos reinos con una majestuosidad que solo los dioses podrían haber creado. Dos lunas brillaban, una de un azul profundo y la otra de un plateado resplandeciente, siempre visibles, siempre presentes, como dos guardianas que supervisaban la vida de aquellos que habitaban este mundo dividido. Y, bajo su mirada, la guerra seguía su curso, interminable y sangrienta, consumiendo las tierras y los corazones.
En el corazón de un vasto castillo de piedra, la princesa Selene caminaba lentamente por los pasillos, sus pasos resonando en el silencio del amanecer. Su vestido, de un blanco nacarado, se deslizaba sobre el suelo como si fuera una extensión de la propia luz de la luna. Tenía el rostro serio, con una mirada que ocultaba más de lo que revelaba. Aquellos que la conocían decían que sus ojos, grandes y plateados, reflejaban la luna en sus diferentes fases, pero hoy, en particular, esos ojos parecían estar más llenos de sombras que de luz.
La guerra había marcado su vida de manera irreversible. Desde pequeña, había aprendido a empuñar una espada, a montar su caballo con destreza y a ser la líder que su reino necesitaba. Pero todo eso era en vano, pues nada de eso la preparó para lo que estaba por venir. Los ecos de la guerra resonaban en cada rincón de Artheon, y ella, como heredera del reino de la Luna Azul, tenía que llevar el peso de una decisión que le destrozaba el alma: un matrimonio que podría poner fin a la guerra.
El rey, su padre, la había convocado esa mañana. La guerra con el Imperio de la Luna Plateada llevaba ya años devastando ambos reinos, y las vidas perdidas eran incontables. Las aldeas habían quedado arrasadas, las ciudades eran sombras de lo que habían sido, y los campos de batalla, cubiertos de sangre, eran ahora la única tierra que quedaba entre los dos imperios. Pero en medio de este caos, el rey había negociado un tratado de paz, uno que solo podría sellarse con el matrimonio de Selene con el príncipe de la Luna Plateada, el hombre que lideraba la otra parte del conflicto.
A medida que la princesa llegaba al salón del trono, su corazón latía con fuerza. Ella sabía lo que se esperaba de ella, lo que su padre le había exigido durante años. La paz requería sacrificios, y ella estaba dispuesta a hacerlos, incluso si eso significaba casarse con un hombre al que nunca había conocido, ni deseado conocer. Después de todo, el futuro de su pueblo estaba en juego.
Al entrar, su mirada se cruzó con la de su padre, un hombre envejecido por la guerra, cuyas canas eran la única señal de los años que había pasado desde que comenzó a liderar el reino. Sus ojos, duros como el acero, no mostraban duda alguna sobre lo que estaba por suceder.
-Selene, hija mía, la paz está al alcance de nuestras manos -dijo el rey, con una voz grave que resonó en el amplio salón-. El príncipe Aric de la Luna Plateada ha aceptado la propuesta. En unos pocos días, viajarás a su reino para sellar esta alianza.
Selene sintió una punzada en el pecho. Sabía lo que eso significaba. Sabía que este matrimonio significaba una condena no solo para su corazón, sino para su alma. El príncipe Aric no era solo un extraño para ella; era el hombre al que había jurado matar años atrás.
-Padre, ¿no hay otra forma? -su voz tembló ligeramente, aunque se esforzaba por mantenerla firme-. ¿No hay alguna otra opción para traer la paz sin que tenga que unirme a él?
El rey la miró fijamente, con una tristeza que no había mostrado en años. Sus ojos, antes llenos de determinación, ahora reflejaban un cansancio profundo.