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El pecado de Azael

El pecado de Azael

Khaegrey

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Capítulo

Azael ha amado a Aurora toda su vida. Tanto, que estaría dispuesto a entregar su trono y fortuna por ella. Pero Aurora es prohibida. El mayor de los pecados es tocarla... porque ella es su hermanastra.

Capítulo 1 «Cicatrices»

.

.

Había cierta familiaridad con los gritos que provenían de algún rincón de la gran casa, convirtiendo las paredes en papel y permitiendo así que cada palabra llegase con total claridad a sus oídos, a veces convertidas en susurros, en otras como un fuerte chillido doloroso. Ella solo cerraba sus ojos, abrazándose a sí misma y cubriendo su rostro con sus manos como si eso pudiese protegerla.

Siempre era así, al menos, en esa parte del año. Cuando septiembre acababa y octubre anunciaba su presencia la gran residencia se veía sumida en la tensión, las discusiones y los gritos. Se convertía en un desorden de un hombre y una mujer gritándose el uno al otro en el piso de abajo, llorando, abatiéndose como si fueran enemigos cuando en realidad eran amantes.

Y antes todo era más fácil, sí, cuando ella creía que solo tenía que cruzar el pasillo, dar tres toques leves en su puerta y luego asomarse, para encontrarlo ahí en el bordecillo de la cama sentado, esperando por ella. Cuando pasaba adentro, él abría sus brazos y la sostenía entre ellos, llevándola a la cama y acurrucándola entre sus sábanas y su aroma, creando una barrera que los protegía del resto del mundo, de los dos seres ahí abajo; el padre de él, la madre de ella. Su cama se convertía en un refugio donde nadie los interrumpía y todo parecía desaparecer, solo eran ellos dos, sus cuerpos entrelazados y sus manos juntas.

Pero, aquello no sucedía, todo había cambiado. Lo había hecho hace mucho.

Y a ella solo le quedó acomodarse en su cama, abrir los ojos y mirar a través de la gran ventana de cristal que daba vista a los grandes jardines y al estanque. Trató de distraerse, pero ni siquiera eso lo pudo hacer. Jugueteó con sus dedos, tiró del bordecillo de su sábana, la ansiedad la consumía y se arrastraba por su piel, las palabras cosquilleando en sus oídos. "Es tu culpa. ¡Tu maldita culpa!" escuchó desde abajo y dejó ir una exhalación lenta, cualquier idea de bajar a hablar con ellos se esfumó de su cabeza. La cicatriz diminuta en su brazo ardió internamente, como si le intentara recordar lo que había sucedido la última vez que lo hizo.

Se levantó, la sensación del suelo frío bajo sus pies la hizo ponerse en puntillas, la piel desnuda amortiguando el sonido cuando caminó hacia su puerta y asomó levemente la cabeza; miró aquella al otro lado del pasillo, a pocos metros, completamente cerrada. Él ni siquiera estaba en casa esa noche. Ya no lo hacía. Sintió su pecho hundirse, y sus ojos picaron. Era casi medianoche. Y entre todas aquellas ganas que sentía de verlo, de poder hablarle, de abrazarle, sintió ganas de llorar.

Volvió a su cama, trató de calmarse. Cerró sus ojos. No lloró, estaba cansada de llorar por él.

Aurora no hacía deportes, no era la popular ni la estudiosa que se escondía tras los libros, ni siquiera se destacaba en las clases, o era lo suficiente guapa como para llamar la atención. No era muy sociable, ni divertida, y tampoco tenía algún talento oculto o algo que la hiciese especial a la hora de mirarle. Nadie la consideraba como algo más que un término medio, la chica que no notarías pasar a tu lado a excepción de que la conozcas. Pero, aun así, las apariencias engañan. Y todos conocían a Aurora, a ella y a quien fuese que tuviera su apellido.

Ella era intocable en Hussell Private College. En Londres, en New York, en Paris. Cualquier Harvet lo era; y Aurora era una ante todos.

Tal vez esa era la razón por la que nadie se cuestionaba porqué ella no hacía deportes, nunca tomaba un balón o daba las clases de Gimnasia, ni siquiera corría. Ella solo llegaba, daba una mirada hacia donde se encontrase el entrenador y le dedicaba un saludo lejano y sutil, alejándose luego hacia las gradas con un libro en manos. Se acomodaba allí, sus manos pequeñas y menudas pasando las páginas y su atención perdida en algún mundo, a veces, alguna chica de un largo cabello rubio y ojos negros sentada a su lado, solamente ahí. El resto del tiempo, Aurora Harvet estaba sola, a pesar de tenerlos a ellos -los Harvet, la familia más poderosa de aquellos tiempos, su familia- tan cerca. Casi rodeándola.

Aquel era el tema de plática en los vestidores, o de alguno de los cotilleos que recorrían los pasillos. Nadie se lo preguntaba, pero todos lo suponían. Los rumores decían su nombre.

-Son cicatrices -afirmó una de ellas con seguridad, mirando a través del espejo. Dejó caer su lápiz labial rojo y volteó ante su acompañante con las finas cejas negras alzadas- Piénsalo. Burdas y horribles cicatrices. Y por eso no usa traje de baño, ni el uniforme de deporte. Y si son cicatrices, seguramente se las hizo él.

-Es absurdo -negó la otra- Tenemos uniformes para ello, esa excusa parece demasiado simple. Además, ¿Azael Harvet sería capaz de provocarle algún tipo de herida a su propia hermana?

Aurora ni siquiera tuvo el impulso de corregirlas, él ya lo hacía. A veces, la confusión la acababa con sus puños y nudillos, costándole moretones a muchos y cobrando el silencio como respuesta, aunque luego fueran Thomas y Nish cubriendo sus errores. Sin embargo, Azael lo aclaraba al final, con sus manos con trozos de piel y sangre y los ojos peligrosos y salvajes. No son hermanos, son hermanastros. Su sangre no es la nuestra. Casi como si el termino le repugnara, la mera idea causándole caos.

Lo hacía.

Ella solo suspiró antes de empujar la puerta del diminuto cubículo que le había servido de refugio, sus palmas presionando casi sin fuerzas y apenas asomó su cabeza la plática terminó y la pregunta quedó en el aire a la par de los jadeos sorprendidos. "¿Ella no es la hermana de...?"

No dijo nada, las otras dos chicas tampoco, solo sus rostros se arrugaron con horror cuando la notaron allí, escuchando una plática acerca de ella misma. Y sin una palabra, salió del vestuario de chicas con una aparente calma que, en definitiva, no sentía. El silencio la siguió a la vez que su cabellera rojiza se sacudía tras su espalda, el aire frío y dócil llevándose las últimas palabras de las niñatas.

Aurora no se acostumbraba aún, ella nunca lo haría. Sucedía desde inicios de su segundo año en aquel instituto. Todo empezó cuando él lo hizo. Pero no fue repentino, un cambio sutil que comenzó como un cambio de estación. Silencioso, aquellos amigos que hizo a lo largo de su primer año comenzaron a alejarse, luego, le rehuían la mirada y poco después se escondían para no poder hablarle. No la ignoraban o repelían -No, aquello hubiera sido una sentencia total- sino que se escondían, evitándola, huyendo de que la viesen a su lado. Fue cuando ella notó que todos se alejaban cuando estaba cerca, o como le abrían paso en los pasillos y nadie, absolutamente nadie, se atrevía a tocarla o mirarla a los ojos. Poco después notó que aquello sucedía con todos y cada uno de ellos; luego, lo supo una tarde, cuando el rumor llegó a sus oídos accidentalmente.

No era una regla, ni una ley que estuviese escrita en un manuscrito para Hussell Private College, pero todos lo sabían: Los Harvet eran intocables.

Cada uno de ellos; hasta la chiquilla que no lo era, en realidad, pero que había sido tomada como una.

En un inicio, se preguntó el porqué de aquel repentino respeto hacia su apellido, o ese temor que de repente surgía en los pasillos y los hacia retroceder cuando ella se asomaba y la respuesta vino por sí sola. Fue en el segundo mes de clases y la respuesta vino en forma de un estudiante de intercambio de estatura pequeña y sonrisa grande. Nadie se lo advirtió ni dijo y cuando él, sin saberlo, se le acercó con palabras amigables y un divertido acento irlandés. Para Aurora aquello fue magnifico, él la hacía reír, la miraba a los ojos, no temía pellizcarle en la piel cuando bromeaba o entender que ella no era tan suspicaz a la hora de hablar, y era agradable, tener a alguien con quien no hablar, sino solo escuchar. Finalmente creyó dejar de estar sola. Duró cinco días hasta que él lo supo y lo destrozó como todo lo que hacía a su paso.

Nunca logró entender si Ría, Thomas o los gemelos habían sido quien se lo dijo. Nunca supo cuál de sus primos fue y de todas formas, sucedió tan rápido que no terminó de pensarlo.

Fue un viernes, el último viernes después de las vacaciones de primavera, cuando todo el campo y jardín del colegio se había teñido de verde y azul. El chico irlandés de intercambio -se llamaba Hebbie, y Ría solía burlarse comparándolo con un duende, porque era pequeño y colorido- le había invitado a ir al festival juntos en una ciudad cercana, y, como si fuera al instante en que le extendió su mano; llegó él.

Solamente apareció ahí, de repente, interrumpiendo entre ambos y colocándose frente a ella, Aurora retrocediendo por instinto y Hebbie mirándola con cuidado y sorpresa, la conversación perdiéndose en el aire mientras ella se alejaba.

Hubo un tiempo en el que, en lugar de retroceder, Aurora iba hacia a Azael cada vez que lo veía. Y no tenía que temer cuando posaba sus manos sobre su piel y todo lo que la recibía era suma calidez y cuidado. Pero eso había pasado hace mucho; ahora, cada vez que Aurora tocaba a Azael, su piel la lastimaba como si fuese ácido.

Todo el instituto se concentró alrededor de ellos cuando lo vio cerca, la postura recta y el semblante duro como el de un depredador, o una bestia a punto de arremeter contra su presa. Fue como si todos hubiesen esperado ese momento, estudiantes ricos deseosos de una gota de desastre. Lo obtuvieron: sucedió repentino, él solo hizo una pregunta, y Hebbie la respondió como dictando su propia sentencia.

-¿Qué quieres?

Nadie había entendido, fue como un ladrido duro y tenso, el aire convirtiéndose en lo mismo y todo el mundo callando. El irlandés arrugó el rostro con confusión antes de responder en un intento de broma, flojo y un poco inseguro, mirando a Aurora con duda.

-A ella, ¿Tal vez? -dijo, una sonrisa a medias que pronto se deshizo cuando un grito aterrorizado se escapó de su garganta.

Y fue que bastó solo eso para que él alzara el primer golpe de repente y Hebbie cayese, sangrando y jadeando sorprendido. Y hubo un grito, también, porque él no se detuvo. Golpeó con sus puños al chico hasta que estuvo en el suelo y la sangre goteó en el pavimento, la gente alejándose poco a poco sin inmutarse ante lo que sucedía. Ella solo pudo jadear, desesperada y sin saber qué hacer, observando con su cuerpo congelado como todo sucedía hasta que, sin pensarlo, se lanzó sobre él y detuvo su puño en el aire con un grito. Era tan familiar la situación y el toque.

-¡Azael!

Y todos quienes estaban fuera del instituto, la mayoría como espectadores, callaron; se había detenido. Ella miraba a los costados con desesperación y ahogo, ¿Dónde estaba Ría? ¿Thomas? ¿Los gemelos? ¿Dónde se encontraba su familia cuando ella más lo necesitaba? Se le acercó, sus manos temblaron cuando atrapó su puño en el aire, sujetándolo casi con timidez y terror, porque el contacto de sus pieles bastaba para que sus ojos, indiferentes, se encontraran desde abajo. Su rostro había adquirido un tono rojizo, la vena de su frente sobresalía a la vez que su mandíbula se encontraba afilada; Aurora notó que aquella ferocidad en su mirada lo hacía lucir salvaje, peligroso. Desconocido.

Y aun así, mientras lo sostenía, no pudo sentir lo mismo que los demás y temerle a aquel ser salvaje que vivía junto a ella, que había crecido a su lado y solía protegerle. Ella no podía hacerlo. Todo se desvaneció lentamente, su respiración titilando en sus labios a la vez que sus manos envolvían casi con suavidad el puño lastimado.

-Azael...

Pero él se deshizo de su agarre, de repente, como si el contacto quemara y ella retrocedió. Hubo un segundo en el que solo la miró hasta que ladeó la cabeza, fijando sus ojos en la forma en la que un jadeo se escapaba de los labios de su hermanastra y ella temblaba; se alejó, el aire batiendo sobre ellos y acercándose al pobre muchacho que se retorcía en el suelo y luego, ante todos, le habló en tono bajo al oído, sin volver a tocarlo y nadie lo escuchó, ni siquiera ella que se encontraba a pocos metros pálida y temblorosa.

Poco después se puso de pie, sacudió sus manos como si tuviera algún tipo de suciedad en lugar de heridas y sangre; Aurora notó sus nudillos lastimados y su pecho se hundió con una sensación vacía. No dijeron nada, él solo le dedicó la mirada más dura que le había dado, llena de odio y rencor, y se fue del lugar tan repentinamente como había llegado. No fue hasta que escuchó el ruido de su motor alejarse que se acercó al muchacho que se encogía en el suelo. Y la culpa picoteó en todo su cuerpo mientras se acuclillaba a su lado y buscaba uno de sus pañuelos, intentando tocarle.

- ¡Aléjate! ¡No me toques! -Hebbie abofeteó su mano, lanzó lejos el pañuelo blanco. Aurora se encogió en su sitio, no hizo nada hasta que cayó de la impresión sobre sus rodillas. Lo vio pararse, y desde su posición baja, escuchó lo que le dijo el chico que, por una semana, la había hecho sentir un poco plena, normal -Esto es tu maldita culpa. Nunca más te me acerques a mi... o a nadie -escupió, sus labios manchados de sangre y los ojos vivos con desprecio.

Y Aurora acató su pedido como si de una orden se tratase, no se le acercó más, ni siquiera cuando lo veía en los pasillos, o cuando compartían un sitio en la mesa de clases. Pero aquello no duró mucho, de todas formas, Hebbie desapareció del instituto la semana siguiente, y nadie hablaba de ello, pero todos sabían por qué.

Aurora nunca más se acercó a alguien que no fuesen ellos mismos. Nadie tuvo la intención de hacerlo por ella, tampoco. Desde lo sucedido con Hebbie a todos los estudiantes nuevos, becados o de intercambio se lo advertían: Aurora Harvet era aquel fruto prohibido que nadie, absolutamente nadie, debía probar.

Y no por ella. No por su apellido; era por Azael.

Nadie se acercaba a la pequeña hermanastra de Azael. Tan hermosa como intocable, tan dulce como prohibida.

...Y tan perdida y miserable.

Ella quiso reírse, entonces, la conversación de aquellas chicas en los baños susurrándose en su oído y repitiéndose en su cabeza. Cicatrices. Burdas y horribles cicatrices; Azael provocándolas. Pero, en realidad, aquello no era tan absurdo como creyó en un inicio, Azael la hería en ocasiones de una manera que el dolor a veces se tornaba físico. Apretó sus labios hasta convertirlos en una fina línea, su expresión tornándose con dureza mientras caminaba, se detuvo frente a su casillero en uno de los pasillos. Miró el espejo que tenía en la puerta metálica, sus ojos fueron inmediatamente a la diminuta cicatriz en su mejilla. Era tan pequeña que pasaba imperceptible a la vista, y solo la notabas si sabías que estaba allí. Era una línea fina, de un leve tono rojizo que recorría su pómulo y se disimulaba con las pecas y lunares de su rostro.

Suspiró lentamente, el bullicio del colegio y sus elegantes estructuras de mármol perdiéndose tras ella y su reflejo en el espejo. Cicatrices, de esas, tenía muchas.

-Hey -una mano se posó sobre su hombro, tomándola por sorpresa y ella se sobresaltó, apartándose y cerrando la puerta de su casillero accidentalmente a la vez que daba un paso hacia atrás. Una risa suave se coló en sus oídos y cuando miró, dos orbes familiarmente oscuros -tan negros que era difícil diferenciar el iris de la pupila- lo observaron con una especie de cariño y tranquilidad, escondiendo preocupación -Aurora, hey, soy solo yo.

Sus ojos anunciaban su procedencia. Sus cabellos rubios, clarísimos y largos, caían a los costados de su rostro y tras su espalda. La postura llena de gracia, las facciones aristocráticas y bellas. Todo en ella anunciaba quien era.

-Ría -se encontró diciendo en una exhalación lenta, una sonrisa débil forzándose en sus labios.

-¿En dónde estabas? Te busqué por todos los salones -le dice y sus ojos se suavizan sobre ella cuando agrega- estaba preocupada.

-Tenía deporte -dice, bajo y distraído, reabriendo su casillero y terminando de acomodar sus últimos cuadernos. No menciona nada más, ni siquiera tiene la intención de contarle acerca de su nuevo rumor corriendo por los pasillos. Ría siempre decía que no los escuchara. Ría, cuando Aurora no miraba, era quien se encargaba de desaparecerlos.

-Oh -ella asiente, sus dedos apartando un mechón de cabello sobre su rostro-¿Ya almorzaste?

-No, aún no -frunce sus labios en un mohín. Pestañea, alzando sus ojos y viéndola con un deje flojo de diversión en sus comisuras. Intenta bromear con calma -Estaba esperando que me buscaras.

Cierra la puerta metálica a la vez que Ría abre sus labios y luego se los cubre, ahogando una risa. Ella menguó la cabeza, un poco más ligera, ajustando su bolsa en su hombro mientras la rubia de aspecto delicado se acercaba, rodeando su brazo con su mano. Sus movimientos distan de ser toscos.

-Podría estar conmovida. ¿Puedes ver mis lágrimas? -musita, entrelazando sus brazos. -Vamos a comer. Sé que no lo has hecho, estás pálida.

La sonrisa en sus labios tambalea, levemente, por lo que ella voltea el rostro para que no notase su expresión decaer.

-¿Comemos mejor en las áreas verdes?

Preguntarlo era innecesario. Sin embargo, Ría se iluminaba un poco cada vez que la escuchaba, asintiendo cuando la verdad era que ellas cada día iban allí, las áreas verdes de Hussell eran maravillosas y discretas, tan espaciosas como para cubrir un campo y darles la privacidad que necesitan, alejarlas de las miradas. Hussell College es, en realidad, un instituto privado que sigue su paso con una universidad de la misma élite, por lo que la villa abarca lo suficiente como para mantener un campus y un colegio a la vez. Es de ricos, meramente, nadie espera sorprenderse con algo. Los Harvet fueron fundadores de Hussell, junto con la familia real británica y los grandes nombres de Europa. Básicamente, todos les pertenece. Ella camina por ahí desde que es una.

Y ambas siempre tienen su sitio bajo un árbol viejo a lo lejos del campo. En una de las cuidadas mesas de roble, las cuatro sillas de color pulido perteneciéndoles solo a ellas dos. A veces, a los gemelos, también. Pero la mayoría del tiempo ellas están solas, Ría no es tan excluida por el resto como Aurora, pero sigue siendo una Harvet.

-Vamos a ir. Si.

Cuando Aurora suaviza su expresión, Ría aprieta su mano y se adentran a la cafetería. Tan grande como el resto de las instalaciones y un poco más elegante y lujosa que la mayoría. Mesas apartadas las unas de las otras, vajilla blanca y cubiertos plateados. Vasos de cristal siendo servidos por camareros y manteles blancos sobre la mesa con copas de vidrio en las más reservadas; chefs de alta gama cocinando tras la barra, una fila de herederos y jóvenes millonarios dispersándose por el lugar. Es exagerado, en su mayoría, porque se tratan solamente de chiquillos siendo atendidos como reyes solo por la importancia de su apellido. Al final hay una fila de mesas, un poco más borde y despreocupado, es donde los becados se acumulan con gestos incomodos. Aurora detesta la tan obvia línea de diferencia de clases; ella debería estar ahí, sentada, no con los ricos. Al final del día ella viene de las calles, no de una cuna plateada.

Ría no la deja pensar mucho. Tira de su mano, llevándola hacia la barra de platos expuesta y a los chefs cocinando tras ellas. Le extiende un plato vacío antes de que pueda reaccionar y Aurora lo sostiene, siguiéndola. La chica le dedica un ademán de despedida a un camarero que se acerca a entenderlas y lo deja ir, ambas sirviéndose por su propia cuenta. En algún momento, Ría se detiene. Le extiende una manzana roja y dos botellas de jugo, una abierta a medias.

-¿Por qué no te adelantas? -Le dice- hablaré con alguno de estos chicos para que lleven los platos por nosotras. Tomaré unas copas, pero mientras tanto tú lleva esto. ¿No es muy pesado, cierto?

Aurora niega. Elimina la preocupación del rostro de su amiga con un gesto vago en los labios -Está bien. Te esperaré ahí.

Ría duda un poco, pero Aurora ya se está alejando. Tiene un resoplido escondido en sus labios, pero no quiere ser tan borde, ella solo está preocupada. Ría siempre está preocupada; por ella, por Thomas, por Azael. Siempre es cuidadosa, siempre vela por ellos; es su prima quien se encarga de desaparecer los rumores, quien cubre sus espaldas cuando ellos desaparecen o quien se comunica con la dirección del colegio cada vez que tienen un requisito. Cuando Nish o Milosh, los gemelos, desaparecen, es Ría quien toma un auto y sale en su búsqueda, o paga cualquier deuda de ellos que encuentre. Cuando Aurora está perdida, es Ría quien la encuentra. Es Ría quien protege a cada uno de ellos, como si cuidara de su familia más que de sí misma.

Hay una suave melodía de fondo. El restaurante tiene un sonido suave de música clásica reproduciéndose desde algún sitio, cubriendo el tintineo de los vasos y copas y el ruido de los cubiertos y murmullos. Todo era tan detallo y ridículamente elegante, tanto como para justificar la matrícula exagerada de la institución. Hussell era así; o tenías los suficientes ceros en una cuenta bancaria para entrar, o eras un genio, como los becados. Hussell le pertenece a la élite, a lo alto y más costoso de la sociedad. Los descendientes de los grandes hombres y mujeres que lideran el mundo están ahí. Los próximos que lo harán, también.

Tal vez estaría mejor en otro lugar. Porque no encajaba ahí, en lo más mínimo.

Entonces, es muy tarde cuando ella reacciona. Atravesaba las puertas del comedor con los ojos sobre algún mozo de uniforme blanco y negro que derrama una copa accidentalmente cuando, sin notarlo, alguien más lo hace. Su rostro choca contra un pecho duro y provoca que esas botellas que llevaba en sus brazos caigan al suelo y una de ellas, la que estaba entreabierta un poco antes, estallase en sus manos y se vertiese a todo lo largo. Su manzana roja rodó por el suelo, solo deteniéndose cuando chocó contra la punta de unos finos zapatos negros.

No fue la comida desperdiciada lo que provocó el picotea en su pecho, todo se lo advirtió a partir de ahí: el silencio, como si cualquier movimiento se hubiera detenido, las personas dejaron de hablar, los camareros de servir y las copas detuvieron su tintineo, la realidad asentándose sobre sus hombros como una sentencia. Solo escuchó su propia respiración, las gotas de jugo que manchaban su camisa y sus zapatos, el temblor débil de sus manos y latidos. Lo supo incluso antes de que alguien dijese su nombre, o levantara la vista y lo viese.

Su olor se lo dijo. El aroma sutil pero persistente, masculino y perfumado. Los tatuajes -levemente separados uno del otro- que sobresalían por su cuello hasta detenerse poco abajo de su mandíbula, o por las mangas de su camisa tintando la piel de sus dedos, lo apuntaron cada uno. Los jadeos bajos, casi sorprendidos, el sentimiento ligero de expectación danzando en el aire y la tensión ahogándolo sobre todo. Cada cosa se lo dijo.

Era él.

-¿No miras hacia adelante? -le habló, entonces, aquel familiar tono ronco y grave teñido de dureza y frialdad. Su corazón se hundió en su pecho, quejoso y adolorido, notando cuanto había pasado sin escuchar su voz de cerca y casi reclamándole; cerca, tan cerca como para sentir la calidez de su aliento acariciarle las mejillas.

Pero ella retrocedió un paso corto y levantó la mirada. Sus ojos chocaron con un par de iris extraños, singulares, tan hermosos y conocidos a su vez que se le cortó la respiración. Era tan familiar, tan suyo; ¿Cómo había podido haber olvidado lo mucho que le gustaban sus ojos? ¿Cómo había podido evitar mirarlo todo este tiempo, teniéndolo tan cerca? Eran bicolores, mientras el gris del ojo izquierdo brillaba, el iris del derecho era negro, tan oscuro como para aclamar su procedencia. La contradicción en sus ojos -heterocromía- Aurora casi la había memorizado cuando era niña. Era lo último que veía antes de ir a dormir y lo primero que notaba cuando despertaba; cuando Azael estaba siempre a su lado. Cuando no eran desconocidos.

El silencio martilló en sus oídos, como tirando de ella hacia la realidad. La frialdad de su tono la rodeó y la congeló, notando en ese momento la mancha roja que ahora ensuciaba su camisa blanca de uniforme, la tela fina de seda ahora ciñéndose a su piel y casi transparentándose.

-Yo... solo-

-¿Estás nerviosa? -preguntó, la dureza de sus palabras tambaleándose con la burla, dio un paso hacia ella- ¿Eres una jodida tartamuda?

Hubo un jadeo de sorpresa en desde algún sitio y Aurora se encogió, pestañeando con sorpresa. Existió un pensamiento general ahí, en cada uno de ellos. ¿Le hablaba así a su propia hermana?

-Responde -masculló, perdiendo cualquier emoción y tornando su voz con algún deje que Aurora pudo reconocer de cuando existía algún encuentro a las afueras del instituto, o de cuando él intimidaba a alguien mucho más inferior. Se preguntó, por segundos, si acaso Azael la estaba humillando así adelante del resto como lo hacía con quienes le resultaban irrelevantes en el colegio y tembló ante la mera idea. Azael no le haría eso, nunca, no a ella.

Negó con la cabeza. -No, Az-

-Discúlpate.

Ella enmudeció, su respiración trabándose en sus labios y sus ojos ampliándose con sorpresa. Tardó un segundo en asimilarlo.

-...¿Qué?

-Discúlpate. No lo volveré a repetir.

Ella empalideció de golpe, su expresión tornándose casi herida. Pero tras él vio llegar a Thomas, de repente, y una sensación similar al alivio casi se posa en sus hombros, desvaneciéndose cuando vio que su primo se quedaba atrás, con la expresión indiferente y extrañamente tranquila, observando la situación sin ninguna emoción, como si se tratara de desconocido. Algo picó tras sus ojos.

-Azael... -susurró bajito, nadie pareció escucharla.

Él pareció enfurecerse, la suavidad de su voz y escasos movimientos repugnándole.

-¿Eres una maldita sorda? -escupió en un murmullo tosco, su mandíbula afilándose mientras sus ojos se detenían en el rostro de Aurora. Como si la vista le asqueara, cerró sus ojos y apretó sus parpados. Cuando la miró nuevamente, su corazón se hundió en su pecho. Azael la observaba con tanto odio- ¿Prefieres hacerlo de rodillas?

La sangre se le heló a la vez que retrocedía, perpleja, su expresión tornándose herida. No. ¿Él...? ¿Él sería capaz de eso? ¿Él sería capaz de humillarla de esa manera para...? ¿Para qué? ¿Para ser más temido, más respetado? Ella era su hermanastra. No podría probar nada con ello.

Tal vez. Si podía.

-Azael.... -habló finalmente Thomas, apoyando una mano en su hombre en un gesto de advertencia. Notó el filo tenso de su voz.

-Discúlpate -repitió, ignorando la presencia de Thomas y deshaciéndose de su agarre dando un paso. Aurora tembló, sintiendo un nudo tirar de su garganta a la vez que sus ojos ardían, sin negarse a dejar de mirarla ni siquiera cuando su respiración salió de sus labios como un jadeo. Sacudió la cabeza, suave y lentamente, sus dientes sujetando su labio inferior para ocultar el temblor.

-¿Por qué haces esto? -susurró y entonces, una primera lágrima resbaló por su mejilla. No obtuvo nada, solo una mirada profunda y repleta de odio, ella se sintió tan vacía. Bajó la mirada. Negó. Su voz salió como un susurro bajo y débil -Lo siento -dijo- no ocurrirá nuevamente.

Hubo silencio. Cuando ella volvió a mirar, hubo algo en Azael. Culpa. Dolor. Tristeza. Fuese lo que fuese, se desvaneció tan rápido que no lo creyó real y entonces él sonríe, burlón y jocoso, engreído y lleno de maldad; tan seco y duro que la piel se Aurora se heló.

-Quienes creían que tenía una puta debilidad -anunció en tono seco y vacío a toda la sala, sin dejar de mirarla- espero haber cerrado sus malditas bocas.

Sintió su pecho hundirse de golpe, doloroso y asfixiante, quiso gritar, jadear, golpearlo; el aire salió de sus pulmones de una forma violenta. Quedó claro, ella lo entendió. Toda aquella humillación había sido para eso; a Azael no le importaba Aurora o lo que sucediese, él solo quería demostrar algo. Ella no importaba. Nunca lo había hecho.

Antes de pensarlo, levantó la mirada, ya las lágrimas se deslizaban por sus mejillas sin permiso alguno, y sin poder arrepentirse, lo siseó en un tono bajo, solo para que él escuchase.

-Te odio -tragó con fuerzas-. Te odio con toda mi existencia.

Lo observó. Todo él se quedó quieto, sus ojos ampliándose para mirarla y existió un atisbo de dolor en los iris bicolores antes de que, en un impulso, lo apartara de un empujón con sus manos y luego echara a correr, alejándose. Ignoró la forma en la que Thomas intentó detenerla, su mano rozando su brazo y hubo un grito, tal vez de Ría. No le importó nada, apartó los mechones de cabello que se colaban en su rostro y cubrió su boca para callar cualquier sollozo. El dolor que sentía era desgarrador, ya casi familiar; le recorría desde la punta de los pies hasta la cabeza y se le acentuaba en el pecho, casi como si fuese físico, casi como si se tratase de su corazón destrozándose.

Cuando limpió con ferocidad sus mejillas y se detuvo, había llegado lejos. Estaba en la zona más alejada del área verde, casi en el campus, en una zona donde se ubicaban un par de columpios olvidados ya por los mayores. Cubrió su rostro, encogiéndose en sí misma a la vez que se dejaba caer, los sollozos feroces escapándose de sus labios y dejándola sin aire, su pecho ardiendo por otra herida abierta, una que, al menos, tardaría mucho más en cicatrizar.

Te odio. Te odio con toda mi existencia. Pensó en eso y en como, a pesar de todo, se arrepentía. Supo que mintió, ella no podía odiar a Azael, no por más que quisiera. Había esperarlo hacerlo desde hace tiempo, desde que todo comenzó. Desde que él empezó a hacerlo, pero no podía. ¿Cómo odiar algo que había amado con todas sus fuerzas? Incluso cuando rompiese su corazón una y otra vez. Él lo había sanado, en un inicio, cuando eran niños, lo había cuidado y protegido.

Él lo había hecho suyo, también.

Y escondido tras los árboles, la vio llorar, la escuchó sollozar. Y aquel quejido que salió de sus labios antes de que cubriese su rostro, un sollozo quebradizo que le lastimó más que cualquier tortura; se arrepintió al instante de haber corrido tras ella, de haberla seguido como aquel maldito cobarde que era. Se arrepintió de todo, porque verla llorar por él era mucho peor que sentirla lejos, que lastimarla y luego verla correr. Verla llorar era peor que tener que verla huir.

El viento se burló en su oído, soplando sobre su piel y haciéndolo cerrar sus ojos. Y luego la miró a lo lejos, porque él siempre la miraba.

Incluso cuando hacerlo dolía.

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