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Desatar a la bestia

Desatar a la bestia

guangyue

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Capítulo

"Hay hombres que no creen en el amor a primera vista..., por eso hay que pasar por delante unas cuantas veces más. Todos en Leighton Abogados coinciden en que Lea Velour sería la letrada más destacada del bufete si su jefe no insistiera en tratarla como una secretaria suplente. Pocos sospechan, en cambio, que bajo el moño tirante y sujeto gracias a litros de laca y disciplina se esconde algo más que un cerebro brillante: una mujer que, en vez de ansiar el respeto del sexy y divertido Jesse Miranda, está deseando que este se lo falte. Desgraciadamente, parece que su personalidad práctica y aspecto severo no sirven para captar la atención de un hombre como él, que ya la ha colocado en una casilla no muy aventajada: la de patito feo. Un toque de atención, un golpe de azar y la repentina curiosidad de Jesse hacia su contradictoria abogada adjunta desembocarán en un juego peligroso y excitante con unas reglas establecidas desde el principio: sin promesas de amor. Él acabará descubriendo el potencial de una mujer que todo lo que necesita es un motivo para convertirse en puro fuego, y ella a un hombre que puede que al final no sea el playboy descerebrado y accesible que parece, sino alguien con el corazón blindado y más que digno de un amor que podría no ser correspondido."

Capítulo 1 1

Capítulo 1

Marchando una de reproches

No había ni una parte de su cuerpo que no supiera lo que estaba a punto de ocurrir: lo que sucedía cada vez que entraba en su despacho. Debía armarse de serenidad para no levantar sospechas al cruzar el umbral y esperar con paciencia a que él terminara de hablar por teléfono. A que dejara de pretender que no existía, que no se fijaba en ella, cuando ambos estaban rígidos por el deseo de tocarse.

Le gustaba que se hiciera el interesante y no le dedicase una sola mirada hasta que se aseguraba de que la puerta estaba bloqueada y las tupidas cortinas cubrían la cristalera de la oficina. Le gustaba también que sus largos y elegantes dedos jugaran con los botones del auricular, pulsando, acariciando... sabiendo que ella lo estaba viendo y se imaginaba esas mismas manos recorriendo lugares prohibidos. Le gustaba cómo la camisa remangada se ceñía a sus músculos y cómo el último botón, rebelde como sus mechones caoba, mostraba un pecho laureado con fino vello. Le gustaba el modo en que se humedecía los labios, distraído, al revisar el largo de su falda. Le gustaban tantas cosas que necesitaba terminar con el trabajo que le mandaba lo antes posible para pedirle más, y más, y más, y tener una excusa para entrar en sus dominios y admirarlo de cerca como el animal en peligro de extinción que era.

Lea dejó las pruebas documentales sobre la mesa. Fue a darse la vuelta para regresar a su puesto, pero él se lo impidió solo poniéndose de pie. Lea se quedó parada delante del escritorio, sintiéndose pequeña e insignificante en comparación con el magnífico ejemplar de hombre que le dedicaba una mirada abrasadora. Lucía pantalones estilo 20’s con sus respectivos tirantes cruzados a la espalda. No vestía como las normas dictaban. Él no podía seguirlas, iba contra su naturaleza, y Lea lo prefería así porque eso significaba que nada, ni siquiera la política de empresa, podría pararlo si decidía volver a tocarla. Que su aventura fuera prohibida le daba un sabor especial.

—¿Necesitaba algo, señor Miranda? —preguntó en cuanto este hubo colgado el teléfono.

Jesse sonrió de lado. Esa sonrisa canalla que le había visto dedicar a todas las mujeres del bufete sin excepción. No habló de primeras, sino que llevó las dos manos al nudo de su corbata. Lo deshizo muy despacio, estirando los segundos hasta volverla loca. Lea asistió al momento con la garganta atascada. Había algo en él que le hacía salivar, porque no era el más guapo de los hombres. Debían ser sus ojos amarillos o el modo en que se le ondulaba el pelo para insinuar una caricia a las orejas. O su cuerpo esbelto y estilizado. Lea no podía quitarle el ojo de encima a las venas que surcaban sus brazos, ni a sus poderosos muslos, a su melena a veces punky. Sus estilismos eran variados y originales dependiendo de la ocasión que le causaba curiosidad. Era un gamberro disfrazado de caballero que lograría conquistarte mostrando cualquiera de sus facetas.

Jesse se acercó a ella con la dolorosa lentitud de siempre. Lea era muy pequeña. Diminuta. Menos de un metro sesenta. Y él era lo bastante alto para cubrirla por completo. Aunque no hizo eso. En su lugar, levantó la barbilla femenina con un dedo. Esa mirada de superioridad con la que la aguijoneó desde el primer día la puso a vibrar contra todos sus principios. Lea odiaba sentirse menospreciada, pero que él la tratara como a su muñeca, como su objeto de placer y nada más, le excitaba.

—Sí que necesito algo —pronunció con ese tono exasperante. Lea abrió la boca y él se la cerró poniendo un dedo entre sus labios. Descendió desde allí, haciéndole cosquillas en la barbilla, seduciéndola silenciosamente por la línea del cuello.

Se detuvo a las puertas de su escote.

Abrió la blusa de un tirón, revelando un sujetador de encaje elegido adrede para la ocasión. Estaba orgullosa de sus pechos y él también. Los veneraba, estaba loco por ellos. Ese día no le dedicó menos atención de la acostumbrada. Liberó uno de ellos de la copa y se inclinó, desplazando la lengua alrededor del pezón erecto.

Lea gimió y le agarró del pelo, suave y sedoso. Contoneó las caderas hacia él, pidiendo un trato más brutal, que él le concedió rastrillando y marcando su piel con mordiscos.

—Ah... Sí...

—¿Has hecho lo que te he pedido? —inquirió antes de cerrar la boca sobre la areola. Lea se mordió el labio para no gritar y pronunció un débil «sí»—. Muy bien. Eso significa que te has ganado tu premio.

Jadeó al primer roce de sus dedos debajo de la falda. Una mirada ardiente bastó para que se deshiciera entre sus brazos.

—Voy a follarte...

—¡Voy a matarte, Galilea Leone Velour! —gritó una voz femenina.

Lea dio un bote sobre la silla que por poco la mandó al suelo. Cerró el portátil de un golpe, dejando a Jesse sin acabar la faena. Puso cinco manuales sobre él, reunió todos los rotuladores de colores alrededor de las esquinas y se abrazó al conjunto con cara de pánico.

«Mierda, Lea, no reacciones así. Actúa con normalidad». Claro. Esa era la primera regla: si estás haciendo algo mal, procura que no se note. Aunque tampoco es que hubiera cometido un delito. No pasaba nada, ¿verdad? Simplemente su compañera de piso —que aún estaba buscando su coronilla rubia entre los cubículos de los adjuntos— la había cazado en pleno clímax ficticio. Peor habría sido que la pillara en medio de uno real, ¿no? O que no hubiese sido Shanghái la inoportuna, sino cualquier otra persona.

De todas las mujeres de su entorno, Shan era la única a la que no se le habría ocurrido juzgarla si hubiera echado un vistazo a su documento privado. Y si se atrevía a hacerlo, siempre podía recordarle quién era la que llevaba dos meses sin pagar el alquiler.

—Estoy aquí. —Levantó el brazo para que la viera y lo sacudió, haciendo tintinear las tropecientas pulseras tipo cadenita que le gustaba ponerse—. Me han cambiado de cubículo.

Mala idea. Una no debía revelar su posición al enemigo.

Shan se plantó delante de ella con un brazo en jarras y otro levantando la bolsa de su almuerzo como si fuera un suspenso en Matemáticas. Automáticamente se sintió culpable, porque sabía lo que significaba su precipitada entrada —por la que tendría que pagar diez meses de murmuraciones, a juzgar por las caras que tenían sus compañeros—, su mirada de reproche y el gesto de sacudir en sus narices el contenido.

Lea probó a sonreír para fingir que no sabía de qué iba eso, sin dejar de abrazar los manuales de dos mil páginas en tres idiomas distintos que cubrían su único placer culposo.

—Has vuelto a dejarte la comida en casa —le reprochó Shan, arrojando la bolsa de mala manera sobre el montón. Lea lo cazó antes de que el yogur manchara sus preciados libros de apoyo—. Es la tercera vez en esta semana, y estamos a miércoles. ¿No tienes nada que decirme? Porque es un poco sospechoso que te dejes la comida que preparo para ti, te largues sin desayunar y digas que «estás demasiado cansada para cenar» cuando llegas a casa justo después de haber tenido una conversación sobre lo descontenta que estás con tu peso.

»Por si no te ha quedado claro, me estoy victimizando para hacerte sentir mal.

Lea asintió a regañadientes. Era un detalle que hubiese admitido sus intenciones y estas no fueran avergonzarla en público.

A simple vista, Shanghái no parecía esconder un lado maternal que insistía en proyectar sobre los demás para cubrir sus carencias afectivas. Cosa que, por cierto, decía ella misma, no Lea. Era el clásico ejemplo de adolescente de casi treinta años que se ponía piercings falsos porque no estaba preparada para afrontar un semipermanente cambio de imagen, ya que se arrepentiría porque era demasiado inestable para tomar decisiones a la larga —eso también lo aseguraba ella, Lea no tenía nada que ver con dicha descripción—; la que tenía diez estilos distintos porque aún no se encontraba a sí misma, se teñía el pelo con espray, había formado parte de cuatro religiones distintas en los últimos trece meses para declararse oficialmente budista y coleccionaba por placer libros de autoayuda. Estos iban acumulándose con el forro de plástico sobre su mesilla de noche.

¿La razón? No estaba preparada para afrontar sus problemas.

Palabras, de nuevo, suyas.

Era evidente que la que necesitaba ayuda y que le cantasen las cuarenta era la propia Shanghái, no Lea, que tenía un empleo estable, una paga mensual razonable, mucha ambición y las ideas claras sobre lo que quería hacer con su pelo. O con sus agujeros. Pero lamentablemente nada ni nadie podía quitarle la razón a su compañera de piso, que como toda buena «zorra con depresión» —así insistía en definirse, ahí Lea no entraba— no sabía cuidar de sí misma, pero en su lugar tenía ojo para ver lo que les pasaba a los demás y daba unos consejos de la leche.

—Pues no lo has conseguido. Hace falta algo más que un plátano, un vaso de yogur líquido y un paquetito de Froot Loops para hacerme sentir mal —declaró Lea—. Ha sido simple casualidad, ¿vale? Estos últimos días no he tenido ganas de comer. Hay un estudio científico que asegura que, cuanto más trabajas, menos hambre tienes. Entiendo que como tú llevas en paro desde que saliste de la universidad estás dispuesta a desvalijar la despensa a cualquier hora del día por puro aburrimiento, pero yo estoy siendo explotada y no tengo tiempo ni para quejarme. Menos para comerme tu... —Casi suspiró al desenvolver el sándwich— delicioso emparedado de atún.

Sacudió la cabeza antes de sucumbir y lo dejó de lado.

Shan la consideraba lo bastante honesta para suponer que decía la verdad. Y aunque mintiese, Shan no la contradiría porque estaba condicionada por un fuerte deseo de complacencia hacia el prójimo.

Dicho por ella, eh.

Shan suspiró y apoyó los brazos cruzados sobre el muro de metro y medio que separaba las oficinas.

—Si tan explotada estás siendo, ¿por qué no lo dejas?

—Ya hemos hablado de eso. Unas... diecisiete veces, creo.

En las últimas veinticuatro horas, además.

—Sí, pero es que no te lo planteas de verdad. No quiero ser dura contigo, y no lo voy a ser: solo tienes que mirarte. Apenas hace veinticinco minutos desde que ha empezado la jornada y ya estás enterrada en trabajo. —Señaló el montón de manuales. «Ya, bueno, sobre eso...»—. Todo, ¿para qué? Te pagan una miseria comparada con las horas que pasas aquí...

—De hecho, me pagan más de lo que merezco... —«... para que pueda permitirme escribir novelas eróticas con mi jefe de protagonista en horario laboral».

—Pero no asciendes. —Ahí le dio donde dolía—. Vamos, Lea, ¿no lo ves? Te pagan bien porque saben que, si no lo hacen, te largarías, harta como estás de ser la que lleva el papeleo y los cafés. Ese tal Miranda te trata como si fueras su secretaria, no su abogada adjunta, y me parece un sacrilegio cuando te graduaste con honores mientras él aprobó por los pelos. Casi doblaste su nota en el BAR que, por cierto, fue penosa.

Lea frunció el ceño.

—¿Cómo sabes eso?

—Para empezar, yo lo sé todo; lo que se me escapa es porque me da igual. En segundo lugar, se te olvida que Internet está a mi servicio y soy la mejor hacker de toda Florida. Y tercero... No sé si entiendes la moraleja. Un tío mucho menos cualificado que tú y que llegó donde está porque su padre era el puto amo de la fiscalía te está subestimando.

Eso dolió todavía más. Si algo tenía Lea, porque todo eso de la belleza, talento, inteligencia y encanto no lo tocaba ni por casualidad, era ambición. Y, a veces, la ambición conseguía que pareciese inteligente y talentosa, lo suficiente para ser considerada entre aquellas cuatro paredes una empollona sin vida social que resolvería el caso más difícil sin necesidad de llegar a juicio.

No era suficiente para ella. Lea no solo quería ser «la lista» entre sus compañeros. Quería ser valiosa para los socios, para los mandamases del bufete. Y era cierto que trabajando para Jesse, que le encargaba la jurisprudencia como a los ayudantes sin despacho y una vez se atrevió a pedirle que le concertara una cita con el peluquero, nunca conseguiría impresionar a Caleb Leighton.

Decía Caleb Leighton porque era quien estaba por allí esos días y porque era el socio gerente, el que lucía su apellido en el membrete y había perdido menos casos de todos los que trabajaban en la oficina. También porque fue el que le hizo la entrevista y le dio la oportunidad de emplearse con ellos, y por un motivo mucho más personal: ella quería ser Caleb Leighton. Se sentía identificada con su personalidad y su método de trabajo.

Claro que él no era el único que podía sugerir que le pusieran un despacho y encomendarle casos dignos de su formación. Leighton trabajaba codo con codo con Sandoval y Miranda, quienes tenían competencias similares. A Sandoval llegó a tenerla en el bote, pero esta se dio de baja y perdió su oportunidad. Y Miranda insistía en tratarla como si en la universidad le hubieran enseñado a colorear sin salirse de los bordes. Solo Caleb Leighton le haría algún caso, porque igual que Jesse Miranda solo premiaba a las chicas guapas por ponerse faldas cortas, el gerente bonificaba a los que trabajaban duro.

—No estás siendo justa —se defendió Lea—. Miranda es un abogado increíble. Puede que sus notas no lo corroboren, pero la teoría y la práctica son dos cosas distintas, y él tiene superada la parte importante. Utiliza tu querido ordenador para husmear en su lista de casos y verás que tengo razón. Solo ha perdido los juicios que maneja ese tal Torres, el juez con el que tuvo una pelea hace seis años. Puedo aprender mucho de él —repuso. «Si le saliera de las narices enseñarme», estuvo a punto de añadir.

—Mira, entiendo que no quieras dejar el trabajo. Este sitio es la leche. Pero creo que no te están valorando como mereces.

¿Por qué no solicitas ser la adjunta de otro socio? El que te hizo la entrevista está buenísimo y parecía serio. Te alegras las vistas y encima dejas de ser la esclava personal de un tío con los huevos como camiones.

«Esa no es la descripción que yo habría hecho sobre sus huevos».

—Lo he pensado, pero Leighton odia a los asociados. Trabaja solo, y cuando necesita algo, se lo pide a un junior aleatorio. Además de que Miranda me necesita —declaró, sin ningún orgullo. Ojalá no fuera verdad, u ojalá la necesitara para otras cosas—. Sin mí no daría abasto.

—Santa Galilea de Francia, la mártir que todos los misóginos necesitan —pronunció, formando un letrero con las manos.

—¿Perdona?

—¿Me vas a decir que no es un misógino? La única explicación que yo veo para que no te dé trabajo decente es que eres una mujer y se siente amenazado por tu cerebro de Megamind. Te recluye en este cubículo firmando patentes y emancipaciones, documentos de los que podría encargarse mi gato, porque sabe que si te da un puesto de poder lo acabarías desbancando. Sé que eres muy humilde...

—No soy humilde. Sé que soy la mejor.

—Pues tienes una forma muy graciosa de demostrarlo, dejando que ese imbécil te menosprecie. Llevas trabajando para él un año y medio y sigues yendo a por sus cafés porque está demasiado ocupado siendo un guarro con todas las secretarias del bufete.

—Si bajaras la voz, te lo agradecería muchísimo.

—¿Es que no te da rabia? —exclamó por lo bajo—. Me la da hasta a mí, y no debería porque se supone que gracias a tu sueldo vivo bien.

—Pobre Shanghái, debe pasarlo muy mal viendo Netflix dieciséis horas al día.

—Oye. —Le apuntó con el dedo—. Puede que mi vida sea una mierda, pero lo es porque yo lo he elegido, así que no me puedo quejar. Tú no puedes decir lo mismo.

—Bueno, ¿y qué sugieres? —espetó Lea, agarrando la bolsa del almuerzo con un movimiento airado. La abrió y sacó el plátano—. ¿Que le ponga una denuncia? ¿Que me chive a Leighton? Es una buena persona, Shan.

—La gente buena hace las cosas mal, Galilea, y por eso merecen un escarmiento. Entra ahí. —Señaló la puerta de salida. Lea imaginó que se refería al despacho de Miranda. La mujer no tenía la culpa de haber suspendido el test de orientación espacial—. Entra ahí y dile que o empieza a tratarte como lo que eres, una jodida abogada, o te largas.

—Es muy pronto para enfadarme. Solo son las ocho de la mañana —señaló Lea, intentando mantener la calma. Peló la fruta con movimientos bruscos y le dio un mordisco con cara de pena. Hizo un puchero con la boca llena—. No quiero armar una escena.

—Pues púdrete afeitándole las bolas a tu jefe durante el resto de tu vida. Estás sacrificando tu tiempo de trabajo y también tu tiempo libre (porque te recuerdo que no te deja marcharte hasta que se cansa de que seas su esclava) por un empleo que no se corresponde con tus habilidades y, sobre todo, tus sueños. Tú sabrás lo que haces.

»Me voy, que he quedado con un tío para un rol de Harry Potter a las nueve. —Se ajustó la chaqueta, levantando el cuello y cubriéndose como si no hubiera veintidós grados allí fuera—. A lo que había venido: me da igual lo ocupada que estés. Más te vale no dejar de comer. La comida es lo que hace soportable nuestra existencia, es un delito que renuncies a ella. Y no quiero un culo anoréxico en mi casa mientras pueda evitarlo.

—Primero: ni siquiera pagas la casa. Segundo: hablar tan a la ligera de anorexia es muy problemático.

—Hablar a la ligera de anorexia en Twitter es problemático —corrigió. Sacudió la mano a modo de despedida—. Sayonara, baby.

—Terminator 2: Judgement Day —pronunció una voz masculina.

La primera reacción de Lea fue abrazar con más fuerza sus manuales, masticar y tragar el trozo de fruta y procurar no ponerse nerviosa.

—«No, no, no, no. Debes escuchar como habla la gente. No puedes decir: “afirmativo”, o mierdas parecidas. Di “no problemo”. Y si alguien se acerca a ti con una actitud agresiva dile “cómemela”. Y si quieres quedar por encima de ellos, diles: “Sayonara, baby”» —citó el recién llegado—. Me extraña que esa parte de Terminator no sea un versículo de la Biblia, y lo dice un tío que no es especialmente fanático de Schwarzenegger. El Conan bárbaro de Jason Momoa me gustó bastante más, por ejemplo, aunque tal vez sea porque Rachel Nichols haciendo el papel protagonista femenino me anuló para el resto de mujeres del mundo. Menos para ti, porque os dais un aire, ahora que me fijo.

» ¿Me dices tu nombre o tu comando telefónico? ¿Ambos? A Shan se le quedó la misma cara que a cualquier otra mu-

jer frente a Jesse Miranda. Bueno, a decir verdad, Lea no perdió la respiración cuando lo vio por primera vez como a otras tantas. Le pareció un buitre de primera serie —por eso de ir buscando cualquier carroña— y el ejemplo de pesado unineuronal que no valoraba el humor inteligente, sino que se reía de una caída en público.

En esos días también lo pensaba, porque Jesse Miranda era justo eso. Un estúpido que dedicaba su vida a flirtear con descaro y valoraba todas las superficialidades del mundo. La diferencia con respecto al primer día era que su aspecto físico había ido calando poco a poco en ella y ahora incluso se atrevía a ponerle su nombre a los protagonistas masculinos de sus relatos. De acuerdo, era posible que no solo le pusiera su nombre.

Ni solo su apariencia. Quizá trasladaba al personaje completo. Pero porque le impresionaba que fuera posible que le pusiera la piel de gallina cuando le caía como una patada en el culo. Era la definición del amor-odio, solo que no lo odiaba tanto ni tampoco lo quería una pizca, solo era insoportable. Y necesitaba drenar su desprecio de alguna manera, como, por ejemplo, imaginándoselo, pidiéndole de rodillas que le dejase manosearla.

Sí, era la mejor forma.

Lea sonrió para sus adentros al reconocer en la cara de Shan que estaba pensando en lo mismo que ella pensó en su día.

—¿Sabes que ya no estamos en los noventa? —le soltó. Shan, no Lea, porque, por supuesto, no se había referido a la adjunta con su flirteo. Ella no era lo suficientemente guapa, ni llevaba unos shorts a medio cachete, así que no podía llamar su atención—. Pedir el número de alguien y abordarlo de esa manera está muy desfasado. Si quieres que tengamos algo, vas a tener que hablar conmigo al menos tres o cuatro veces antes de atreverte a hacerme un cumplido.

—¿Y esperar tanto para hacer un cumplido no está desfasado?

—Si no te ha servido esa razón, a ver qué tal esta: no me gustan los hombres guapos. El noventa por ciento de ellos lo hacen muy mal, el ochenta y tres no se baja al pilón y el setenta y ocho no espera a que te corras. Una muy mala inversión.

—¿De dónde salen esos porcentajes?

—Tú tampoco eres mucho más de un siete —prosiguió, ignorándolo—, o un siete coma cinco. Un siete setenta y cinco si te arreglaras el pelo o te hicieras una cresta del todo, pero sí lo bastante atractivo para entrar en la norma. Y a mí no me van los tíos que no me van a complacer, porque para hacerme daño ya tengo mis traumas infantiles.

»Por cierto... No sabía que «Sayonara, baby» era de Termina-

tor. No veo películas de acción, son lo peor. Termino con un consejo sobre eso: mejórate del gusto.

Shan se dio la vuelta sin decir mucho más y se marchó, llevándose unas cuantas miradas curiosas por el camino.

—No sé si la quiero o la odio —determinó Jesse, con las manos en los bolsillos. «Suele pasar»—. ¿Es amiga tuya?

—Algo así.

—Pregúntale si ha visto Bojack The Horseman, porque parece un personaje sacado de la serie.

»En fin, venía a decirte que necesito un café de los míos. Ya sabes, vienés con toda la glucosa que sea necesaria para causarme un ataque al corazón sin alternativa de reanimación.

Lea parpadeó una vez.

—¿Y ya está?

—Sí. Hoy me tengo que encargar de un caso difícil, pero si me llega algo más apropiado para ti, te lo paso. —Dio un par de golpecitos con los nudillos sobre el borde del muro y se despidió sin mirarla otra vez—. No tardes, necesito mi dosis de azúcar con urgencia.

Lea abrió la boca para replicar. No para replicar, perdón: para nada. Las palabras la dejaban tirada cuando intentaba dirigirse a Jesse, convirtiéndola en una especie de tartamuda tímida con la que no se sentía en absoluto identificada. Lea era introvertida y callada porque valoraba el arte de la conversación, no vergonzosa, pero con él parecía todo lo contrario. Alguna que otra vez babeó de tanto boquear al buscar un término legal que solo recordó al salir del despacho. Y otras se puso tan roja que lamentó no llevar el pelo suelto para usarlo de cortinilla.

Gracias al cielo, a Jesse le importaba tan poco que no se dio cuenta de ninguna de las dos cosas. Nunca la miraba dos veces y, aunque era simpático, con ella solía serlo menos.

Aun así, no pudo resistirse a hacerle un escáner completo durante su paseo hacia la sala con su apellido.

Era por culpa de su trasero. Ahí se concentraba su necesidad de un logopeda. Si no estuviera tan bueno, no tendría que juntar los muslos cada vez que lo tenía delante. De nuevo incomprensible, porque solo de pensar que su aventura de toda la mañana sería conseguir un café vienés con su nombre garabateado en el vaso, le daban ganas de abofetearlo hasta dejarlo (más) lelo.

En fin, Lea no era ninguna mujer especial, y todas se habían vuelto locas alguna vez por el hombre que menos le hacía caso y encima la trataba con condescendencia.

«Si me llega algo más apropiado para ti... Será hijo de puta». Como si fuese apropiado que él atendiera denuncias por discriminaciones de género o tuviese derecho a defender a la parte femenina de un divorcio cuando era un salido de padre y muy señor mío que ni mientras trabajaba trataba a las mujeres como algo mejor que su producto de consumo. Ella se merecía la mayoría de sus casos. Sería profesional y concisa, no se enrollaría —en todos los sentidos de la palabra: hablando y con la clienta—, sino que iría directa al grano y los haría a todos felices.

«Algo más apropiado para ti».

—Cabrón de mierda —masculló. Dejó el plátano a un lado y apartó todos los manuales para abrir el portátil. Cerró el documento, llamado «Sin-título-1», y se tomó un segundo para respirar. Acabó devolviendo la vista a la cáscara amarillenta. Dios, era tan fea que ni siquiera podía llamar la atención de un cachondo con un plátano en la mano... Patético—. Connard débile... Ça fait chier.

Se levantó y alisó la falda de rayas hasta la rodilla.

No podía decirse que estuviera intentando que la mirase, porque su objetivo al ir a trabajar no era deslumbrar a nadie. Y aun así, lo conseguía, pero con quien no le interesaba: el bibliotecario que manejaba la jurisprudencia siempre encontraba un momento para abordarla con cumplidos que no había pedido.

Los hombres eran asquerosos.

Y era una pena, porque necesitaba uno con urgencia.

Estaba tan absorbida por su trabajo que no podía hacer vida social. En una ciudad que no conocía y teniendo una amiga

—que encima no salía de casa a no ser que la arrastraran o tuviese una misión, como llevarle el almuerzo— no era muy tentador pedir horas libres. Pero seguía teniendo sus necesidades, y llevaba sin acostarse con alguien tanto tiempo que empezaba a desesperarse. Con su primer y único novio no salía de la cama. Pasar de la ninfomanía a la sequía le estaba afectando.

«El trabajo, Lea. El trabajo».

Pero no estaba motivada para obedecer ese día. Shan no había dicho ninguna mentira. Ella misma se sentía una esclava. Infravalorada. A veces se preguntaba si Jesse Miranda no se reiría de ella a sus espaldas.

Podía darlo por hecho. Algunas de sus compañeras le contaron que, cuando mencionaban su nombre, el jefe no dudaba en comentar lo eficiente que era, pero no precisamente en tono de alabanza. Había algo que le molestaba de ella, y no tenía ni idea de qué era. Siendo misógino e imbécil, tal vez tuviera que ver con su apariencia física. No sería el primero que la despreciaba por no ser lo bastante guapa, y podía comprender que desentonaba en un bufete que no tenía nada que envidiar al reparto de cualquier serie de Shonda Rhimes.

Lea procuraba no pensar en ello y centrarse en lo que hacía. Ya cuando llegaba a casa se permitía darle patadas a la cama o puñetazos a la pared, o ahogar sus penas en comida basura, la causante de que pesara diez kilos más de lo que recomendaba su Índice de Masa Corporal. Pero ese día era distinto, porque le habían dicho cuatro verdades a la cara que se le hacían muy difíciles de soportar.

Decidió que sería buena idea probar algo diferente, y con «algo diferente» se refería a darle un toque de atención a su jefe. Él la necesitaba, estaba convencida. Si le pedía un aumento o un puesto de mayor responsabilidad se lo daría. Le había ayudado a ganar casos importantes y tenía el respeto de todos, se conocía el bufete al dedillo y era muy cuidadosa.

No veía por qué se negaría a su petición.

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