Juliana sintió como si el mundo se desmoronara a su alrededor. El dolor físico de los golpes no se comparaba con el desgarro en su corazón al ver cómo el hombre al que amaba, el padre de su hija, la trataba con tal desprecio. Con la voz quebrada, intentaba desesperadamente razonar con él, aferrándose a la única verdad que conocía.
—Yo te juro, yo te juro que nunca te he engañado —sollozó, mientras sus lágrimas caían al suelo—. Luz es tu hija, mi amor... yo solo he sido tuya.
Pero su súplica solo avivaba más el odio en sus ojos. Él la miraba como si fuera la peor de las traidoras, como si su dolor y sufrimiento no significaran nada. Señaló hacia la cuna, donde la pequeña Luz dormía ajena a la tormenta que sacudía a sus padres.
—Esa bastarda no es mía. Me hice una prueba de ADN y salió negativa —escupió, con la voz llena de veneno.
Juliana se quedó inmóvil, congelada por la confusión. No podía procesar lo que estaba escuchando. ¿Cómo es posible? pensó. Él fue su primera y única vez, desde el momento en que la compró en ese infierno donde se vio obligada a trabajar para salvar a su hermano enfermo. No había habido nadie más, jamás.
—No... no entiendo... —murmuró, sintiendo que su mundo se tambaleaba aún más—. Tú fuiste el primero... el único.
Pero él no quería escuchar. La furia y los celos lo cegaban, y lo que alguna vez pudo haber sido amor, ahora solo era odio. Juliana sintió que ya no podía más. Había soportado todo: los maltratos, las humillaciones, los celos enfermizos... pero ahora, dudaba de cuánto más podría resistir.
—Por favor, por favor... —suplicó en un susurro, mirando a la pequeña Luz, su única luz en medio de tanta oscuridad. Pero en el fondo sabía que él ya no la escuchaba.
El dolor de ser arrastrada por el cabello apenas era soportable, pero lo que más dolía a Juliana era la traición que la rodeaba. Patricia, con su cabello rojo y su risa venenosa, había sido la amante de aquel hombre y se había encargado de hacerle la vida imposible desde que entró al burdel. Ahora, estaba ahí, dispuesta a hundirla más, como una serpiente venenosa que lanzaba acusaciones sin piedad.
—Cariño, esta mujer es una cualquiera —dijo Patricia, con una sonrisa cínica—. Se revuelca con el escolta nuevo, el de los ojos raros.
Juliana no podía creer lo que escuchaba. El nuevo escolta, ese hombre con dos ojos de diferente color, había sido amable con ella. La había ayudado en silencio, entregándole anticonceptivos en secreto, sabiendo que su “dueño” no toleraba que se cuidara porque deseaba tener más hijos con ella. Pero nada de lo que decía Patricia era verdad.
—Él no es mi amante —logró decir Juliana, su voz apenas un susurro.